Interrogantes en lugar de respuestas
Construida como una sucesión de planos fijos, la ópera prima de Perel –que prescinde de explicaciones y entrevistas– registra una brecha en el tiempo, aquella en la cual la ex ESMA pasa a convertirse en el Espacio para la Memoria.
Filmado entre marzo y noviembre de 2009 en las instalaciones de lo que alguna vez fue la ESMA, el principal centro de detención, tortura y exterminio de la dictadura militar, El predio llega a su estreno en coincidencia con el 35º aniversario del golpe, pero no participa de las consignas de ocasión. Por el contrario, la ópera prima de Jonathan Perel (nacido en 1976) es un documental abierto, libre a múltiples interpretaciones, que elige formular una serie de preguntas antes que ofrecer sus eventuales respuestas.
Con la sola excepción de las tres o cuatro tomas iniciales, unos lentos travellings hacia adelante con los cuales el film se introduce –casi con temblor– en el interior de ese espacio fuertemente simbólico, El predio está construido como una sucesión de planos fijos en los que la cámara de Perel registra una brecha en el tiempo, aquella en la cual la ex ESMA pasa a convertirse en el Espacio para la Memoria. No hay explicaciones, no hay un narrador en off, no hay entrevistas, el sonido es apenas el del ambiente, signado mayormente por el silencio.
La cámara de Perel toma nota, en un comienzo, de elementos de una obra en curso –tejas, ladrillos, sanitarios– pero no se ocupa de seguirla en su evolución. Prefiere detenerse, en cambio, en los detalles de esos edificios que albergaron el horror pero que, sin embargo, se siguen resistiendo a enunciarlo. En este sentido, el film parece muy sincero con su espectador: no hay marcas, cicatrices que hablen explícitamente de lo que allí sucedió. La película, de alguna manera, choca, rebota contra esas paredes mudas.
Poco a poco, sin embargo, El predio va dando cuenta de una transformación. Ese espacio comienza a ser habitado, a moverse, a cobrar vida. Un microcine exhibe películas europeas y argentinas, un videasta filma el lugar para un proyecto todavía en ciernes, aparecen textos en las paredes (la célebre Carta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh), fotografías del Che, los pañuelos blancos de las Madres... Y el paso del tiempo en el film está denotado, especialmente, por un proyecto artístico (de Marina Etchegoyen), una huerta donde las papas equivalen a sembrar energía y vida allí donde antes hubo sufrimiento y muerte.
Lo singular de El predio es que al evitar toda declaración, al sustraerse de cualquier enunciado, al limitarse a la más rigurosa observación, el espectador puede ser testigo de una transición y, al mismo tiempo, plantearse las preguntas que obsesionaron –por caso– a los berlineses con respecto a las huellas físicas del nazismo y que se repiten en el caso de la ex ESMA. ¿Cómo evitar la idea paralizante de museo? Y, a la vez, ¿darle vida a ese espacio no implica acaso borrar en parte su significado y su historia? ¿Cómo sortear la institucionalización de la memoria?
La serie de planos finales del film refuerza todos estos interrogantes, desde el monolito vacío, donde alguna vez hubo alguna placa que seguramente recordaba una hazaña naval o un almirante, hasta la placa actual que da cuenta de la fundación de la plaza denominada Declaración Universal de los Derechos Humanos. De un bronce a otro, el film concluye con un plano tan potente como enigmático y polisémico: la reja abierta del predio vista desde su interior, una imagen que ninguno de los cautivos de ese lugar llegó a ver jamás.