Extraña producción ésta del buen realizador Jean Jaques Annaud, responsable, entre otras, de “El nombre de la rosa” (1986), “El amante” (1991) o “Enemigo al acecho” (2002). Dos clanes árabes se la tienen jurada mutuamente desde tiempo inmemorial. El Sultán Aman (Mark Strong) y el Emir Nasib (Antonio Banderas) son los líderes que a principios de los años ’30, cuando comenzaba la fiebre del petróleo, pelean por un territorio al que de común acuerdo declaran neutral, sellando así la paz entre ellos. Por cuestiones más dadas a entender que explicadas el Sultán le deja (entrega) a sus dos hijo al Emir, con tanta mala suerte para éste que, pasados los años, el mayor muere en la renovación del conflicto entre ambas tribus, y el menor se enamora de la hija de Sultán cuando comienza a oficiar de mediador entre ambos bandos, en el marco en el que representantes de los Estados Unidos llegan a Medio Oriente para descubrir y explotar el codiciado oro negro, como lo indica el título original de la producción..
El mayor problema de “El Príncipe del desierto” es que sus responsables nunca terminaron de decidir si quieren contar una épica sobre el nacimiento de las guerras en la región, que perduran hasta hoy, o una aventura dentro del mismo marco histórico. La consecuencia natural de la falta de decisión es la confusión del espectador, pues hay diálogos y situaciones muy al borde del ridículo, como algunas instancias de negociación o cuando se encuentra petróleo. La película queda dividida entonces en tres segmentos muy claros. Tres líneas narrativas que jamás llegan a redondearse del todo. Por otro lado está el rigor histórico. Hay una sensación de poca investigación en el caso de que alguien quiera tomársela en serio, justamente porque Annaud propone y luego esquiva el bulto para resolverlo.
Dicho esto, casi todos los rubros de la obra quedan sujetos a la lupa con que se la mire. Por ejemplo, si la vemos como una de acción épica, el elenco está bastante bien (aunque algunas de las poses de Antonio Banderas parecen una continuación de la campaña de su propio perfume), dentro del marco en el que se mueven. Acaso le falta humor y algo de acción. Sólo la secuencia en la que un grupo de hombres atraviesa el desierto está realmente bien realizada. Música, fotografía, compaginación y dirección de arte se lucen durante esos minutos.
“El príncipe del desierto” pareciera querer dejar en claro cuál fue la semilla del mal que terminó por desatar el conflicto como lo conocemos hoy, poniendo un personaje casi fantasmal, un texano, al que le interesa mucho la zona en disputa para hacer negocios petroleros. (¿Le suena?). Sucede que esa jugada de discurso queda arruinada por un guión que no es capaz de sostenerlo.
Ni cine de acción, ni cine político. Un híbrido mitad entretenido, mitad bodrio. Como para comprar pochoclo azucarado... y agregarle sal.