El regreso de la épica estadounidense
A partir de la historia del astronauta Neil Armstrong, el director de La La Land se empeña en que el perfil de su protagonista encaje en el molde del “american hero”, con tragedia familiar incluida y el deber patriótico imponiéndose a los dilemas personales.
La cámara toma un primer plano fijo de un hombre con casco de astronauta dentro de su nave. No es un buen viaje. Todo se sacude y la cara del navegante se deforma en gestos que van dando cuenta de los distintos grados del temor por los que atraviesa. De forma alternada también se muestra el contraplano de esa escena, aquello que el astronauta ve a través del panel frontal del vehículo, que avanza a toda velocidad por el espacio. Esta es la estructura que 50 años atrás utilizó Stanley Kubrick para realizar una de las escenas más recordadas de 2001: Una Odisea del Espacio, en la que el protagonista realiza un viaje lisérgico que lo lleva hasta la no menos icónica secuencia final de la película. Cinco décadas después, esa misma idea es la que organiza el comienzo de El primer hombre en la Luna, cuarto trabajo del director Damien Chazelle. Y el primero después de haber ganado el Oscar a la Mejor Dirección con el musical La La Land en 2017. La cita multiplica sus sentidos dentro de una película que, como lo indica su título, aborda la figura de Neil Armstrong, comandante de la misión espacial Apolo XI que, en 1969, llevó al hombre por primera vez hasta la superficie lunar. Aquel que con apenas un paso dio un salto enorme en nombre de la humanidad.
En primer lugar representa un juego intertextual que, con sutileza, introduce la ineludible teoría conspirativa según la cual aquella hazaña nunca existió, sino que se trató de un montaje que la NASA encargó al director de La naranja mecánica para tomar de manera fraudulenta la delantera en la carrera espacial, donde Estados Unidos venía siendo derrotado sistemáticamente por la Unión Soviética. Pero esos primeros planos que parecen querer trazar un mapa de las emociones de Armstrong, también exponen una herramienta que el director utilizará a lo largo de todo el relato. A contramano de muchas de las películas sobre aventuras espaciales, El primer hombre en la Luna parece menos interesada en la espectacularidad de las panorámicas, que en meterse dentro de la cabeza del protagonista. Y desde ahí, intentar reconstruir para el espectador la subjetividad de ese hombre que tuvo el privilegio de ver por primera vez algo con lo que la humanidad soñó desde “el amanecer de los tiempos”, para volver a citar la obra de Kubrick.
A partir de la mirada de Armstrong, Chazelle cuenta casi completa la historia de los primeros pasos de los Estados Unidos en el espacio, ya que el comandante del Apolo XI participó de todos los grandes proyectos de la NASA en la década de 1960. Pero la figura del famoso astronauta también le sirve al director para construir un nuevo capítulo de la épica estadounidense, que desde siempre ha sido una las funciones que en ese país se le dio al cine. El Armstrong de Chazelle encaja a la perfección en el molde del “american hero”, con tragedia familiar incluida y el deber patriótico imponiéndose a los dilemas personales.
Como si se tratara de un negativo de la ligereza de La La Land, El primer hombre en la Luna recurre a un tono grave que no solo se hace evidente en lo narrativo, sino en una estética sobria que el diseño de arte, la banda sonora y la fotografía se encargan de destacar. Lejos de la paleta multicolor y primaria del musical, esta vez Chazelle se limita a los pasteles sesentosos sobre los que únicamente sobresalen el naranja crepuscular y el azul lunar, que remiten a las únicas dos fuentes naturales de luz, las que proceden de los astros. Esta decisión no solo destaca el vínculo del relato con lo celeste, sino que funciona como avatar visual de los claroscuros de la vida de Armstrong.
La música vuelve a ser importante en la cuarta película de Chazelle, cuyos trabajos anteriores orbitaban en torno a ella: La La Land es un musical; Whiplash cuenta la disputa entre un joven baterista y su maestro, y Guy y Madeline en un banco del parque, su ópera prima, la historia de amor entre dos músicos de jazz. Y es también una nueva excusa para citar a 2001. Como en ella, Chazelle elige la música clásica para sostener algunas de las secuencias espaciales. En especial el vals, género también central en el film de Kubrick. La diferencia es que mientras aquel supo elegir partituras que potenciaron el carácter icónico de su opus magnum, nadie recordará especialmente este trabajo de Chazelle más que como una nota al margen en las películas del espacio. Eso sí: sus fórmulas la convierten en una fija para recolectar nominaciones al Oscar el año que viene.