La luna, esa enorme pastilla de Prozac
Si alguien se reconoce en esta frase, que no se preocupe, pues es un fenómeno totalmente comprensible: Dan ganas de meter a Damian Chazelle en el furgón de los jóvenes prodigios sin interés y tirar la llave. Y por muchas razones: ese aire que desprenden sus películas de ser obras de un alumno aplicado incapaz, pese a su ambición, de darles una verdadera personalidad, el hecho de que su primera película recibiera una atención desmesurada, esa sensación de un conformismo moral que puede desprenderse de su mirada… Y, sin embargo, todo lo que hace se empeña en contradecirnos, en insinuarnos que sería un error juzgarle tan deprisa, no ver el bosque por empeñarnos en derribar los evidentes árboles. La La Land nos ponía sobre aviso: lo que empezaba como una versión deluxe de los vídeos Lipdub de ciertas empresas, mezclado con una estética de publicidad de un televisor Sony Bravia, nos dejaba, finalmente, con un gusto más complejo. Y no sólo por la contradictoria visión de un culto del éxito admirado al mismo tiempo que criticado, sino por la sorprendente evolución del relato en su parte final, jugando con la ficción y la retórica del happy end de una forma vertiginosamente melodramática.
First Man se presenta de forma igualmente desconcertante. La película resume los ocho años que transcurren desde que Neil Armstrong integra el proyecto de la NASA para enviar seres humanos a la superficie lunar hasta su celebérrimo pequeño paso en el país desierto de los selenitas. Peripecia que Chazelle decide contar con un doble y particular sentimiento claustrofóbico: el primero consiste en dejar en un muy segundo plano todos los problemas políticos (la carrera espacial contra la URSS), sociales (las protestas de movimientos afroamericanos contra subvencionar que se mande a un blanco en la luna), antropológicos (los discursos de Kennedy sobre el ansia humana por el descubrimiento, confundida, para muchos, con la conquista de lo inútil), optando por reducir la película (literalmente, porque estas secuencias están filmadas en 16mm, en lugar de los 35mm y 70mm de las partes “espaciales”) a momentos familiares llenos de risas y llantos, de crisis, de cigarrillos fumados angustiosamente por la señora Armstrong, todo ello con una estética a mitad de camino entre un alumno de Malick y una parodia de Jonas Mekas. Todo esto no sorprende, puesto que se apoya en dos recursos de guion tan fáciles como enervantes. Primero, el sempiterno y denigrante personaje femenino de “esposa de hombre heroico que intenta devolverle la razón y salvar su familia” que le toca interpretar a Claire Foy. Segundo, la idea de la ausencia y el duelo como forma de modular emocionalmente toda la película, a partir de la trágica desaparición de la hija de los Armstrong, muerta de cáncer con sólo tres años de edad.
Pero ese sentimiento claustrofóbico, se encuentra encerrado en otro que, éste sí, es el bueno: el que Chazelle obtiene al filmar el interior de las diferentes cápsulas espaciales, la vibración de cada uno de sus tornillos, la asfixiante proximidad de los otros astronautas. La sensación de que el cuerpo no puede confrontarse al vacío abstracto del espacio sin pasar antes por la oxidada y precaria cercanía concreta de la carcasa que lo transporta. Son casi cincuenta años de distancia los que permiten a Chazelle retratar hoy el entonces más espectacular progreso científico de la aventura humana como una simple chapuza que, sin saber muy bien cómo, “salió bien”. El punto de vista de esta aventura espacial se adapta siempre a la minúscula y absurda perspectiva de sus protagonistas a través de los exiguos ojos de buey de las aeronaves. Y hay que admitir que la primera vez que vemos reemplazarse en ellas el negro del espacio por la superficie gris y llena de acné de la luna, el sentimiento es sobrecogedor. No puede sin embargo Chazelle evitar la tentación de filmar en ese momento la nave desde un punto de vista externo. Normal, hay que guiñar un ojo a Kubrick, y demás. Pero eso rompe la inmensa sensación de soledad que había logrado (y es que todo es una cuestión de punto de vista: en el espacio no hay “nada” donde apoyar una cámara, así que toda película que filme una nave espacial desde lejos, asumo, lo hace desde el punto de vista de Dios, ese mismo que recientemente, Cuarón –Gravity-, Nolan –Interstellar– y, casi durante toda la película, Chazelle, negaron).
Esa misma soledad del personaje de Ryan Gosling es quizás la gran contradicción de la película: por una parte, la radical interpretación (algunos dirán simplemente mala, yo no lo creo) del actor desborda todo cliché sobre el héroe solitario y taciturno sacrificado en un afán que le sobrepasa. Sí este hombre es en algo el primero, lo es en crear la figura del “héroe deprimido”. Entiéndase, que es precisamente heroico gracias a su depresión. Más que una figura más o menos astuta, más o menos audaz, más o menos terca, lo que Chazelle y Gosling componen aquí es un caso patológico. En su empeño de cumplir la misión, pese a todo y contra a todo, no parece esconderse nada más que la profunda e irrefrenable necesidad del alma melancólica de sentir la desaparición de todo. Por desgracia, el guion lo torna finalmente en una historia de duelo y redención espiritual, de colmar ese vacío dejado por el hijo muerto. La luna, que podía haber sido la representación de una magnífica pulsión de inexistencia, termina convirtiéndose en una pastilla de prozac gigante. Otra más.