Muerte, dolor y frustración.
La última película de Damien Chazelle, su cuarto largometraje, se dio a conocer en la sesión inaugural del Festival de Venecia del pasado septiembre. La crítica no fue benévola. Poco comprensiva e incapaz de llevar a cabo un análisis profundo de la película, la calificó, en general, de fallida.
Luego, cuando se ha ido estrenando, la actitud de una crítica cada vez menos abierta a la experimentación y al análisis objetivo, ha actuado igual en su rechazo. Salvo excepciones. Cuando se alaban sin reservas los juegos arabescos, el sentido de (aparente) brillantez formal, pero envuelto en un clasicismo lindante con la belleza hueca de Cold War, se cierran las puertas a la indagación elaborada, por momentos profunda, que Chazelle propone en esta mirada sobre un hombre en su intento, inútil, de liberación. Pase lo que pase, llegue donde llegue el personaje principal, estará siempre condenado a un encierro en el que no se vislumbra la salida.
Eso sí, First Man carece de una estética brillante, no tiene, siendo una película sobre la historia del primer hombre que pisó la Luna, ni grandilocuencia ni grandes efectos. Su planificación evita las grandes tomas, centrándose, sobre todo, en primeros planos cercanos del protagonista, en su andadura por hacer posible un sueño, una promesa, una redención o un encuentro con la vida en medio de la muerte que le persigue. Pero, allá en el cielo, en la Luna, no hay más que vacío y silencio.
El comienzo es claro en este aspecto: el hombre encerrado en una nave espacial está punto de morir. De él sólo vemos, ocupando toda la pantalla, el rostro (mostrado a través del propio vaivén del aparato) escondido además por el casco-máscara que recubre su rostro. Una secuencia donde se vislumbra la angustia del hombre incapaz de poder dominar un aparato («Les gusta jugar con sus aparatos. Si no lo hicieran no sabrían que hacer», dice más o menos la mujer del protagonista en un momento del filme). Sólo se escuchan las órdenes desde la Tierra, el jadeo, las vibraciones y ruidos (casi parecen rugidos) de un aparato que parece rebelarse contra el hombre, al no aceptar el mando que intenta ejercer el piloto sobre la nave. El hombre y la máquina. El esfuerzo y el éxito o el fracaso.
En la escena final, Amstrong aparece encerrado en una especie de cárcel. Aparentemente ha triunfado al ser el primer hombre en llegar a la Luna, pero ahora —desde el encierro obligado por la cuarentena que debe cumplir—, es como un prisionero, incapaz de liberarse de su culpa. No se siente lleno, satisfecho por haber llegado primero a aquella Luna que miraba con su hija atacada por el cáncer que la llevó a la muerte. La presencia detrás del cristal que le separa de su mujer supone algo más que un planteamiento físico. Más bien es la incapacidad o la dificultad de unión de un matrimonio que camina a la deriva desde su amor. Y al que se oponen demasiadas cosas, entre ellas la muerte de una niña, que nunca podrá ser olvidada.
La muerte persigue al protagonista. Quizá la película pueda irritar a los que gustan de juegos pirotécnicos, ya que no habla de heroicidad, patriotismo o del gran acontecimiento de haber llegado (Estados Unidos, los primeros) a la Luna. Es posible que sobren algunas declaraciones televisivas, probablemente reales, como la de una mujer francesa que habla de la grandeza de los Estados Unidos; pero la película habla de otros temas: de la soledad, las relaciones y disfunciones familiares, de amores y desamores, de fracasos y muertes, de la deriva de un hombre dispuesto a llegar a lo alto con el recuerdo de la hija muerta para librarse de su propia culpa: se siente responsable al creer que no hizo lo necesario para salvarla.
Ese duelo, el dolor por su hija, es el que le permite llegar a la Luna, venciendo a la muerte, para poder allí dejar para siempre la pulsera de ella, una forma de romper con el pasado y unirse a la vida. Detrás del hecho grandioso, de la heroicidad, no existe más que el intento (fallido) del protagonista por hacer posible su propia misión personal.
No lo consigue. Tras ese acto retrasmitido al mundo, sólo está la verdad del gran fracaso de Armstrong: cuando la suelta sobre uno de los cráteres Lunares la pulsera de su hija muerta, no se queda en la Luna, sino que vuela al espacio. Es claro: la pulsera no queda enterrada, sigue su camino: continúa el símbolo de su fracaso o, mejor, de no poder nunca dejar atrás el recuerdo que le persigue. Sobre él seguirá pesando el pasado. El hombre triunfador, el héroe, no es más que un ser frustrado, encadenado a un pasado que nunca podrá superar. Su éxito es otra derrota en una vida donde la muerte le ha perseguido y le perseguirá siempre. En la Luna no hay ni encuentro con su hija, ni oraciones válidas. Sólo un espacio vacío y silencio.
Otro gran y significativo momento: en paralelo asistimos a la recepción en la Casa Blanca. Allí está invitado Armstrong representando a la NASA, al haber conseguido el acoplamiento del cohete con la capsula espacial mientras en ese mismo instante unos compañeros mueren quemados por un fallo en un cohete de pruebas. En esa secuencia se emparenta el (falso) triunfo de Armstrong, nada a gusto en aquel ambiente -esa no es su batalla, su mundo, su realidad nada tiene que ver con esa recepción; de hecho le vemos solitario, extraño-, con la presencia, una vez más, de la muerte como afirmación, de que es uno de los temas principales de la película.
Una gran lección la que nos depara Chazelle. Eso sí, como debe ser, sin levantar demasiado la voz, sin florituras, lo que conllevará que ciertos espectadores e, incluso, críticos no entren en el filme. Una pena.