Antonio de Arabia
Banderas protagoniza esta épica historia de los años ‘30.
Una épica que pretende ser Lawrence de Arabia , pero con una conciencia petrolera post 9/11 que está a mitad de camino entre una nota de The New Yorker y un texto de Wikipedia es, probablemente, uno de los objetos más sinceramente multiforme que la coproducción internacional (Francia, Italia y Qatar) ha producido jamás. Y eso es decir algo. Como no podía ser de otra forma, el director es Jean-Jacques Annaud, francés responsable de, no diremos clásicos, pero sí de salvajes hitazos como El nombre de la rosa y El oso que en Guantánamo deben mostrar una y otra vez.
Annaud debe contar una historia ambientada en Medio Oriente en los años ‘30, a instantes del boom petrolero, cuyo epicentro es el dilema del príncipe Auda, entregado cuando niño como ofrenda de paz por papá Amar (Mark Strong, cada vez más británicamente cadavérico) a Nesib (Antonio Banderas, aquí más cerca de Robert Rodríguez que de Peter O’ Toole).
Auda, criado por ese Banderas jugando al árabe tan mercachifle como maquiavélico y marido de su hija (Freida Pinto, otra vez vestida con sábanas), debe asumir el mando de un pequeño ejército que se ve obligado a cruzar un imposible desierto cuando su padre biológico reactiva la vieja guerra entre los clanes.
Lo sorprendente es como el factor Lawrence de Arabia –hay hasta retazos musicales de Maurice Jarre- deviene un híbrido tóxico pero no fatal (hasta divertido) que mezcla los ribetes a la Dallas , un clasicismo de tetra brik (tan cuadrado e irresponsable, como a veces embriagador y, las más, parecido a una resaca cinéfila) y un uso gore de la política (y una política -de izquierda- del gore). Sí, hay varios instantes donde El príncipe del desierto se empetrola, no vuela, no respira, no se mueve. Pero hay momentos-oasis donde el absurdo y/o un sentido de la aventura directamente decimonónico logran aprovechar los petrodólares de los productores.
El cruce del desierto, instante más físico y cinematográfico del filme, se juega con todo por la épica con corazón, por la emoción primaria y destierra esa constante arena en el zapato que es el tonito editorialista.
Banderas jugando a ser el Jafar de Disney y Strong bíblico hasta para la mala actuación son los vectores que definen todas las posibilidades de El príncipe del desierto , que incluyen críticas a la industria petrolera, un final publicidad, gore casi deportivo y lecciones religiosas dichas como credos dignos de Yoda.