Detrás del arcoiris Con la fuerza arrasadora del tornado que se llevó a Dorothy a la Tierra de Oz llega a los cines Judy, una biopic sobre la vida de la legendaria Judy Garland, ícono del cine clásico de Hollywood de los años 30 y 40, dueña de una voz inigualable y protagonista de El Mago de Hoz. La película dirigida por Rupert Goold (“True Story”) articula un sentido homenaje a una estrella que fue fagocitada, procesada y desechada por la industria, y que sin embargo logró trascender su corta vida (murió a los 47 años) para vivir en el recuerdo del público que tanto la amó. Si alguien dijera que Judy Garland “nació para ser una estrella” probablemente estaría en lo correcto en el más literal de los sentidos. A los 30 meses de edad ya había debutado en la escena teatral junto a sus hermanas en un grupo de Vodevil llamado “Las Hermanas Gumm” y a los 13 años firmaba un contrato con la Metro Goldwyn Mayer que duraría 15 años. Como fruto de ese acuerdo nacerían un sin fin de filmes exitosos, entre los que se destacan El Mago de Oz (1939), For Me and My Girl (1942), Meet Me in Saint Louis (1944), The Harvey Girls (1946) y Pirate (1948). Durante ese tiempo, que coincidió con la Era Dorada de Hollywood, Judy se convirtió en una figura aspiracional que condensó los sueños y anhelos de una generación, un talento único que atrajo todas las miradas y le hizo creer a todos que era posible vivir una vida mejor más allá del arcoiris (busquen su versión de la canción Over the Rainbow). Sin embargo, la contracara de ese esplendor fue una vida signada por las adicciones, los abusos de toda índole, la explotación laboral, miedos, inseguridades y un entorno familiar más que complicado. El filme de Rupert Goold explora con inteligencia las luces y sombras de la diva en su último año de vida cuando dio una serie de conciertos a sala llena en la ciudad de Londres. Allí, pese a que tenía un visible deterioro físico y mental, problemas para dormir y un agotamiento dramático debido a la lucha por la tenencia de sus hijos, su talento seguía intacto, desplegando una voz conmovedoramente poderosa y una presencia más que imponente en el escenario. Goold demarca con astucia el contraste entre ambas realidades (la del escenario y la de la vida fuera de él) y explora la paradoja del deseo que se daba entre Judy y su público: mientras éste último anhelaba ser como ella y la colocaba en un pedestal de gloria eterna, ella simplemente quería ser una chica normal, como todas las que estaban del otro lado de la pantalla: “quiero lo que todos quieren, solo que a mi me cuesta más trabajo conseguirlo”. Por otro lado, la película establece una serie de flashbacks a la niñez de Judy en donde vemos el origen de todos sus males. Es allí donde encontramos la crítica al tiránico Sistema de Estudios de la Era Dorada de Hollywood, que vendía sueños y fantasías de realización hacia afuera al tiempo que hacia adentro se regía por los paradigmas más voraces de la eficiencia empresarial, la explotación laboral y el control corporal absoluto sobre las estrellas que ellos mismos construían (y exprimían). En ese aspecto, el mítico productor Louis B. Meyer termina siendo una de las figuras más decisivas en la película, ya que su influencia sobre la joven Judy Garland (con la que entabla una relación entre paternal, protectora y tirana) es la que le terminan ocasionando todos los traumas, miedos e inseguridades que marcarían a fuego su vida. El trabajo de Renée Zellweger resulta clave para el éxito de Judy. No sólo por su increíble performance vocal (ella canta todas las canciones de la película), sino sobre todo por su minucioso trabajo de personificación. En ese sentido, su gestualidad cansina, su aspecto demacrado, su mirada agridulce y su presencia actoral en el escenario hacen que el espectador sienta en carne propia el terrible calvario que sufrió Judy en sus últimos meses de vida. El frágil equilibrio que Zellweger le imprime a su personaje genera una tensión insoportable que se sostiene a lo largo de toda la obra gracias al guión de Tom Edge (basado en una obra de Peter Quilter), pero sobretodo gracias a la solvencia y calidad de la estadounidense. En definitiva, Judy es una gran película que se mueve en el límite de la vida real y la fantasía, entre los problemas cotidianos y los sueños y anhelos de una vida mejor. Un homenaje crudo, sentido y generoso para con una verdadera leyenda que sobrellevó su vida lo mejor que pudo y que dio todo hasta que ya no pudo dar más. Por Juan Ventura
Femininjas al poder Un grupo de pibas marginales y marginadas se le paran de manos a un gangster matón y machirulo que busca hacerse de un costoso diamante para financiar y consolidar sus redes de influencia en Ciudad Gótica. Harley Quinn -acaso lo más rescatable de la inmirable Suicide Squad (2016)- es la protagonista excluyente de este filme explosivo, dinámico y divertido, que además reivindica la emancipación feminista en un mundo de hombres a través del único método eficaz para cambiar algo en la historia de la humanidad: la violencia. Es el fin. El momento tan temido por los productores de Marvel ha llegado: DC empezó a hacer buenas películas. Curiosamente (o no), las dos últimas entregas que recomponen un poco la magullada reputación de la franquicia (Joker y Birds of Prey) se sustentan respectivamente en las actuaciones sobresalientes de Joaquin Phoenix como the Joker y de Margot Robbie como Harley Quinn, dos personajes históricamente vinculados en términos amorosos.. Parece que sólo un loco o un payaso podían sacar del ostracismo a DC y liberarlo del yugo de su dependencia Marvelística. En Aves de Presa, la Directora Cathy Yan (Dead Pigs) construye una historia sumamente entretenida, articulada a partir de intensas y creativas escenas de acción, atractivas coreografías visuales, momentos de humor bien logrados y la actuación única y singular de Margot Robbie, que da vida a una Harley Quinn irreverente, carismática, desprejuiciada, encantadora y peligrosa a la vez. La película narra la historia de 4 mujeres que no logran encajar en el sistema: Harley Quinn, Black Cannary (Jurnee Smollett-Bell), The Huntress (Mary Elizabeth Winstead), y la detective Renee Montoya (Rosie Pérez). Todas ellas sufren (cada una a su manera) el ninguneo y la violencia física y simbólica de una estructura patriarcal que las excluye y las niega a cada instante del camino. Más por fortuna que por una búsqueda consciente, las 4 anti heroínas terminan uniendo fuerzas para proteger a la pequeña Cass del villano Roman Sionis (AKA Máscara Negra), que la persigue para hacerse con un diamante que le permitiría consolidar fuertemente su poder en Ciudad Gótica. Aves de Presa no se caracteriza por su sutileza. Transmite un mensaje potente y directo que cachetea al espectador y le dice que el mundo en el que vivimos no da para más. Y ese hartazgo, personificado en estas 4 mujeres guerreras, rápidamente sigue el camino de la emancipación, del reconocimiento de su posición dominada y de la toma de acción para cambiar esa situación. Es, en otras palabras, un proceso de liberación, y como tal no está exento de violencia, resistencia, lucha y hasta venganza (sobre todo en el caso de The Huntress). Pero detrás de la violencia, también hay lugar para la independización. Y ese es el recorrido dramático de Harley Quinn, que comienza siendo prácticamente un anexo del Guasón (su pareja que la protegía y le daba inmunidad), y a lo largo del filme va comprendiendo que su valía no proviene del hombre con el que está, sino de sus propios actos, proezas, aprendizajes y hazañas. Seguramente, nadie recordará a Aves de Presa por la fineza de su argumento (de a ratos se hace un poco confuso por la forma en la que está narrado) o por la elegancia de su banda sonora (por momentos aturde demasiado). En cambio, sí se destacará por ser un proyecto con gran presencia de mujeres en roles importantes (con lo difícil que es encontrar esto en la industria Hollywoodense). No solo el elenco protagónico y la dirección están integrados exclusivamente por mujeres (el pobre Ewan McGregor quedó pintado como villano), sino que también el guión corrió por cuenta de Christina Hodson y hasta la propia Margot Robbie participó del convite como productora. En ese sentido, Aves de Presa parece dar cuenta desde su relato y realización que el cambio ya no es algo lejano. Parafraseando al Indio Solari, podríamos decir que el futuro llegó hace rato, pero esta vez también llegó para quedarse.
Un robo de película En el año 2006, cinco tipos comunes y corrientes perpetraron uno de los robos más extravagantes de la historiografía criminal Argentina: ingresaron en un banco de Acassuso con armas de juguete, tomaron a 23 rehenes, vaciaron las cajas de seguridad (recaudando entre 15 y 20 millones de dólares) y finalmente escaparon por un boquete en el sótano de la sucursal, burlando de esta manera a centenares de efectivos de la policía. Semejante hazaña atracadora tarde o temprano tenía que llegar a la pantalla grande, no sólo por el impacto que generó en la sociedad Argentina en su momento, sino fundamentalmente por lo absurdo y bizarro del suceso. En otras palabras, acá lo importante no era la magnitud de la entidad perjudicada (una sucursal del Banco Río en la Provincia de Buenos Aires), la cantidad de dinero robado o el grado de violencia suscitado en el robo (nadie salió herido); sino más bien la modalidad, el ingenio con el que se ejecutó y el singular perfil de los asaltantes, a saber: personas de clase media de las cuales solo una tenía antecedentes penales. Ariel Winograd fue el encargado de dirigir esta fascinante historia que coquetea todo el tiempo entre el thriller policial y la comedia. La película administra muy bien los momentos de tensión y relajación y construye un relato dinámico y entretenido poblado por personajes sencillos y queribles que llevan adelante un plan dotado de una impronta amateur casi romántica a los ojos del espectador. En ese sentido, puede observarse cierto parentesco con La Odisea de los Giles. En ambos casos se trata de personas ordinarias envueltas en circunstancias extraordinarias que se ponen una meta y van tras de ella a pesar de no saber muy bien lo que están haciendo. En efecto, la banda comandada por Vittete (Guillerno Francella) y Araujo (Diego Peretti) lejos está de ser sofisticada. Las cosas las hacen a pulmón, con una planificación entre brillante y precaria en la que van sorteando obstáculos de a uno por vez, utilizando solo el ingenio y los elementos que tienen más a mano. ¡Cultura del alambre 100%! Winograd, que tiene una amplia y reconocida trayectoria en el género cómico (“Vino para Robar”, “Sin hijos”, “Mamá se fue de viaje”), no juzga ni glorifica a los personajes, pero desdramatiza el robo y lo postula como una especie de aventura descabellada. En el fondo es un juego, uno peligroso, sí, pero un juego al fin en el que cinco valientes -o delincuentes según como se lo vea- “derrotan al sistema” burlando sofisticados dispositivos de seguridad y evadiendo megaoperativos policiales. Por otro lado, el director se toma algunas licencias artísticas en la que no sigue al pie de la letra los hechos reales, lo cual sin dudas termina siendo un acierto porque le permite enfatizar en lo absurdo e insólito de todo lo que sucedió. Párrafo aparte para las actuaciones de Guillermo Francella y Diego Peretti. Ambos tienen performances sobresalientes y establecen una poderosa química que se respira en cada escena en la que aparecen juntos. Probablemente, con otros actores el resultado no habría sido el mismo. El resto del elenco, encabezado por Luis Luque, Pablo Rago, Rafael Ferro y Mariano Argento también se destaca con creces. En definitiva, El Robo del Siglo es una excelente producción nacional que cuenta con un guión sólido, la dirección de alguien experimentado en el género, la participación de actores ya consagrados y un notable nivel en todos sus rubros técnicos (fotografía, montaje, música, ambientación).
Señores lectores: por favor abróchense sus cinturones porque en esta nota experimentaremos unas ligeras turbulencias ocasionadas por Godzilla. Así es, a 65 años de su creación (nació en 1954), el veterano Godzi sigue siendo un nombre de peso en el género de las Monster Movies, al punto que en 2019 es uno de los protagonistas excluyentes del llamado “MonsterVerse”, una saga de películas de monstruos creada por Legendary Pictures y Warner Bros. En este sentido, Godzilla 2: King of the Monsters es la secuela de su homónima de 2014 y tendrá continuidad en 2020 con la pelea más esperada del siglo XXI: “Godzilla Vs Kong”. En este revisionismo Hollywoodense contemporáneo, Godzi es un bicho bueno cuya única misión es proteger a la humanidad y resguardar el equilibrio medioambiental del planeta. Una suerte de perro guardián pero de dimensiones gigantescas e impronta temeraria. En este sentido, se emparenta con sus orígenes: un monstruo creado a partir de la radiación nuclear como metáfora del horror de la guerra, las armas de destrucción masiva y sus efectos nocivos sobre el medio ambiente. King of the Monsters se ubica cinco años después de la tragedia de San Francisco. La Dra. Emma Russell (Vera Farmiga) y su hija Madison (Millie Bobbie Brown) trabajan para una agencia criptozoológica -Monarch- que supervisa y controla a los diferentes titanes activos e inactivos del globo (incluido Godzilla). Mientras las autoridades del mundo se debaten entre darle continuidad al proyecto de esta agencia o aniquilar a las bestias, un grupo para-militar liderado por Alan Jonah (Charles Dance) roba un dispositivo acústico que permite comunicarse con estos monstruos y se dispone a liberarlos a todos para “salvar el planeta” de los propios seres humanos (una motivación similar a la de Thanos en Avengers). En el medio, Madison y Emma son raptadas, por lo que Mark Russell (Kyle Chandler) -padre de Madison y ex-esposo de Emma- se une a una misión de rescate encabezada por las autoridades de Monarch: Ishiro Serizawa (Ken Watanabe) y Vivienne Graham (Sally Hawkins). Poco más se puede decir del argumento, ya que de ahí en más queda completamente opacado por las mega-batallas épicas y múltiples secuencias de acción que pueblan los fotogramas de la película. Los personajes quedan olvidados por partida doble: primero, porque al ser tan chatos, aburridos y superficiales no generan demasiado interés; y segundo, porque el plato fuerte de un filme de monstruos es la parte en la que justamente éstos se enfrentan y se tiran con «de todo». En otras palabras, con estas propuestas uno va al cine no por los personajes, sino para vibrar y decir: “¡pan y vino pan y vino pan y vino, el que no grita Godzilla para que carajo vino!”. Dougherty tiene muy claro esto último y apuesta el todo por el todo a impactar y deslumbrar al espectador, y lo consigue. Las contiendas entre Godzilla y Ghidorah (y los demás monstruos también) son verdaderos festivales de luces, vértigo y acción. Si bien por momentos el montaje conspira contra la comprensión espacio-temporal del espectador durante las batallas, en términos generales la factura audiovisual es el punto más alto de esta secuela. Claro que esta hiper-espectacularización frenética tiene su contrapartida por el lado narrativo. No solo en cuanto a los lugares comunes de la trama, sino también por la flaqueza de sus diálogos, las dificultades para moderar o intensificar el ritmo dramático y la ausencia de climas diversos durante el filme. Además, a esto hay que sumarle una duración excesiva y un tono serio y solemne que quizás podría haber sido un poco más desacartonado. En definitiva, en estas películas uno compra el paquete completo con tal de pochoclear y divertirse. Eso si, en caso que decidan ir a verla, asegúrense de asistir a una super pantalla gigante para disfrutar al máximo de la experiencia audiovisual, porque si no los deslumbra el arsenal pirotécnico, de seguro la historia que hay detrás tampoco lo hará.
10 años después de que una raza de extraterrestres invadiera la tierra, un grupo de rebeldes prepara un golpe maestro para liberarse del yugo de la tiranía alienígena de una vez por todas. Rupert Wyatt (Rise of the Planet of the Apes, The Gambler) ofrece un thriller de ciencia ficción post-apocalíptico con buenas intenciones pero que se queda a mitad de camino entre una premisa muy básica y trillada, y una estructura narrativa que atenta contra el propio desarrollo de la historia. Título original: Captive State; Año: 2019; Dirección: Rupert Wyatt; Guion: Rupert Wyatt y Erica Beeney; Fotografía: Alex Disenhof; Elenco: John Goodman, Ashton Sanders, Vera Farmiga, Kevin Dunn; Duración: 109 minutos; Distribuidora: Diamond Films; Nuestra opinión: buena; Estreno en Buenos Aires: 28 de marzo de 2019. El subgénero de invasiones extraterrestres ha sido muy abordado en la historia del cine. Por eso, resulta dificultoso encarar una película en este territorio con cierta originalidad. En este sentido, la Rebelión se emparenta bastante con Día de la Independencia, sobre todo desde un punto de vista temático (sublevación de la humanidad y guerra contra una raza de aliens invasores) y del mensaje que transmite (no se puede vivir sin libertad y bajo la opresión de la tiranía, fuera cual fuere). Lo original de este filme, en todo caso, recae en la estructura narrativa empleada por el director Rupert Wyatt (Rise of the Planet of the Apes, The Gambler), que involucra la selección de múltiples puntos de vista para desarrollar los ejes temáticos de la historia. Sin embargo, esta elección termina conspirando contra la propia trama, pues los constantes cambios de protagonista a protagonista agrega más ruido que claridad, y genera una imposibilidad de identificarse o empatizar con personajes que no tienen densidad ni desarrollo. En este marco, el interés inicial producido por una muy buena apertura se va perdiendo progresivamente, y ni siquiera la interesante vuelta de tuerca del final logra revertirlo. La película transcurre en las calles de un Chicago devastado por la guerra en las que las personas se las rebuscan para sobrevivir de la manera que pueden (vagabundeando en la basura o trabajando en condiciones muy precarias para la gobernación alienígena). Mientras tanto, los alienígenas saquean los recursos naturales del planeta y gobiernan a la humanidad a través de un consejo de legisladores y valiéndose de la ayuda de un grupo de personas llamados los “colaboracionistas”, encargados de mantener el orden y la seguridad del nuevo mundo. Los disidentes, en tanto, son los revolucionarios que buscan avivar la llama de la rebelión y darle un golpe maestro a la gobernación extraterrestre. Lo más destacable de este filme sin dudas es la ambientación y el clima tenso y lúgubre que describe. Por lo demás, el ritmo cansino, el poco interés que generan sus personajes y la escasa acción atentan contra el disfrute de una propuesta que prometía pero que lamentablemente se quedó a mitad de camino.
La nueva remake de Disney recupera el clásico de 1941 con mucha corrección y sin mucha audacia. Tim Burton se encarga de darle vida a una fábula que mantiene los ejes temáticos de la original (la discriminación, la aceptación personal y la búsqueda de encajar en la comunidad tal cual se es) pero sumando un repertorio de nuevos personajes y líneas argumentativas. Un blockbuster ameno, entretenido, pero al que le falta ese “no sé qué Burtoniano” con el que el director de El Joven Manos de Tijera suele -¿O solía?- deleitarnos. Origen: Estados Unidos; Año: 2019; Dirección: Tim Burton; Guion: Ehren Kruger; Fotografía: Ben Davis; Edición: Chris Lebenzon; Música: Danny Elfman; Elenco: Colin Farrell, Michael Keaton, Danny DeVito, Eva Green, Alan Arkin; Distribuidora: Disney; Duración: 112 minutos; Calificación: Apta para todo público; Estreno en Buenos Aires: 28 de marzo de 2019. Paquidermos en color (y en live action). La nueva remake de Disney es la clásica propuesta pensada para la familia a la que se le quita todo elemento disruptivo que pudiera llegar a generar algún tipo de conflicto en el espectador. Si, es efectiva, funciona, pasás el rato, te divertís y te llevás una moraleja, pero por momentos se vuelve demasiado convencional, como si buscara constantemente ir a lo seguro. ¿Es esto criticable? No necesariamente. De hecho, la película es correcta en todos sus rubros técnicos y se nota que fue realizada con mucho oficio. No obstante, su “falta de ese algo más” (que en cualquier otra película bien podría pasar desapercibida) adquiere notoriedad en Dumbo porque quien está detrás de cámara es alguien ubicado en las antípodas de todo convencionalismo. En ese sentido, Tim Burton, que siempre le imprimió una impronta única e inconfundible a sus películas (ya sea desde el plano estético, temático, o desde la singularidad de los personajes que retrata), aquí no logra plasmar el potencial que todos sabemos que tiene. Una pena, porque el elefantito orejudo pertenece a esa tipología de personajes que Burton tanto aprecia (seguramente por ello eligió dirigirla), a saber: seres introvertidos y vulnerables que sufren algún tipo de trauma (en este caso, Dumbo es separado de su madre al nacer) y que además deben soportar el bullying y la intolerancia de una sociedad que no los acepta por ser diferentes (pienso en El Joven Manos de tijera o en Edward Bloom, el protagonista de El Gran Pez). Por eso, quizás lo más adecuado antes de ver la película sea moderar las expectativas. Es momento de aceptar que Tim Burton ya no es lo que era (aunque de a ratos nos sigue regalando innegables pinceladas artísticas), y exigirle a Dumbo que esté a la altura de las grandes obras de su carrera sería un poco injusto. Por el contrario, si logramos disfrutarla en sus propios términos, la impresión final puede ser muy diferente. La historia se sitúa a comienzos del Siglo XX, en un decadente circo de variedades regentado por el gran Max Medici (Danny DeVito, en una gran interpretación). Allí, pronto nace un elefante con orejas enormes que inmediatamente se convierte en objeto de burla para los demás. Sin embargo, la ex-estrella de circo Holt Farrier (veterano de la primera guerra mundial que perdió un brazo y no puede volver a hacer su número tradicional) y sus hijos Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins) -que tienen a su cargo el cuidado del paquidermo- rápidamente descubren el don de Dumbo: sus orejas desproporcionadas le permiten volar, por lo que pronto se convierte en la atracción principal del convite circense. Pero dicha fama no pasará desapercibida: el excéntrico empresario V.A Vandevere (Michael Keaton, en un papel muy gracioso y caricaturesco) decide contratar a toda la compañía de Medici y llevarlos a vivir en su parque de diversiones, Dreamland. Obviamente, las cosas no son lo que parecen y habrá más de un secreto que se irá revelando en torno a esta enigmática figura. El foco de la película no solo está puesto en las peripecias de Dumbo por aceptarse tal cual es, sino también en los problemas de la familia Farrier para reinsertarse en la sociedad luego de la muerte de la madre de Milly y Joe a manos de una enfermedad. En este aspecto, el encuentro entre el paquidermo y la familia representa la unión de seres dañados que buscan superar juntos las dificultades que padecen. Desde ese punto de vista el filme funciona, y también lo hace en relación a los efectos especiales y a la banda sonora. Por otra parte, las actuaciones de Danny DeVito y Michael Keaton (con roles de héroe/villano invertidos en comparación con Batman 2) suman momentos de calidad que se agradecen. En resumen, si no se le pide demasiado, la nueva entrega de Dumbo es aceptable y entretenida, aún cuando los elementos más recordados de la original (animales parlantes, elefantes borrachos y secuencias psicodélicas, por ejemplo) están muy dosificados o directamente ausentes.
En la tercera entrega de Cómo Entrenar a tu Dragón, las aventuras de Hipo y Chimuelo llegan a su fin. Aunque no llega a alcanzar la magia y la potencia de sus antecesoras, este epílogo le da un cierre digno y emotivo a la saga iniciada en 2010, la cual supo cautivar a todos con la sencillez de su historia y la ternura de sus personajes. De la mano de un despliegue visual imponente y una narrativa amena sin demasiadas pretensiones, la película basada en los libros de Cressida Cowell se erige como una propuesta ideal para ser disfrutada por niños y adultos por igual. En 1970 Vox Dei sentenciaba una gran verdad de perogrullo: “Todo tiene un final, todo termina”. Y es así: parte del encanto de toda historia es su culminación (aunque duela), porque nos permite completar el sentido de lo que vimos / leímos / escuchamos en tiempo y forma. Cuando ese climax no llega, los relatos se estiran, se desgastan y se rellenan con intrascendencias que muchas veces conspiran contra el éxito de la propia historia. Estoy seguro de que mientras lees estas líneas ya se te ocurrieron decenas de ejemplos de lo anterior, por lo que no te voy a aburrir enumerando series y películas que, paradójicamente, lo único que harían sería estirar el desarrollo de esta review y dilatar su final (Ok, no lo puedo evitar: “¡Lost!”).
Donde termina la ley, comienza la tiranía La vicepresidencia de una nación es en general un cargo simbólico, sobre todo en Estados Unidos. ¿Por qué entonces hacer una película sobre un vicepresidente de perfil bajo, carente de liderazgo popular y para colmo sin carisma para hablar en público como Dick Cheney? Son varias las razones, pero la principal es que desde su función como “VP”, Cheney tejió una compleja red de influencias en áreas clave de la administración Bush y adquirió una preponderancia significativa en materia de Seguridad Nacional, Política Energética y Política Exterior, sobre todo durante la guerra contra Irak y Afganistán. Pero Mckay (“The Big Short”, “Anchorman: The Legend of Ron Burgundy”, “Step Brothers”) no se queda solo con su desempeño durante los gobiernos de Bush, sino que reconstruye el ascenso de Cheney desde sus inicios en el gobierno de Nixon (allá por 1969), pasando por sus cargos como Jefe de Gabinete, Congresista por Wyoming y Secretario de Defensa en las décadas del ochenta y del noventa. Lejos de la reseña histórica aburrida y lineal, el filme retrata con frescura, agilidad y un humor satírico muy agudo los inicios ingenuos de Cheney en el poder y su progresivo aprendizaje de las reglas de juego en el contexto de una maquinaria política despiadada que fagocita a los débiles y consagra a los inescrupulosos. Resaltando su veta persuasiva, su carácter implacable y su inteligencia pragmática, Mckay nos pinta una imagen cruda y delirante de un personaje siniestro en la historia política de EE.UU; un titiritero ambicioso que en su momento de mayor esplendor acumuló muchísimo poder y lo utilizó para llevar adelante sus empresas bélicas y negocios personales. En este sentido, lo que trasluce esta biopic es una crítica al sistema democrático Norteamericano y a la ficción de su supuesta representatividad. El ascenso de Cheney solo es posible gracias a la degradación de las instituciones, y el poder, más que recaer en el pueblo, parece esconderse en habitaciones cerradas en donde dos personas discuten y negocian sobre la vida de miles de almas al otro lado del mundo. La mayor virtud de Vice es que presenta un tópico a priori aburrido (la política) de un modo fascinante y entretenido, algo que Mckay ya había logrado en el terreno financiero con The Big Short. Pero para lograr esto, el director -que en el pasado dirigió varias comedias y conoce bien el género- tuvo que tomar varias decisiones audaces, como romper cada tanto la cuarta pared, intervenir sistemáticamente la filmación con comentarios extradiegéticos, e incluso inmiscuir un diálogo Shakesperiano en medio de la película (¡delirio absoluto!). Esas decisiones, riesgosas por cierto, funcionan la mayoría de las veces y logran arrancar una carcajada al descolocado espectador. Por supuesto, nada de esto funcionaría sin la extraordinaria actuación de Christian Bale, que nos regala una de las mejores performances de su carrera. No solo impresiona su transformación física (subió casi 20 kg para el papel), sino también la variedad de recursos, gestos y matices que emplea para personificar a un Cheney implacable y cínico. Amy Adams (ya había trabajado con Bale en American Hustle) aporta lo suyo interpretando a Lynne Cheney -personaje clave en la vida de su esposo-, y Steve Carrell hace lo propio dándole vida a Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa de los EE.UU durante las presidencias de Bush (hijo). Mención especial para el genio de Sam Rockwell, quien personifica a un George W. Bush desopilante, justo en el límite entre lo tonto y lo caricaturesco. Luego de varios filmes, Adam Mckay parece haber encontrado en El Vicepresidente su madurez como director en la confluencia entre comedia y gesto político. Precisamente, en esa síntesis (también presente en The Big Short) el humor y el absurdo funcionan como una especie de parábola del mundo de la política, y es ahí donde radica la efectividad del mensaje político que transmiten sus películas.
Una demacrada e irreconocible Nicole Kidman se pone en la piel de una atormentada detective de la policía de Los Ángeles que intenta redimirse de los errores de su pasado atrapando a un viejo enemigo que la contacta sorpresivamente luego de más de 16 años. Karyn Kusama compone un thriller policial sórdido y lúgubre, de criminales marginales y personajes quebrados con expectativas de bajo vuelo. El resultado, sin embargo, es desparejo, ya que las excelentes actuaciones, fotografía y ambientación no van de la mano de una trama por momentos errática a la que le falta esa densidad dramática que todo el tiempo parece prometer. Título original: Destroyer; Origen: Estados Unidos; Año: 2018; Dirección: Karyn Kusama; Guión: Phil Hay y Matt Manfredi; Elenco: Nicole Kidman, Toby Kebbell, Tatiana Maslany, Sebastian Stan, Scoot McNairy, Bradley Whitford, Toby Huss, James Jordan, Beau Knapp, Jade Pettyjohn;Duración: 120 minutos; Estreno en Buenos Aires: 17 de enero de 2019. Erin Bell (Nicole Kidman) es una detective en decadencia. Entregada al alcohol, demacrada, desalineada y psicológicamente alterada, su vida se reparte entre una profesión que ya no la motiva y una conflictiva relación con su hija Shelby (Jade Pettyjohn), una adolescente rebelde que no muestra ningún tipo de afecto para con su madre ausente. Sin embargo, cuando la detective recibe en un sobre un billete marcado de Silas (Toby Kebbell), el cruel e inescrupuloso líder de una pandilla de ladrones de bancos que la propia Erin integró como agente encubierta 16 años atrás (una operación que, por otro lado, salió terriblemente mal), decide salir del ostracismo y encarar un último viaje de redención para reparar el vínculo con su hija, enfrentarse a Silas y poner a dormir a los demonios de su pasado. La película se desarrolla en dos líneas temporales: una presente, en donde se suscita la investigación policial propiamente dicha, y otra pasada, en la que a través de los recuerdos de Erin el espectador va descubriendo qué es lo que salió mal en aquella operación encubierta y por qué a partir de la misma la vida de la detective entró en un espiral progresivo de autodestrucción. Karyn Kusama (“The Invitation”; “Jennifer’s Body”) compone un thriller policial sórdido y lúgubre que explora cómo la ambición desmedida y un par de malas decisiones pueden marcar a fuego a una persona que, a partir de allí, permanece fijada en un círculo vicioso de culpa, angustia y autoflagelo. La descarnada y potente actuación de Kidman (ayudada por un excelente trabajo de maquillaje y fotografía) logra mantener el interés durante la mayor parte de la película y nos hace sentir en carne propia los pesares de la atribulada mente de la detective. Sin dudas, su retrato de esta mujer deteriorada en plena decadencia nos acerca a la mejor Nicole Kidman, aquella actriz llena de matices y facetas que por mucho tiempo creímos perdida, y que alcanzó su mejor expresión allá por el año 2002, cuando interpretó a la escritora Virginia Wolf en “Las Horas”, de Stephen Daldry. De este modo, es muy probable que su interpretación le valga una nueva nominación a los Oscar 2019 y la devuelva -con 51 años- a los primeros planos de la industria Hollywoodense. Sin embargo, la excelente actuación de Kidman y el gran trabajo de ambientación, maquillaje y fotografía, se contraponen con una historia chata, por momentos errática, con personajes entre simplones y caricaturescos que entorpecen y hasta obstaculizan el desarrollo de la trama. Si la performance de la estadounidense es lo mejor de la película, el guión es lo más flojo: desde algunas motivaciones poco creíbles de los protagonistas y la lentitud con la que avanza el relato, hasta la superficialidad de distintos personajes. Destrucción es un filme que funciona mejor cuando Kidman tiene espacio para lucirse, pero que queda al desnudo cuando tiene que apoyarse en su propia densidad dramática. En este aspecto, la cinta de Kusama termina siendo despareja, dejando un sabor agridulce al mostrarnos, por un lado, a una actriz que prácticamente sostiene la película ella sola, y por otro, a una historia que, creemos, estaba para más.
A sus casi 90 años, Clint Eastwood sigue regalándonos cine del bueno. Dueño de un claridad y una sencillez implacable, el director de Los Puentes de Madison, Río Místico y Million Dolar Baby -entre tantas otras- nos recuerda que no hace falta aturdir al espectador para conmoverlo, y que la economía narrativa puesta al servicio de un guión que sabe lo que quiere puede devenir en una contundencia dramática destacable hasta en una historia menor como la que se cuenta aquí, en donde un anciano de 90 años en bancarrota decide empezar a traficar droga para el Cártel de Sinaloa. Ficha técnica: Dirección: Clint Eastwood. Guión: Nick Schenk. Elenco: Clint Eastwood, Bradley Cooper, Taissa Farmiga, Michael Peña, Alison Eastwood, Andy García, Laurence Fishburne, Dianne Wiest, Jill Flint, Clifton Collins. Producción: Clint Eastwood, Dan Friedkin, Jessica Meier, Tim Moore, Kristina Rivera y Bradley Thomas. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 116 minutos; Estreno en Buenos Aires: 03 de enero de 2019. Con frecuencia, los buenos relatos no se encuentran en las luces rimbombantes de los efectos especiales o en las tesis pretenciosas de autores que intentan explicar el sentido de la existencia humana en dos horas y monedas. Que no se malinterprete: existen excelentes películas de este estilo y autores super talentosos que han logrado expresar en la pantalla ideas a menudo muy complejas y profundas. Pero a lo que voy es que no hace falta ir tan allá para llegar al espectador con un mensaje potente y conmovedor. A veces solo se necesita una historia tan simple como la de Earl Stone, un nonagenario veterano de guerra que, ante la ruina financiera de su actividad como horticultor, decide tener una última aventura como traficante de cocaína para un Cártel Mexicano. Clint Eastwood tiene 88 años pero está más vigente que nunca. Basada en un caso real a partir de un artículo publicado en The New York Times titulado: “La mula de 90 años del Cártel de Sinaloa”, Eastwood retrata los últimos años de una persona desesperada económicamente que además carga con la culpa y el remordimiento de no haber sido un buen padre y marido a lo largo de su vida, dado que siempre antepuso su trabajo como florista al bienestar de su familia. En este sentido, la de Earl Stone es una historia de redención, un tipo que hace un balance de su vida, asume sus responsabilidades y emprende un último viaje (o varios, teniendo en cuenta los cientos de kilos de cocaína que transportó) para poner las cosas en orden y así alcanzar cierta paz interior antes de morir. Pero claro, es un viaje particular, porque se trata de un narcotraficante alejado de todo estereotipo: ¿Quién podría imaginar que un anciano de 90 años, amable, sin antecedentes penales, al que nunca le hicieron una multa de tránsito en su vida y que se detiene azarosamente en la ruta a comer un sandwich, transportaría cientos de kilos de cocaína a través del estado de Illinois y burlaría en reiteradas ocasiones a los agentes de la DEA que lo perseguían (interpretados en esta ocasión por Bradley Cooper, Michael Peña y Lawrence Fishburne)? Este es un poco el atractivo del filme, por momentos absurdo, sumamente entretenido y descarnado en sus momentos más dramáticos. Eastwood lleva el pulso de la narración de la mano de un clasicismo inapelable, cuya soltura y simpleza ya son una marca registrada de su cine. La película transita la comedia negra y el drama familiar con una naturalidad asombrosa, y si bien el guión no fue escrito por él (corrió por cuenta de Nick Schenk) por momentos parece que así hubiese sido, pues los personajes, ideas y mundos retratados en él son muy propios del “universo Eastwood”. Es cierto que por momentos la película se hace un poco obvia y reiterativa (el cine clásico también tiene eso) y que algunos personajes secundarios quedan deslucidos, pero en general el personaje de Stone, su moral (entre conservadora y descontracturada) y sus vínculos con los narcotraficantes son tan atractivos que se hace difícil no encariñarse con el viejo “Tata”. El filme, además, tiene la virtud de no esquivar la cuestión del racismo y la discriminación hacia los mexicanos (moneda corriente en algunos estados del país del norte) y humaniza también a los narcos, que son mostrados como personas que tienen sueños, miedos y anhelos, como todos. Párrafo aparte para la actuación de Dianne West, que interpreta a la acongojada esposa de Stone. La escena desgarradora del final que comparte con Clint es de lo mejor de la película. Por otro lado, la hija de Stone es también la hija de Clint Eastwood en la vida real (Alison Eastwood), y cabe preguntarse si esta ficción sobre las energías que uno deposita en el trabajo y en la familia tendrá algo de autorreferencialidad en la vida del afamado director Estadounidense, que ya lleva más de 60 años trabajando ininterrumpidamente en la industria del cine. Conceptualmente, The Mule se aleja de las temáticas sobre el heroísmo tratadas en Francotirador (2014), Sully (2016) y 15:17 Tren a París (2017), y se acerca más a propuestas como El Gran Torino (2008) y Curvas de la Vida (2012), en donde la redención y la tesitura de que “nunca es tarde para cambiar” cobran una importancia fundamental. Curiosamente, The Mule es también el primer proyecto actoral de Eastwood desde Curvas de la vida y su primer rol protagónico en una película dirigida por él mismo desde Gran Torino. Posiblemente, The Mule no pasará a la posteridad como una de las grandes obras de Clint Eastwood. Se trata de un filme chico, ameno, para nada grandilocuente. Sus personajes no son figuras mundiales, ni dejarán una marca imborrable en la historia del cine. A todas luces, es una película minimalista, efímera, como los lirios de Stone, que florecen por un día y luego se marchitan. Pero al igual que los lirios, vale la pena observarlos…