En una primera instancia, uno podría verse tentado de caracterizar a «El Príncipe» (ópera prima del chileno Sebastián Muñoz) como una obra antigénero, por su particular abordaje del drama romántico, aún enmarcándose dentro de la temática LGBT. Sin embargo, una mirada más de cerca permite ver que se trata de una historia con elementos tradicionales, aunque dentro de un contexto al que tal vez no estamos tan acostumbrados.
El film se basa en la única novela publicada por Mario Cruz, a principios de los años setenta, con un guión producido por Muñoz y el dramaturgo Luis Barrales.
En vísperas de las elecciones que llevaron a Salvador Allende al poder, el joven Jaime (Juan Carlos Maldonado) arriba a la prisión, condenado por asesinato. Es asignado a compartir celda con otros cuatro reclusos ya «instalados», dos parejas de amantes liderados por el Potro (Alfredo Castro), figura de autoridad dentro de la penitenciaría. El compañero del Potro es dejado de lado en favor del «nuevo», a quien llama el príncipe, en referencia a la atención que recibe. A partir de allí se entabla una conexión entre el preso veterano y el Príncipe, que evoluciona desde la simple cuestión de demostrar «quién manda» -por medio del abuso, lisa y llanamente- hasta alcanzar una condición de igualdad entre ambos. En el camino somos testigos mediante flashbacks, de la historia que llevó a Jaime a su reclusión, el conflicto con su sexualidad en aquel momento, así como del antagonismo entre el Potro y otra figura de influencia entre los presos, Che Pibe (Gastón Pauls). Los celos, los triángulos amorosos y el despecho serán hilos conductores de la trama.
Hacia el final del relato, el desarrollo de Jaime va a resignificar su apodo: ya no es una burla, sino que va a tomar el sentido más tradicional, aquel relacionado a la herencia del poder.
El guión de Muñoz y Barrales se destaca a través de la excelente interpretación tanto de Maldonado como de Castro, quienes transmiten la química entre sus personajes de manera más que verosímil. Por otro lado, el trabajo del novel director se complementa con el aporte de la fotografía a cargo de Enrique Stindt. Esto resalta en la recurrencia de las imágenes especulares del protagonista, reflejando (valga la redundancia) su conflicto interno, así como en la composición de las escenas dentro de los reducidos espacios de las celdas, que por momentos remiten a imágenes salidas del Barroco.
Todo esto le valió a la obra el Queer Lion, galardón del Festival Internacional de Venecia reservado a la mejor película de temática LGBT de las allí presentadas, en el marco de su estreno mundial, y suma un motivo más para no dejar de verla en las salas locales.