Sangre viscosa sale de una garganta cortada y se desplaza con lentitud hacia los zapatos del agresor. Mientras tanto suena una versión de Ansiedad, vals de José Enrique Sarabia sobre la imperiosa necesidad de recuperar al ser amado «sólo presente en el soñar».
Con esta potente asociación audiovisual comienza El Príncipe, adaptación de una novela que gira en torno a un veinteañero homosexual condenado a prisión por asesinato. Como el libro que Mario Cruz escribió en el Chile de los incipientes ’70, la película del también chileno Sebastián Muñoz lleva por título el apodo que Jaime recibe en prisión. Asimismo el film transcurre escasos años antes de que Salvador Allende asuma la Presidencia del país trasandino.
En diálogo con María Tobajas de ActúaAragón, Muñoz calificó de «muy crudo y directo» el relato original. Corresponde señalar entonces que el guion escrito con el dramaturgo Luis Barrales presenta ambas características.
Por otra parte, la dupla autoral maneja con destreza el recurso de flashback. En este caso se trata de contar (e intercalar) los sucesos que llevan al protagonista a la cárcel, y sus vivencias en el pabellón reservado «para maricones».
La sangre fuera de su cauce, la garganta abierta, la «melodía salvaje» y el «frenesí» entonados desde una rockola anuncian una historia atravesada por la violencia, el sexo, el deseo, el amor, el odio, el miedo. Los abusos de los guardiacárceles también están contemplados, aunque en un segundo plano.
Ante los desnudos y las escenas sexuales, algunos espectadores se rasgarán las vestiduras en nombre del decoro y/o protestarán contra la tendencia cinematográfica y televisiva a explotar el morbo que el ámbito penitenciario provoca entre quienes nunca lo frecuentamos. A esta porción de público le costará reconocer los dos ejes centrales de El Príncipe: la transformación que el encierro punitivo provoca en las personas; la necesidad humana de tejer una red de contención afectiva en circunstancias tan hostiles.
Desde esta perspectiva, Muñoz parece transitar por el mismo camino que Alan Parker con Expreso de medianoche, Héctor Babenco con El beso de la mujer araña y Jacques Audiard con El profeta. Los dos primeros directores también adaptaron libros homónimos: uno, de William Hayes; el otro, de Manuel Puig.
La crudeza del guion se plasma en los espacios, texturas y colores que reconstruyen el universo carcelario (se nota que Muñoz posee vasta experiencia como director de arte), en la fotografía de Enrique Stindt, en la ropa interior con apariencia andrajosa que eligió la vestuarista Carolina Espina. También resultan fundamentales las conmovedoras actuaciones del elenco encabezado por Juan Carlos Maldonado, a cargo del rol protagónico, por Alfredo Castro Gómez (algunos lo vimos en Los perros de Marcela Said, Neruda, No y Tony Manero de Pablo Larraín) y por el porteñísimo Gastón Pauls (acaso ésta sea uno de sus mejores trabajos cinematográficos).
La intervención (radial) de Allende y las alusiones al cantante argentino Sandro contribuyen a la caracterización de un época que por un momento pareció destinada a la liberación política, de género, sexual, cultural. A partir de esta marca temporal, El Príncipe invita a repasar cuánto sufrió la comunidad LGBT en Chile desde los años previos a aquél espejismo hasta un presente que sigue empecinado en disciplinar con ferocidad a los transgresores de la heteronorma.