En El primer hombre en la Luna, Damien Chazelle convierte la historia del astronauta Neil Armstrong en el vía crucis de un hombre traumatizado por la pérdida de su hija, un planteamiento que hermana esta odisea espacial con Gravedad, de Alfonso Cuarón. Aunque, pese a la producción de Steven Spielberg y el guion de Josh Singer (basado en la biografía First Man: The Life of Neil A. Armstrong, de James R. Hansen), el referente principal del ambicioso Chazelle es su propio imaginario.
Reciclando la idea del sufrimiento como camino a la trascendencia, que ya subyacía en Whiplash: Música y obsesión, el director de La La Land: Una historia de amor vuelve a desplegar en El primer hombre en la Luna su pericia técnica y su concepción maximalista de la forma cinematográfica. Para Chazelle, la mano del cineasta existe para ser vista… y admirada. Así, en el extremo opuesto a las películas de aviadores de Howard Hawks o a la maravillosa Space Cowboys / Jinetes del espacio, de Clint Eastwood, donde el heroísmo se sentía como algo cotidiano, El primer hombre en la Luna pone todo su empeño en convertir a Armstrong en una figura superheroica. Y lo hace de la mano de un cine estridente, atronador incluso en su vertiente intimista.
Si por algo recordaremos a El primer hombre en la Luna será seguramente por el insistente uso de primeros planos que nos acercan al tormento interior de los personajes. ¿Imaginó Chazelle la película que habría rodado John Cassavetes si hubiese tenido recursos para filmar una aventura espacial? A la postre, en este estudio de la fisonomía humana brilla con fuerza propia una afligida Claire Foy en el papel de esposa de Armstrong, aunque por desgracia la película nunca le da a la actriz el tiempo suficiente para exprimir el potencial dramático del personaje. Por su parte, Ryan Gosling emplea el piloto automático para echar mano de su cara más lacónica e introspectiva, mientras Chazelle parece más preocupado por demostrar que puede retratar un entorno familiar con la fuerza poética y elíptica del Terrence Malick de El árbol de la vida que por dar consistencia al conjunto de la película, que brilla especialmente cuando se concentra en la dimensión más sensorial de una primitiva carrera espacial.
Metido en el interior de una minúscula y claustrofóbica nave de lanzamiento, el espectador de El primer hombre en la Luna, golpeado por una sinfonía de planos detalle traqueteantes y chirridos de tuercas y metales retorciéndose, puede llegar a imaginar lo que debían sentir los astronautas que volaban al espacio enlatados en lo que parece un puro amasijo de chatarra.