Casi una parodia al cine aventuras
Siempre que surge una película con príncipes y reyes recorriendo la arena del desierto se invoca el recuerdo de Lawrence de Arabia de David Lean, uno de sus clásicos gigantescos de décadas pasadas en duración y pretensiones.
El francés Annaud, responsable de una impersonal obra quién sabe porqué motivos sobrevalorada (El oso; El amante; En nombre de la rosa y la descartable Siete años en el Tíbet) pretende retomar el clasicismo de antaño y las peripecias entre jeques y herederos junto a algunas batallas por el trono y, claro está, la muda presencia de un centenar de camellos igualmente desganados como la mayoría de los intérpretes.
El príncipe del desierto sorprende, antes del inicio, por la decisión de cambiar el título original, ya que el oro negro –una de las tantas subtramas que el director no decide explorar–, allá por los años ’20, es el motivo principal de disputa entre los clanes. Pues bien, la película anuncia que tratará el tema tradición versus progreso pero lo abandona rápido. Más tarde, se dedica a contar una historia inexpresiva entre los nada carismáticos Tahar Rahim y Freida Pinto (muy linda y sólo eso). Luego, viene la media hora que le corresponde a Antonio Banderas, el malo de la película, haciendo piloto automático como estrella internacional de excelente remuneración. Por si fuera poco, El príncipe del desierto cita, como si fueran frases de manual, textos de la tradición arábiga en un contexto poco creíble que parece provenir de un producto Disney previo a la Edad de Piedra. La ineptitud de Annaud, en ese sentido, enfatiza aun más las carencias: el film intenta sin suerte rememorar a los clásicos de aventuras del viejo Hollywood pero sólo lo hace desde la superficie, convirtiéndose sin desearlo en una parodia de aquel cine en donde el verosímil no importaba con tal de que se construyeran personajes heroicos que quedaban en la memoria del espectador. En este caso, el único heroísmo posible es superar las más de dos horas de una película tapada por la arena y el nulo talento de su director. Y dejen en paz a Lawrence.