Una novelita lumpen
Después de su debut en colaboración con el documental sobre el movimiento Hip Hop en la capital argentina, Buenos Aires Rap (2014), junto a Segundo Bercetche y Diane Ghogomu, el realizador chileno y director de arte cinematográfico Sebastián Muñoz emprendió con El Príncipe (2019) su primer largometraje de ficción para plasmar en la adaptación de la novela homónima del poco conocido escritor Mario Cruz -única obra escrita por éste y de poca circulación en su propio país, ya que nunca estuvo disponible en librerías- un crudo retrato sobre la homosexualidad en las cárceles chilenas a principios de 1970.
La historia adaptada por el propio Muñoz junto al guionista chileno Luis Barrales narra la relación entre Jaime (Juan Carlos Maldonado), un joven encarcelado por matar a su mejor amigo, Gitano (Cesare Serra), y Potro (Alfredo Castro), uno de los respetados líderes de los reos, en los meses previos al ascenso al gobierno del Frente Popular liderado por Salvador Allende en el país trasandino. Jaime, apodado en la cárcel como El Príncipe por su rival, es un joven en pleno despertar de su sexualidad en una época signada por los prejuicios y el conservadurismo, incluso dentro de la izquierda revolucionaria, pero también marcada por la emergencia de un profundo deseo de libertad que el Frente Popular supo canalizar en pos de la construcción de la unidad. En la cárcel Jaime es acogido por el líder de su celda, Potro, con quien comienza una relación homosexual, o “amor negro” en la jerga penitenciaria latinoamericana, que generará envidia y enconos en otros reclusos.
El Príncipe narra la historia de Jaime en la cárcel y también de su vida previa al encierro en la prisión de la comuna de San Bernardo a través de evocativos flashbacks entrecortados sobre su amistad con Gitano, su relación con una mujer mayor y su desarrollo sexual. Muñoz construye cada escena con gran detalle, desde los gestos de los actores hasta la vestimenta o los decorados de las celdas en una gran reconstrucción de época. El realizador se adentra en la vida del presidio para indagar en el amor, la sexualidad y el erotismo en la dinámica carcelaria, regida por la violencia constante por parte de los guardias y entre los propios reclusos.
Por debajo de la vehemencia que aflora, los personajes se relacionan en base a una necesidad de sentirse reconocidos por los otros, de encontrar su lugar y su identidad en la dialéctica carcelaria del adentro y del afuera. Cada personaje siente y vive la prisión como un lugar vivo y peligroso, lleno de trampas pero también de posibilidades para la libertad, el amor y la sexualidad.
La película de Muñoz es un buen retrato de la vida carcelaria, sus contradicciones y los grandes cambios de la época. Plena de texturas y espacios que se abren y se cierran al igual que la celda, el film relata la crueldad de la cárcel pero también las relaciones que se crean en la prisión y la necesidad de amor de los personajes. Las excelentes interpretaciones se potencian con una gran dirección y una extraordinaria adaptación de la novela homónima. La música de Ángela Acuña irrumpe en las escenas para deconstruirlas, creando leitmotivs para los distintos lugares. La edición de Danielle Fillios crea una sensación de rompecabezas mientras que la fotografía de Enrique Stindt se centra en los gestos y los detalles de cada espacio.
Igual que su compatriota Roberto Bolaño encontraba en los márgenes sus historias, Sebastián Muñoz encuentra en la novela de Mario Cruz una trama oculta y descarnada que oscila entre el relato de época y el drama LGBT alrededor de la vida y la muerte en la prisión, el amor como una búsqueda trágica en una época bisagra y la ferocidad como una constante para sobrevivir en un entorno hostil. El Príncipe cuenta además con un apoteósico final que da un cierre circular a un eterno retorno carcelario que se repite con el paso de los años, la reproducción de una lógica disciplinaria fallida que da cuenta del fracaso de las ideas de encierro y de la falta de nuevas nociones para superarlas.