Superproducción con poca plata y menos energía
Basada en un novelón del suizo Hans Ruesch (uno de esos autores que mucho tiempo atrás estuvieron alguna vez de moda, sobre todo gracias a su novela El país de las sombras largas), El príncipe del desierto es un tipo de superproducción tan antiguo como su propio origen literario. Superproducción pobre, en verdad. Ubicada en pleno desierto árabe en 1930, la película de Jean-Jacques Annaud (autor de aparatos fílmicos como El nombre de la rosa, La guerra del fuego, El amante) cuenta en su elenco con un solo actor famoso (Antonio Banderas, disfrazado de jeque árabe) y bastantes menos extras y decorados de lo que su tamaño anhela. Lo antiguo de El príncipe del desierto (el título en inglés es Black Gold) consiste en la aspiración de ser a la vez una de aventuras exóticas, un drama romántico y una película “con mensaje político”. En todos esos terrenos, el de Annaud parece más un borrador escrito a medias que una película terminada.
Con guión coescrito por el realizador junto al belga Menno Meyjes (cuya densa foja incluye El color púrpura, El imperio del sol, la tercera Indiana Jones y hasta El sueño del mono loco, de Fernando Trueba), El príncipe del desierto opone, a lo largo de su metraje, dos pares de personajes. El primer par lo forman dos jeques enfrentados. Uno frontal y honesto, Amar, sultán de Salmaah (el británico Mark Strong), y otro más astuto, más “político”, llamado Nesib (Banderas, con barba candado). El segundo par es el que constituyen los hijos del sultán, que éste se ve obligado a “ceder” a Nesib de pequeños, como extraño pago tras su derrota en una disputa territorial. Con un par de anteojos que revelan su condición ilustrada, el apocado príncipe Auda (Tahar Rahim, protagonista del film francés Un profeta) resulta arrastrado por la rebeldía de su hermano Saleeh, que, rompiendo con el pacto, huye del palacio del apropiador.
Sospechado de traicionar a ambos clanes, en manos de Joseph Conrad Auda hubiera sido un personaje fascinante. En las de Jean-Jacques Annaud terminará siendo un árabe civilizado y prooccidental que en lugar de combatir a una gigantesca corporación petrolera yanqui (que descubrió la existencia de petróleo bajo el terreno en disputa) apelará a vías más diplomáticas. Como si la película se hubiera propuesto demostrar que hay árabes “buenos”, de esos que no andan tirando torres abajo. En el medio, y como escapada de Las mil y una noches, hay una historia de matrimonio arreglado, entre Auda y la hija de Nesib (la actriz india Frieda Pinto, a quien ¿Quién quiere ser millonario? convirtió en belleza internacional), cuya condición de relleno vistoso nadie parece haber tenido el tino de disimular. Todo suena cansado en una película que aspira a superproducción sin tener ya no la plata, sino sobre todo la mínima energía y convicción que hasta las malas superproducciones requieren.