La expectativa que se generó alrededor de First Man (2018) estaba más que justificada. No tanto por su temática (la historia del primer hombre que pisó la luna) o por los millones de verdes invertidos en su producción, sino básicamente por su director. En efecto, con tan solo 33 años Damien Chazelle ya se ha granjeado múltiples elogios en todo el mundo a raíz de sus 2 últimos éxitos: Whiplash (2014) y La La Land (2016). Por eso, provocaba cierta intriga ver cuál sería su enfoque sobre uno de los momentos más paradigmáticos del siglo XX.
Por desgracia, este es quizás el trabajo menos personal y más convencional en la carrera de Chazelle, aún cuando la historia toca temas ya abordados con anterioridad por el director franco-estadounidense (a saber: retórica del esfuerzo individual, meritocracia acrítica y sacrificios varios para alcanzar lugares de éxito pre-consagrados). Seguramente, el hecho de que Chazelle no haya participado en el guión (el cual corrió por cuenta de Josh Singer –Spotlight, The Post-) influyó en este efecto de despersonalización, pero en esencia se trata de un filme industrial (o pochoclero, según como se lo mire) en el que es difícil encontrar la mano del artista.
Basada en el libro “First Man: A life of Neil A. Armstrong”, de James Hansen, la película retrata desde el punto de vista del astronauta la misión espacial de la NASA (llevada a cabo entre 1961 y 1969) que culminó con el hito de la llegada del primer hombre a la luna. Chazelle pone el foco en el drama personal y familiar que vivió Armstrong (Ryan Gosling) durante esos años y también en las pérdidas y sacrificios que tuvo que afrontar en el marco del monumental proyecto en el que estaba involucrado.
De esta manera, el filme expone la temprana muerte de la hija del astronauta y el trauma que esto suscitó en el núcleo familiar, la tensa relación con su pareja (Claire Foy), su introvertida personalidad, la precariedad de las peligrosas pruebas realizadas por la NASA y los costos y obstáculos con los que tuvieron que lidiar para llegar a la tan ansiada meta de dejar una huella en la superficie lunar.
Lo mejor de la película aparece en las adrenalínicas y claustrofóbicas escenas dentro de las naves, que sin dudas mantendrán a los espectadores al borde del asiento. Chazelle hace un excelente trabajo mostrando las limitaciones tecnológicas de la época y dimensionando los peligros a los que los pilotos estaban expuestos. Sin embargo, todo lo bueno que sucede dentro de las naves contrasta con la linealidad y superficialidad del arco narrativo, que recorre todo tipo de lugares comunes hasta llegar a una resolución previsible que intenta resignificar las motivaciones personales de Armstrong (y lo logra, sin demasiada originalidad).
Y este es quizás el problema más grande: a diferencia de otras grandes películas del género que tenían muy claro su objetivo -el juego de la ciencia en The Martian (2015), el impacto visual y la opresión del espacio en Gravity (2013), el poder del lenguaje y la comunicación en The Arrival (2016), los límites de la física y la metafísica en Interstellar (2014), las desigualdades del sistema patriarcal y la xenofobia en Hidden Figures (2016)–, El Primer Hombre en la Luna navega una historia conocida por todos sin tener mucho para comunicar. Si bien se aleja de “la foto” del primer hombre en la luna y recupera el proceso, es decir, el trabajo arduo de años y el esfuerzo que significó para los astronautas y sus familias, no logra encontrar un centro de gravedad atractivo o novedoso desde el cual contar la historia. Por ello, a pesar de que es una decente producción norteamericana, nunca termina de convencer ni de conmover.
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