Una aventura empetrolada
Si pensamos en una historia de aventuras y épica, pocos nombres generan menos interés y convocan más al bostezo que el del francés Jean-Jacques Annaud (bueno, sí, Michael Apted también), un tipo que se ganó un prestigio totalmente injustificado con aquella El nombre de la rosa y que desde entonces se ha convertido en el típico director europeo de “cine arte” que toca temas importantes en producciones costosas, siempre con un estilo refinado desde lo visual y contando con alguna que otra figura internacional: ya sea Brad Pitt en Siete años en el Tíbet o Antonio Banderas, en esta El príncipe del desierto. Basada en una vieja novela de Hans Ruesch, la película está ambientada en la década de 1930 en el marco de la avanzada occidental sobre Oriente en búsqueda de petróleo, algo así como los orígenes de lo que más de medio siglo después serían las guerras preventivas y demás sandeces de los Bush, padre e hijo. Pero lo curioso de la historia -y tal vez lo más interesante, de haber contado el film con un director que tuviera ganas de divertirse- es que este elemento político está mezclado con una serie de traiciones e intrigas entre diferentes clanes, con olor a telenovela de las cinco de la tarde. Claro, decíamos, en el caso de que Jean-Jacques Annaud fuera un tipo ameno y no alguien que cree estar contando algo realmente serio y profundo.
Dos clanes, entre muchos otros, han encontrado una tregua y dejado de pelear por un territorio, cuando el jefe de uno de ellos entrega como rehenes a sus dos pequeños hijos al jefe del otro. Con el tiempo, los chicos crecen, y al lugar arriba un empresario petrolero norteamericano con intenciones de perforar la zona y encontrar allí el “oro negro” que le da el título original al film: así los chicos, ya crecidos (uno de armas tomar y el otro más sumiso e “intelectual”, convenientemente), se convertirán en botín de guerra. A partir de allí, El príncipe del desierto desandará diferentes líneas narrativas que se pisarán, entorpecerán e impedirán cualquier tipo de fluidez narrativa, especialmente por la incapacidad del director, que se cree que está homenajeando a David Lean y al Hollywood clásico de gran presupuesto, y lo más cerca que está es de un folletín clase B. Si bien aquellas películas estaban repletas de lugares comunes y en la mayoría de los casos eran bastante ridículas si uno las pensaba más de dos minutos, tenían personajes que podían bancarse la épica, directores que sabían mostrar esto con un trabajo de planos asombroso y actores que generaban gran empatía con el espectador. No es el caso de El príncipe del desierto, que tiene a Tahar Rahim como Auda, el personaje con aspiraciones de héroe, en una actuación tan deslucida que uno no puede creerle para nada su crecimiento personal.
Como los dueños de los clanes enfrentados aparecen Mark Strong y Antonio Banderas, y es el español el único en toda la película que parece haber entendido de qué iba la cosa. Si bien su actuación parece mañosa y exagerada, con un inglés que vuelve a estar mal pronunciado, sin embargo aquí esa falla de origen es aprovechada inconscientemente por Annaud como la única posibilidad de que nos creamos algo de lo que estamos viendo. Su pomposidad física, su arrastre de las palabras, su movimiento dentro del plano se emparenta mucho más con esa clase B involuntaria que termina siendo El príncipe del desierto. Su Nesib es un villano de pacotilla, alguien adicto al poder que seduce a los integrantes de otros clanes regalándoles relojes de oro hechos en un lugar llamado “Switzer… ¡land!”. Allí hay una clave, si el director fuera otro. Pero no, Annaud se toma demasiado en serio esas intrigas palaciegas imposibles, pone a sus personajes a decir cosas religiosas con intenciones de profundidad, y se toma más de una hora en entrar en el relato. Demasiado.
Para cuando la aventura estalla, en la segunda hora, el partido ya está perdido, sin decir que el director es bastante incapaz de darle movimiento a la aventura (salvo aquella escena en la que los hombres de a camello luchan contra unos tanques blindados en medio del desierto) y cree que acumular extras en un plano general ya es épico. Como si fuera poco, el final nos muestra al nuevo emir como alguien occidentalizado y en plan de hacer negocios con los petroleros. El problema es que Annaud, luego de haber bajado línea durante 120 minutos contra el petróleo y las invasiones extranjeras (en una obvia analogía con el presente), no nos deja una pista sobre qué opina de eso que está ocurriendo: ¿el final es cínico, conformista, concesivo o tibio? Así la película toma partido por uno de sus temas, el del petróleo, y se empantana para siempre en un mar de ordinariez y aburrimiento.