EL VACÍO EXISTENCIAL
La primera secuencia de El primer hombre en la luna es un plano y contraplano de Neil Armstrong durante una prueba que sale mal: vemos su rostro y lo que él ve. Es un arranque de alto impacto, porque el montaje y el sonido contribuyen a generar esa tensión que el director busca poniendo al espectador en el lugar del personaje, incluso mucho antes de que sepamos qué es lo que estamos viendo. Y es un recurso que Damien Chazelle utilizará reiteradamente en la película, esquivando la grandilocuencia de este tipo de relatos y convirtiendo al film en una experiencia puramente física a la vez que introspectiva y minimalista. Cada tuerca, cada tornillo, cada chapa de esos pequeños espacios que comparten los astronautas sonarán de manera imponente, mientras Chazelle sigue obsesivamente el rostro de sus personajes. En sus mejores pasajes, todos los que tienen que ver con el entrenamiento de los astronautas y su viaje al espacio, el director demuestra una enorme sabiduría a la hora de poner la cámara donde importa y encontrar el componente humano aún en personajes obsesivos como el Armstrong que interpreta Ryan Gosling.
Se puede decir que El primer hombre en la luna es una película puramente Chazelle a partir del personaje de Armstrong, primo hermano del Andrew de Whiplash o del Sebastian de La la land. Tipos que no saben de negociaciones, que siguen objetivos hasta las últimas consecuencias, que abrazan lo sacrificial como forma y que hasta pueden renunciar a los afectos. O si no renuncian, al menos tienen vínculos difíciles con las personas que aman. En eso, y en la citada pericia técnica para narrar vuelos, despegues, aterrizajes y alunizajes (con múltiples referencias a la 2001 de Stanley Kubrick), Chazelle logra darle un carácter personal a una película que no deja de ser un biopic mainstream casi por encargo: es la primera vez que el director trabaja un guión ajeno. De hecho, el tironeo entre el film personal y la película industrial se nota y es lo que hace que los resultados estén un poco lejos de lo deseado. El primer hombre en la luna es en lo básico un relato sobre la construcción del héroe americano, al que Chazelle reviste de elementos que permiten cierta distancia. Sin embargo, no deja de notarse incómodo al tener que seguir una suerte de patrón prefijado por el cine clásico norteamericano. En La la land Chazelle recurría a los musicales clásicos, pero se valía de una mirada lúdica para reescribir. Aquí, por las características del personaje y sus conflictos, hay un efecto causa-consecuencia que está jugado con algo de frialdad y sin demasiada convicción, algo que es llamativo para un director cuyo apasionamiento a la hora de narrar suele ser clave.
El primer hombre en la luna avanza por dos caminos: todo el proceso que le llevó casi una década a la NASA para poner al hombre en la luna y la vida personal y hogareña de Armstrong (en un registro que hace recordar al cine de Terrence Malick), complicada a partir de la muerte de su pequeña hija, hecho que para el film resulta fundamental. No es que Chazelle carezca de atributos narrativos para construir el vínculo entre el astronauta y su esposa con pequeños gestos (el último plano es perfecto), pero el guión se empecina demasiado en tratar de relacionar la vida privada y la pública de su personaje. A partir de la muerte de la pequeña, cada paso que dé el protagonista será para el film una forma de buscar sentido. De fondo pasarán todos los conflictos políticos, sociales y hasta filosóficos que rodearon la aventura lunar del estado norteamericano, pero a Chazelle no le importará demasiado (de hecho, todo eso aparece a través de la televisión): lo único que importa es Armstrong, su dolor interior y la forma de canalizarlo viajando hacia el vacío existencial representado por la luna. Y eso no está del todo mal, si detrás de cámaras hubiera un director hábil para jugar con esas convenciones, como podía ser un J.J. Abrams en Super 8. Por el contrario, la película busca un tipo de emoción para la que Chazelle no parece estar dispuesto. Y los inconvenientes que encuentra la película en su recorrido se hacen evidentes en la última gran secuencia, que es un ejemplo de las fricciones irresueltas. Durante ese viaje hacia la Luna, hay todo un clima generado desde el montaje y el sonido, creando imágenes poderosas y autosuficientes. Una vez que sucede lo que obvio (no estamos spoileando nada si decimos que Armstrong llega a la Luna), la sola imagen del hombre parado hacia ese vacío tiene una potencia mayúscula, que además revela el absurdo de aquello a lo que los personajes se han sometido tanto como la finitud del hábito explorador del ser humano. Sin embargo, el guión hace una de más y trata de anclar las emociones en un espacio mucho más vulgar: un objeto personal es la referencia clave que vuelve lo abstracto de toda esa última gran secuencia en algo definitivo, indiscutible y lineal. Pero no molesta tanto la búsqueda de emoción, de un porqué y de una épica personal (y ahí se hace evidente la presencia de Steven Spielberg como productor), como -reiteramos- la falta de convicción de Chazelle para llevar la nave hacia ese destino.