Agua y fuego Como todos los años Pixar regresa con un film animado para toda la familia, sobre los valores filiales, la inmigración, las tradiciones, el amor y los sueños, que hoy recupera la estética de Soul (2020) e Intensa Mente (Inside Out, 2015) y el espíritu familiar de Los Increíbles (The Incredibles, 2004) a través de elementos antropomórficos que intentan encontrar su lugar en el mundo en una historia divertida y romántica inspirada en el encuentro de sociedades opuestas de Adivina Quién Viene a Cenar (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967), el revolucionario film de Stanley Kramer protagonizado por Sidney Poitier, Stencer Tracy, Katharine Hepburn y Katharine Houghton, y en menor medida en Amélie (2001), el film de Jean-Pierre Jeunet. Acongojados tras perder su hogar, Bernie (Ronnie del Carmen) y Cinder (Shila Ommi) emprenden un viaje para comenzar de nuevo en la Ciudad de los Elementos, una urbe ecológica habitada por seres compuestos de fuego, agua, aire y tierra, donde todos viven en armonía salvo los peligrosos seres de fuego, que causan pavor en el resto de los habitantes. Tras ser rechazados de todas las residencias en alquiler, los seres incandescentes encuentran una gran casa abandonada en un barrio periférico en el que fundan un almacén de productos para los seres ígneos. A medida que crece Ember (Leah Lewis), la hija de ambos, su padre la introduce cada día más en el negocio familiar, abrazando la idea de un día heredarle el emprendimiento a su retoño y retirarse, pero los caprichosos clientes exasperan el temperamento irascible de la chica, que explota de ira perdiendo el control a menudo cuando su padre la deja al cuidado del mostrador. Ya cansado y entrado en años, el padre analiza seriamente la posibilidad de retirarse y dejarle el negocio a Ember, que ha logrado aplacar su temperamento, aunque la explosión de una tubería en el sótano y la aparición de un inspector municipal, Wade (Mamoudou Athie), que detecta numerosas infracciones en el local, ponen en peligro todo el sueño familiar. Intentando detener al torpe y pusilánime inspector en eso de cumplir su trabajo, Ember lo persigue hasta la municipalidad. Así comienza la relación imposible entre ambos elementos y una serie de enredos. Ember intenta negar sus sentimientos a la vez que busca ocultarle a su padre la relación con el joven líquido, mientras la madre descubre todo e intenta que su hija entre en razón para ahorrarle un disgusto al progenitor. A todo esto, Ember intenta convencer a la jefa de Wade, Gale (Wendi McLendon-Covey), de que anule las multas, pero todo depende de que puedan encontrar la razón del aumento de presión de las cañerías en el barrio ígneo y lo solucionen. El principal foco del film, dirigido por Peter Sohn y escrito por John Hoberg, Kat Likkel y Brenda Hsueh, es la comedia romántica, con una historia en apariencia simple, la de contraponer dos elementos distintos, agua y fuego, que representan dos temperamentos opuestos, el apocado Wade y la impetuosa e impulsiva Ember, uno falto de talento, la otra llena de capacidades artísticas, el primero un niño mimado de clase alta que vive en el centro de la ciudad y la segunda una emprendedora de una familia periférica que lo perdió todo menos sus tradiciones. En este sentido, la película propone como eje cómo los elementos distintos pueden unirse y potenciarse a través del amor. La comedia romántica funciona con gags acertados, dos personajes con química, personajes secundarios interesantes y una historia de matices que oscila entre la simplicidad y la complejidad sin perder nunca el norte, apelando al disfrute del público infantil y alguna que otra complicidad con los adultos e incluso amagando con homenajear a Barrio Chino (Chnatown, 1974), el opus de Roman Polanski, para luego ir hacia otro lado completamente distinto, como si la insinuación de una película seria de contenido social y político fuera una afrenta a toda la industria de la que hay que retrotraerse antes de que los burócratas del marketing se den cuenta de la herejía y cancelen todo. Como film de inmigración Elementos también funciona muy bien, trazando un buen recorrido de las penurias y del afán de superación de los inmigrantes europeos que poblaron América desde el norte hasta el sur del continente, ofreciendo lo mejor de sí, sus tradiciones y sus conocimientos para crear una cultura plural y heterogénea. A nivel visual el departamento artístico logra un excelente resultado, con una ciudad de una gran belleza, personajes vistosos y de rasgos marcados y personalidades bien resueltas, mientras que la música de Thomas Newman no logra hacer pie en la propuesta para darle el toque final y el tono que encienda la llama del film para elevarlo hacia otro nivel, lo que contrasta con la mayoría de las películas de Pixar, que en general tienen una música que siempre llama mucho la atención y conmueve, y hasta incluso a veces marca una época. En comparación con otras propuestas de Pixar, Elementos no queda entre las más agraciadas aunque algunas cuestiones, como la falta de atractivo de Wade, le pueden traer una buena chance de conectar con un público cansado de personajes demasiado perfectos. Ember, por otra parte, y en general los seres de fuego, tienen personalidades más interesantes. Muchas situaciones son resueltas muy rápido, no dejando que la tensión llegue al organismo del espectador, pero tampoco existe ese apresuramiento típico del cine actual que comienza narrando una historia con un ritmo y termina acelerándose descontroladamente en el final para no extenderse. Elementos es una obra aceptable que no logra desplegar todo su potencial en los ejes que trabaja, léase comedia romántica, tradiciones, inmigración y aventura, pero que sí construye una atmosfera fantástica que se conecta con las historias de superación y un espíritu de tolerancia en boga en los sectores progresistas, que se apoya muy bien en el pasado para mirar el presente y ofrecer un futuro mejor, aunque le faltan ajustar muchas tuercas para crear una obra que quede en el imaginario colectivo como Toy Story (1995), Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003) o WALL-E (2008). Curiosamente, Elementos se exhibe junto al corto Carl’s Date (2023), dirigido por Bob Peterson y perteneciente a la serie Dug Days creada por Peterson y Pete Docter, responsables de algunos de los éxitos más resonantes de Pixar como Up (2009), de la que retoman precisamente a los personajes principales, Carl (Edward Asner) y Dug (Bob Peterson), para una historia pequeña y conmovedora con todo el carisma de Asner y la simpatía del perrito que habla a través de su dispositivo de traducción canino, una verdadera joya para no perderse como muchos de los cortos animados de Pixar que suelen pasar desapercibidos.
Odiar es humano Casi diez años después del éxito de Relatos Salvajes (2014), el realizador argentino Damián Szifron regresa al cine con Misántropo (To Catch a Killer, 2023), un thriller filmado en Estados Unidos, coescrito junto a Jonathan Wakeham y protagonizado por Shailene Woodley y Ben Mendelsohn acerca de la investigación de unos asesinatos cometidos por un francotirador en Baltimore, una de las ciudades más importantes del Estado de Maryland, en la Costa Oeste norteamericana. Un psicópata comienza a disparar aleatoriamente sin ningún patrón preestablecido desde un piso alto de un edificio del centro de Baltimore en la previa de Año Nuevo. Con el caos desatado, la oficial de policía Eleanor Falco (Shailene Woodley), una de las primeras agentes que acude al lugar de los hechos, es reclutada por Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), un experimentado agente del FBI asignado como cabeza de la operación para detener al responsable del ataque, con el objetivo de ayudar en la cacería del asesino. A partir de un par de conversaciones y de situaciones Lammark intuye el potencial de Falco para ayudar en el trabajo que tiene entre manos y descubre que la agente fue descartada en el ingreso al FBI por su personalidad conflictiva y su tendencia al suicidio. A pesar de sus antecedentes, Lammark mantiene a Falco y juntos trabajan a contrarreloj para impedir que el asesino desate su ira sobre la ciudad nuevamente, lo que por supuesto ocurre en el lugar más representativo de los “no lugares” de la cultura de consumo contemporánea, un shopping mall. Al igual que en sus películas dirigidas en Argentina y las series que lo hicieron famoso en la televisión vernácula, Szifron maneja magistralmente la acción para construir un opus que soporta muy bien las dos horas de duración, aunque el final sea un poco decepcionante en su desenlace filosófico y sociológico, sin aportar nada nuevo ni revelador a la cuestión que aborda. Debido a este remate, el análisis del comportamiento de un asesino y el de sus perseguidores no logra cuajar del todo, dejando a los personajes demasiado expuestos a las falencias de la trama. Uno de los principales problemas es que la premisa del asesino solitario que odia a la sociedad del espectáculo actual, consumista, estereotipada, falsa, mediocre y aburrida, opuesta a una sociedad de productores de obras auténticas que ejerciten el intelecto, ya tiene demasiados exponentes, al igual que la del policía de patrullaje con potencial de detective saboteado por su comportamiento y la del detective que ve el potencial en el renegado y lo suma a su equipo a pesar de que sabe que su decisión será utilizada por sus enemigos para desacreditarlo en un futuro cercano, todo en un contexto en el que el progresismo norteamericano se encuentra en un momento muy sensible, en una batalla cultural y política en la que dementes disfrazados asaltan el Congreso, atropellan gente, se prohíben libros clásicos y editoriales prestigiosas censuran libros para evitar que ciertos públicos se sientan ofendidos, por citar algunos de los desaguisados que se discuten en Estados Unidos y el Reino Unido. En este sentido, Misántropo se parece demasiado a los thrillers de asesinos perturbados de los años noventa, films como Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher, o El Silencio de los Inocentes (Silent of the Lambs, 1992), de Jonathan Demme, a los que incluso Szifron les hace guiños en algunas escenas, obras de psicópatas inteligentes pero perturbados que por alguna razón o cúmulo de razones han llegado a odiar a la sociedad en su conjunto, a una comunidad que los discrimina, los disminuye e incluso hasta los humilla. Así como en Misántropo el discurrir de la acción se destaca como uno de los pilares de la propuesta, los problemas de la película son varios, desde una trama derivativa que se pierde en las disquisiciones de los personajes y nunca termina de profundizarlos, hasta el final malogrado. Aunque trillados, los diálogos entre el sabelotodo veterano Lammark y la novata e impulsiva Falco funcionan como un contrapunto de la búsqueda del asesino. Si Lammark no necesita más presentación y no hay demasiada profundidad en la personalidad de Falco, por el otro lado estamos ante una carencia de cualquier motivación mínimamente creíble para el villano, interpretado por Ralph Ineson, ese que defrauda mucho en la conclusión. Más allá de lo trillado de la propuesta de que una persona con problemas persiga a otra con más problemas que ha cruzado un límite, hay diálogos interesantes como el monólogo de Lammark en la estación de policía explicando por qué el asesino que persiguen tiene un perfil bastante parecido al de cualquier policía de la seccional, o las idas y vueltas entre Lammark y Falco sobre el caso o la situación que las malas ideas de los colegas de Lammark desatan con un grupo de supremacistas blancos seguramente fanáticos de Donald Trump. Los diálogos del final son claramente los peores porque no explican cómo el personaje se ha convertido en un asesino. Una cuestión muy bien trabajada es la misantropía de los energúmenos que gobiernan, que solo piensan en sí mismos y en mantenerse en el poder, algo que siempre genera simpatía en un espectador que en general es víctima de la impericia, la sociopatía y la corrupción de los que detentan el poder. La premisa por supuesto funciona. Un hombre con gran potencial es humillado constantemente en trabajos denigrantes, obligado a rebajarse y descubrir la crueldad y la brutalidad que subyace en el mundo de la producción industrial de la carne y en la remodelación de departamentos de lujo, dos ejemplos de cómo el capitalismo necesita de la explotación y la genuflexión para funcionar dinámicamente. A nivel de la trama el problema es la falta de decisión de ir con el esquema hasta sus últimas consecuencias, lo que sí hacían las películas mencionadas anteriormente, Pecados Capitales y El Silencio de los Inocentes, incluso hasta Cabo de Miedo (Cabe of Fear, 1991), de Martin Scorsese. Seguramente la pandemia, los recortes presupuestarios y el temor a que la sociedad norteamericana le dé la espalda a la película o la condene por ofrecer un retrato de una cuestión muy urticante en este preciso momento como el control de armas, que divide tajantemente a gran parte de la población, son algunos de los factores que desvivieron a Szifron durante la filmación y la creación de la película, la cual se gestó a partir de una idea que ya tiene más de diez años y germinó tiempo antes de la pandemia. Ben Mendelsohn realiza una gran labor mientras que Shailene Woodley sale airosa de un personaje con el que nunca logra encontrarse completamente. Ralph Ineson no consigue convertirse en un villano memorable y además no se termina de entender cuál es el rol en la trama de Jovan Adepo en el personaje de Mackenzie, uno de los asistentes de Lammark. Javier Juliá, el director de fotografía argentino conocido por trabajar con Szifron en Relatos Salvajes y por realizar la fotografía de Argentina 1985 (2022) y La Cordillera (2017), ambas de Santiago Mitre, y El Último Elvis (2012) y Animal (2018), de Armando Bo, sí se destaca en una labor difícil, con tomas precisas, muchas de ellas cenitales o con una perspectiva inusual que enaltece la propuesta de Szifron. La música de Carter Burwell, un extraordinario profesional responsable de composiciones para films como Fargo (1996), Sin Lugar para los Débiles (No Country for Old Men, 2007) y Temple de Acero (True Grit, 2010), de los hermanos Joel y Ethan Coen, tampoco logra encontrar el tono de un film que falla en la trama y en la creación de los personajes. Seguramente la mayoría o todos los problemas de la película están relacionados con el desconocimiento de Szifron de las argucias de la industria cinematográfica norteamericana para engullir a los artistas y convertirlos en partes de una maquinaria que muestra lo que las corporaciones quieren que muestren, situaciones en las que el director se encontró a sí mismo más del lado de Falco que de Lammark. Seguramente si Szifron hubiera tenido más poder de decisión en el resultado final, Misántropo sería otra película, mucho mejor, con un toque de autor más genuino y visceral, no tan edulcorado por la mirada mainstream estadounidense del mundo.
Portales hacia el más allá El reconocido realizador japonés Makoto Shinkai regresa en Suzume (Suzume no Tojimari, 2022) con un nuevo film de animación que conjuga su interés por visibilizar los resultados de los desastres ambientales con el abandono de las ciudades y la memoria de las catástrofes en una road movie que recorre lugares olvidados de Japón con el eje puesto en el recuerdo del terremoto y tsunami que sacudió la región de Tôhoku, al este del país, el 11 de marzo del año 2011. Argumental y estéticamente Suzume repite la estructura, los personajes, el estilo de animación y la musicalización de Tu Nombre (Kimi no na wa, 2016) y El Tiempo Contigo (Tenki no ko, 2019), sus dos últimos y aclamados trabajos que le valieron el mote de “heredero de Hayao Miyazaki”, referencia sin sustento dado que ambos cineastas parten de dos modelos del anime completamente diferentes, con una construcción narrativa diametralmente opuesta e ideas estéticas y musicales disímiles sin conexión alguna, aunque sí comparten el éxito comercial dentro y fuera del Japón. En Suzume una impetuosa adolescente con la voz de Nanoka Hara que vive con su tía, tras la muerte de su madre hace más de diez años debido a una catástrofe que destruyó su ciudad natal, queda completamente embelesada por Souta (Hokuto Matsumura), un apuesto joven de pelo largo que le pregunta por la dirección de unas ruinas en la centenaria ciudad de Miyazaki, capital de la prefectura homónima en la Isla de Kyushu, mientras la chica pedaleaba por la ruta de camino al colegio. El misterioso joven resulta ser el heredero de un linaje de guardianes de los portales a otro mundo que se dedican a viajar por Japón protegiendo las entradas que conducen a estas peligrosas dimensiones, abiertas por la pena y la amargura causadas por las catástrofes naturales, el abandono de las metrópolis y el olvido de las mismas y de las personas y vivencias que acaecieron en esos lugares ahora deshabitados. Sin darse cuenta y buscando a Souta, la inocente Suzume libera a un Dios que custodia la puerta al otro mundo en unas ruinas abandonadas en las montañas, por lo que tras descubrir el desastre que se avecina decide ayudar al joven a cerrar la puerta para impedir la debacle, esa que todos creerían que es un terremoto por causas naturales pero que en realidad tiene su origen en estos acontecimientos sobrenaturales. De la puerta que Suzume abre emerge un gusano gigante que se cierne sobre la ciudad, que nadie salvo ella y Souta pueden ver, un antiguo Dios de la destrucción que amenaza con causar un gran terremoto devastador si la puerta no es cerrada a tiempo y el puntal totémico no es colocado nuevamente en su sitio, protegiendo este mundo de la intromisión del plano de los muertos. El Dios liberado del resguardo de la puerta, Daijin, un simpático gatito aniñado que habla, hechiza a Souta y lo convierte en una pequeña silla infantil en la que el joven guardián de las puertas estaba sentado mientras la chica lo vendaba, por lo que los jóvenes emprenden un viaje por todo Japón para encontrar a Daijin, cuyo rastro aparece todo el tiempo en las redes sociales. En el periplo de la pareja persiguiendo al gatito encontrarán diferentes lugares abandonados, la preocupada tía de Suzume se sumará al viaje, al igual que un amigo de Souta, y Suzume hará nuevas amistadas en su camino a Kobe con la divertida pequeña silla que habla y camina, a la que le falta una pata. En el final del camino, Suzume descubrirá que Daijin la estaba guiando hacia su propio pasado, hacia el lugar en el que vivió con su madre, reviviendo recuerdos que combinan el pasado con el presente, la niña que fue con la joven en la que se convirtió, en una parábola sobre la memoria de uno mismo y los pequeños objetos que nos recuerdan quienes fuimos, nuestros sueños y los traumas que nos marcaron. Todos los elementos de las obras anteriores del director japonés se pueden encontrar en esta nueva entrega, ya sea el viaje de la joven heroína para descubrir su carácter y forjar su propia historia o la conexión de lo fantástico que trastoca su vida con un evento de su pasado que, aunque puja por emerger y ser recordado, yace difuso en la memoria de la adolescente. Aquí también hay una conexión muy fuerte entre lo real y lo fantástico, las creencias animistas del sintoísmo, la religión más antigua del Japón, una animación admirable y muy lograda, una excelente banda sonora y una buena amalgama de viaje de iniciación, autodescubrimiento y aprendizaje con la tradición fantástica y los elementos tecnológicos del presente. Suzume es un típico producto de la factoría del anime japonés más estandarizado dirigido a un público juvenil, principalmente adolescente, con una estética realista que adhiere elementos de distintas fuentes fantásticas de otros géneros de la animación japonesa. Si el gatito Daijin viene del anime más infantil, la silla puede ser ubicada dentro de la tradición prosopopéyica y animista del sintoísmo, mientras que el gusano remite ligeramente a muchos de los demonios que recorren la filmografía de Hayao Miyazaki, particularmente el de La Princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), una de las fabulas más bellas del director de El Viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001). La música de la película, compuesta por la misma banda de los dos trabajos anteriores de Shinkai, Radwimps, junto al compositor de films animados y videojuegos Kazuma Jinnouch, combina distintos géneros musicales mediante una mezcla de canciones melancólicas, otras alegres y piezas más recargadas para las espectaculares escenas fantásticas de acción en las que los jóvenes luchan contra las fuerzas del mundo por escapar y sacudir los cimientos conocidos. Al igual que sus trabajos anteriores, el opus de Makoto Shinkai es un buen exponente de lo mejor del anime más uniforme de la actualidad que, desprovisto de un enfoque de autor como el que directores como el propio Miyazaki o los geniales Katsuhiro Ôtomo, Mamoru Oshii y Leiji Matsumoto le imprimieron a la animación japonesa, confirma que una estética predominante de tinte realista que agrega elementos de otros géneros con un foco puesto en la atracción del público juvenil y adolescente es el estilo hegemónico de un anime que, lejos de la búsqueda de un acervo propio, apunta al perfeccionamiento de un lenguaje común que pueda combinar lo épico y lo fantástico con el realismo, las tradiciones antiguas y la tecnología, en una síntesis de la particular mirada japonesa del mundo.
La trastienda de los negocios deportivos Tras varios años sin dirigir desde Vivir de Noche (Live by Night, 2016), Ben Affleck regresa con Air (2023) a la combinación de roles, aquí nuevamente como director, actor y productor sobre un guión de Alex Convery acerca de la historia de la creación de las zapatillas Air Jordan que catapultaron a la empresa norteamericana Nike a la cima mundial del rubro del calzado deportivo, aparentemente gracias a la pasión de uno de sus empleados de marketing deportivo. Con una lógica muy similar a la de Moneyball (2011), el film de Bennett Miller protagonizado por Brad Pitt, Affleck recrea aquí los pormenores de la firma del contrato de exclusividad entre la marca Nike y el basquetbolista estadounidense Michael Jordan (Damian Delano Young) a mitad de los años ochenta, algo que generaría un gran revuelo en el deporte por el monto, las condiciones de regalías por la venta de las zapatillas con la marca Jordan y el éxito del calzado del novato basquetbolista, quien se volvería una sensación unos pocos años más tarde tras ganar el campeonato en varias oportunidades. En este drama de marketing deportivo, el analista de talentos Sonny Vaccaro (Matt Damon) es un profesional apasionado al básquet cuya tarea es predecir qué jugadores novatos se convertirán en las futuras estrellas de la Asociación Nacional de Básquet de Estados Unidos, conocida por sus siglas NBA (National Basketball Aassociation). En 1984 Sonny asesora a Nike, que ocupa el tercer lugar en el mercado de zapatillas deportivas detrás de Converse y Adidas, esta última una corporación alemana sumida en las peleas internas entre los herederos de la empresa fundada por Adolf Dassler. Mientras que todo el resto de la batería de asesores contratados por el departamento de marketing de Nike proponen nombres de jugadores novatos en los que podrían invertir los 250 mil dólares que la empresa destina a promocionar jugadores, Sonny propone otorgarle todo el dinero a un solo jugador, dada la imposibilidad de conseguir más financiación para promocionar tres jugadores. Vaccaro esta convencido de que Nike debe invertir todo en el novato Michael Jordan de los Chicago Bulls, que a la postre se convertirá en uno de los mejores jugadores de básquet de la historia durante la década del noventa y en una celebridad transformada en marca global. Ante la negativa del agente de Jordan, David Falk (Chris Messina), de organizar una reunión sin una oferta formal, y de las dudas del presidente y fundador de Nike, Phil Knight (Affleck), y del director de departamento de marketing, Rob Strasser (Jason Bateman), Vaccaro viaja para visitar a la familia Jordan y se reúne con la madre, Deloris (Viola Davis), que decide privilegiar a Nike a pesar de la preferencia de Jordan por Adidas. Al igual que Moneyball, Air hace hincapié en la trama de marketing y estrategias detrás de los negocios corporativos, en este caso la consolidación de la marca Nike y la creación de la zapatilla Air Jordan, concebida por Peter Moore al igual que el característico logo de Jordan saltando con el balón, personaje aquí interpretado muy bien por Matthew Maher. En lugar de utilizar a la nostalgia como apelación emotiva, Affleck la incluye en la trama como un recurso más, táctica que no reniega de la melancolía para atrapar al espectador pero tampoco abusa del dispositivo nostálgico para hipnotizarlo con el fetiche retromaniático transformado en un regreso al pasado sin sentido. Esta decisión diferencia a Air de muchas películas de época actuales que con o sin intensión se sumen en la ridícula celebración de la melancolía reaccionaria adulta de un tiempo pasado donde todo era más simple, sensación producto de la derrota de los proyectos de transformación social y del disciplinamiento capitalista de los trabajadores desde la década del setenta. Lo mejor de la película son claramente la actuación de Viola Davis como la madre de Michael Jordan, Deloris, y la elección musical de Andrea von Foester de una compilación de temas de los ochenta muy efectiva que crea un clima de época con bandas y solistas consagrados y recordados, como Dire Straits, Alan Parsons Project, Big Country y Bruce Springsteen, a los que se suman artistas con éxitos menos resonantes como Squeeze y Dan Hartman. También se pueden escuchar fragmentos de grandes clásicos del período como All I Need is a Miracle, de Mike & the Mechanics, Can’t Fight this Feeling Anymore, de REO Speedwagon, y Computer Love, de Zapp & Roger, entre algunos de los temas más conocidos de esta catarata de recuerdos que Affleck maneja con la inteligencia que caracteriza a su cine desde su gran debut con Desapareció una Noche (Gone Baby Gone, 2007), seguida después por las también estupendas Atracción Peligrosa (The Town, 2010) y Argo (2012). Air logra narrar con una gran eficacia la historia de las Air Jordan gracias a una combinación de buena contextualización de todos los actores y los negocios en juego, una gran banda sonora de los ochenta para mover el esqueleto y excelentes actuaciones de una Viola Davis descomunal y un gran elenco encabezado por Matt Damon, Jason Bateman y el propio Affleck caracterizando al excéntrico presidente de Nike, secundados por David Falk, Chris Tucker y Matthew Maher, quienes recrean esta simpática historia de éxito capitalista de parte de un deportista talentoso, algo que siempre genera empatía y algarabía en los fanáticos de los deportes de alta competición.
El cuarto largometraje de la realizadora alemana Maggie Peren, El Falsificador (Der Passfälscher, 2022), su mejor trabajo hasta la fecha, reconstruye los años más difíciles de la vida de un artista gráfico alemán radicado en Suiza desde 1943, Cioma Schönhaus, un falsificador de documentos de identidad que ayudó a uno de los movimientos protestantes que se oponían a las ideas de unificación del protestantismo, lo que a la postre salvó a cientos de ciudadanos judíos del genocidio nazi. Basado en las memorias del propio Schönhaus publicadas en 2004 en Alemania, el film narra con lujo de detalles la vida de los judíos en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial antes de la implementación total de la Solución Final en la Conferencia de Wannsee. Cioma (Louis Hofmann), un estudiante de artes judío que es obligado a trabajar en una fábrica de municiones para estar exento de ser deportado a los campos de concentración en 1942, se ve envuelto en una trama de falsificaciones mientras lucha por sobrevivir en Berlín. Con veintiún años, un poco de ingenuidad y otro tanto de valentía ante un futuro incierto que vaticina no muy brillante bajo el régimen nazi, Cioma comienza a falsificar documentos de identidad y pasaportes para Franz Kaufmann (Marc Limpach) y su grupo confesional protestante, ayudando a cientos de personas a escapar de Berlín y mejorando sus falsificaciones a medida que practica en un taller clandestino provisto por Kaufmann. Viviendo con su mejor amigo, Det (Jonathan Berlín), otro joven judío que lucha por conseguir cartillas de racionamiento, el protagonista busca vender los artículos de su familia -deportada a los campos de concentración- que fueron confiscados por el Tercer Reich. Haciéndose pasar por un oficial nazi conoce a una joven judía, Gerda (Luna Wedler), con la que mantiene una relación mientras intenta lidiar con la portera de su edificio, la señora Peters (Nina Gummich), esposa de un soldado enviado al frente, que teme quedar envuelta en algún problema por las acciones temerarias de su inquilino. El film de Maggie Peren es una obra costumbrista donde la tensión es suplantada por la emotividad de los actores, los detalles sobre la vida en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial y una aproximación al período de la Alemania nazi completamente diferente a la de prácticamente todas las películas que abordan esa época. A pesar de que la vida de Cioma pende de un hilo muy fino, el joven se pasea disfrazado de oficial nazi sin que nadie note nada por su apariencia aria, viaja en transporte público con una identificación bastante gastada y deambula por las calles de la ciudad después de ser despedido de la fábrica por llegar tarde repetidamente, hasta que logra falsificar un documento que le permite cruzar hasta Suiza, trayecto que realiza finalmente en bicicleta según sus memorias. La intención del film es romper con los clichés sobre el nazismo y la guerra a partir de los recuerdos de una persona que vivió esa época y decidió presentar su visión de los acontecimientos a principios del Siglo XXI a avanzada edad. Peren busca alejarse de los lugares comunes haciendo hincapié en las consecuencias cotidianas del racismo en una obra que tiene escenas extraordinarias pero que no logra mantener el ritmo de los mismas y se apaga constantemente. Peren cuida mucho de no juzgar, de buscar la voz del personaje y dejar a Louis Hofmann encarnar al personaje. Hofmann, actor conocido por protagonizar la exitosa serie alemana Dark (2017-2020), realiza una gran labor en la construcción de un personaje sobre el que trabajó durante todo el primer año de la pandemia de coronavirus, ofreciendo a la postre una actuación emotiva sobre un muchacho que busca encontrar su camino, que comienza a dibujar y a expresarse a través del diseño y que descubre en la falsificación de documentos una forma de ayudar al prójimo y salvar su propia vida. El Falsificador revela cómo la vida en Berlín se movía alrededor de algo tan mundano como las cartillas de racionamiento y que la burocracia tenía efectos materiales palpables en la vida cotidiana que se sentían más que los delirios raciales nazis. De hecho, en la película prácticamente no hay oficiales nazis persiguiendo judíos, al igual que en las memorias de Cioma, una cuestión que llama poderosamente la atención del espectador acostumbrado a ver oficiales de la Gestapo, las SS y las fuerzas armadas por todas partes en los films sobre la Segunda Guerra Mundial, salvo contadas excepciones como El Barco (Das Boot, 1981), de Wolfang Petersen. Simplemente nos topamos con burócratas que cumplen con su deber, que tratan de vivir su vida cumpliendo las reglas y de ganarse sus preciadas cartillas u obtenerlas de cualquier manera. El Falsificador es una historia sobre un mundo que se desmorona, y sobre lo que ocurre cuando perdemos todo y a partir de ello hay que encontrar una nueva existencia. En este caso, el protagonista pierde a su familia, a sus amigos, a su amor, su casa, su nacionalidad, absolutamente todo, para tener que escapar de la locura de un movimiento político extremista que transforma su vida y la de millones en un infierno. En el comienzo, el film da una pista sobre ese nuevo camino que Cioma emprende a partir del arte, desde el dibujo, una forma de expresar aquello que no se puede decir con palabras con una serie de bosquejos tan bellos como perturbadores sobre el horror de vivir bajo el nazismo. Peren logra indagar en los pormenores de la vida bajo el nazismo y la guerra para construir un relato sobrio, con actuaciones excelentes, pero demasiado plano en su desarrollo narrativo, con emociones contradictorias y sutiles que ayudan a comprender mejor cómo es la existencia bajo una dictadura y cómo las personas muchas veces se juegan la vida sin darse cuenta, a veces por valentía, tal vez por un plato de comida, otras como una especie de juego para no caer en la locura o en la desesperanza, todas vías posibles para enfrentar el horror que se vuelve habitual.
Los hilos de la orquesta El realizador estadounidense Todd Field regresa con Tár (2022), un drama psicológico sobre los entramados del poder que discurre sobre las miserias que anidan en los exclusivos círculos de la música clásica, subsidiados por donantes millonarios que buscan encerrar a la cultura en una jaula de cristal. Lydia Tár (Cate Blanchett) es una talentosa y exitosa compositora y directora de orquesta de la prestigiosa Filarmónica de Berlín, de origen norteamericano, y madre de una pequeña niña, Petra (Mila Bogojevic), adoptada junto a su pareja, Sharon (Nina Hoss). Lydia está presta a editar un libro sobre su vida y a conducir la emotiva Quinta Sinfonía del compositor austríaco nacido en Bohemia, Gustav Mahler. Afianzada en su posición al frente de la Filarmónica de Berlín, Tár emprende una serie de cambios que serán su ruina mientras un reciente amorío la complica legalmente. Tras sobrevivir a su salida del clóset, confirmar su relación con la primera violinista de la orquesta y adoptar junto a ella a una niña, la aclamada compositora enfrenta una situación que la descoloca por primera vez: el suicidio de una joven aspirante a la orquesta revela un affaire clandestino en el que Tár utiliza su posición para seducir a jóvenes promesas. A esto se suma la traición de su asistente, Francesca (Noémie Merlant), quien se enfurece con su idolatrada jefa cuando ésta le comunica que la posición de conductor asistente, vacante tras el despido del experimentado titular, Sebastian (Allan Corduner), le será otorgada a otra persona, optando por ventilar correos electrónicos comprometedores entre Tár y la joven fallecida, Krista Taylor (Sylvia Flote). La obsesión de Tár con una nueva y bella chelista invitada a la orquesta, Olga (Sophie Kauer), la lleva a elegir el Concierto para Violonchelo del compositor inglés Edward Elgar, obra en la que Olga se destaca, y a abrir una competición entre los chelistas, en la que incluso permite participar a la joven rusa en lugar de seguir la tradición y otorgarle el rol al primer violonchelo de la filarmónica. Los numerosos frentes de batalla abiertos por Lydia serán su perdición y los aduladores estarán listos para ocupar su lugar cuando el escándalo estalle tras la presentación de su libro en Nueva York. Con una estética despojada y severa, el director de En el Dormitorio (In the Bedroom, 2001) y Secretos Íntimos (Little Children, 2006) construye un drama descarnado sobre la caída de una persona en el pináculo de su carrera en una alegoría sobre la fragilidad del éxito en el ámbito cultural, entorno en el cual la fama puede ser el prólogo de un derrumbe sin fin. En el comienzo del film una serie de largas escenas construidas brillantemente presentan a la artista en la cima, rodeada de laureles, pero la imagen pública, su carrera, abre paso a la vida privada, la relación con Sharon y su hija, Petra, la frialdad para con su dedicada y diligente asistente, y ante todo la vertiginosidad de su vida, existencia que no puede detenerse ni un minuto, cuyas interacciones se basan en un aspecto transaccional cual estructura de la que ella parece ser el centro, el eje que hace que el mundo se mueva. La película hace todo el tiempo una doble alusión dialéctica a la tensión entre el abuso por parte de los individuos en alguna situación de poder y los jóvenes aspirantes a las posiciones que se abren en los herméticos círculos culturales, que a su vez suelen aceptar estas reglas para conseguir una prebenda y luego denunciar la situación cuando los términos del contubernio tácito no son respetados por la parte que tiene la sartén por el mango. Ambas formas de relacionarse a cada lado de la red de poder conforman una razón instrumental, utilitarista, que considera cada relación como un arreglo entre partes, una forma de usar al otro para el beneficio propio. Una de las cuestiones que Tár trabaja en varias escenas es la aspiración sublime de las grandilocuentes y emotivas composiciones sinfónicas/ clásicas que se contrapone a la imposibilidad del mundo actual de substraerse del ruido que rompe con toda concentración, con el encanto y hasta con la posibilidad de descanso. Junto al ruido, la paranoia es otra sensación que se impone ante la falta de tranquilidad, el estrés, los problemas del presente y los fantasmas del pasado que se apilan para agitar e inquietar a la famosa conductora. Lydia intenta substraerse de este ruido, de todos los ruidos de la vida, los escándalos, las relaciones, la maternidad, todo lo que la distrae de su pasión, la música, componer, escuchar, disfrutar, lo que realmente quiere hacer, lo que el mundo y su posición social le impiden y a la vez le demandan, que sea capaz de lograr esta abstracción y ser la mejor, siempre perfeccionando y sorprendiendo con su trabajo. Field pone en juego escenas en las que la protagonista confronta con alumnos en proceso de aprendizaje, a los que cuestiona en sus motivaciones y sus decisiones, pero cuando ella misma es confrontada su reacción es aún más visceral y condenable, una exposición sobre las distintas instancias en las que la vida pone al ser humano, la inconsecuencia y la doble vara que siempre rigen para juzgar a los demás pero nunca para analizar el comportamiento de uno mismo. Con estas contraposiciones, el realizador logra mirar a la humanidad a través de un lente diáfano, ofreciendo un retrato miserable del ser humano, roído por sus ambiciones, dentro de la picadora de carne del sistema de becas y puestos que rigen las filarmónicas y los enrevesados ambientes de la música culta. En una de las escenas más controversiales, la película también complejiza y pone en jaque la identidad de género y cualquier tipo de definición identitaria como forma de abordaje de las diferentes variables que la vida ofrece, corriendo la cortina sobre la negación que una construcción identitaria hace prevalecer sobre las contradicciones de la vida de cualquier persona. Field también analiza aquí la falsa ideología meritocrática, que funciona en realidad como un velo sobre el más nefasto nepotismo, en una película de escenas largas, construidas cuidadosamente para ofrecer una crítica feroz de la doble vara del mundo que habitamos. El desempeño de Cate Blanchett es estupendo como tiene acostumbrado al público, hoy en un papel que implica una actuación compleja en tensión entre la posición dominante de la protagonista y su costado vulnerable, ese que a lo largo del film desplaza al personaje asertivo que teme perder el control a medida que la situación de la protagonista se complica. Olga es interpretada por la joven y talentosa chelista de nacionalidad británica y alemana Sophie Kauer, parte de un elenco muy interesante que incluye a Nina Hoss, Mark Strong, Noémie Merlant, Allan Corduner y Julian Glover como actores secundarios de una obra que busca develar los abusos que anidan en las cúpulas de cristal de la cultura del poder. Tár es una película sobre el arte y la cultura que lo rodea, sobre la música clásica y el contexto en el que se interpreta, sobre perder el rumbo, sobre lo simbólico estético como una forma de canalizar los sentimientos en un ambiente donde la armonía es aplastada por el ruido, donde la música convive con el bullicio de una cotidianeidad que aplana el mundo quitándole sus colores, sobre el poder que todo lo corrompe, sobre el abuso, sobre la completa pérdida de la posibilidad de confrontación, sobre un ecosistema cada vez más gris que destruye todo lo bello, sobre una época sin demasiado brillo que ha sentenciado que no hay futuro.
El gran bromista nacional A pesar de contar con las técnicas para reconstruir tiempos remotos, a nuestra época le cuesta mucho representar su pasado, adentrarse en la idiosincrasia y los pareceres de generaciones previas, incluso retrocediendo tan solo unos pocos años, dado que los tiempos pretéritos deben ser tamizados por un presente demasiado vertiginoso para ser codificado por los habitantes del esquizofrénico futuro distópico ciberpunk que ya llegó. Dentro de este ámbito de explotación de la nostalgia, El Método Tangalanga (2022) es una rareza que retrocede a los años sesenta para intentar mirar al mundo con ojos más inocentes y entrañables. Durante muchos años, antes del advenimiento del teléfono celular y su transformación en computadora de mano y objeto de distracción e incomunicación, las pesadas bromas telefónicas del Doctor Tangalanga circulaban por todo el país, desencajando de risa a varias generaciones de argentinos, especialmente a los jóvenes, que veían en las bromas vernáculas de Julio Victorio di Rissio, un hijo de inmigrantes italianos y gerente de compras de una conocida marca de jabones, a una especie de pícaro vivaz que se burlaba de todo aquel que se cruzara en la línea con justeza e inteligencia, enredando a su interlocutor en un intercambio retórico delirante en el que los agravios opacaban algunas veces el virtuosismo verborrágico del héroe puteador. Desde hace ya muchos años, con di Rissio aún con vida, se barajaba la posibilidad de una película sobre Tangalanga que se centre en el personaje, no como en el film de Diego Recalde, Víctimas de Tangalanga (2016), quimera que parecía destinada al fracaso hasta que finalmente el realizador argentino Mateo Bendesky lograría concretar el sueño con El Método Tangalanga, una comedia dramática y romántica que combina algunos datos fácticos de los inicios del personaje bromista con una historia de ficción escrita por el propio Bendesky junto a Sergio Dubcovsky y Nicolás Schujman. En El Método Tangalanga, Jorge Rizzi (Martin Piroyansky) es un joven e hiper tímido gerente de producto de una marca de cosméticos nacionales, que compite con las grandes firmas internacionales gracias a la habilidad de un vendedor estrella, Sixto (Alan Sabbagh), que les encaja cualquier producto a sus clientes. Cuando Sixto se enferma gravemente y es internado, Jorge lo va a visitar a la clínica, donde trabaja como recepcionista Clara (Julieta Zylberberg), la amante del dueño, Franco Giordano (Rafael Ferro), una mujer que intenta estudiar locución y de la que Jorge se siente atraído, pero que, dada su timidez, no atina ni a la más básica de las interacciones. Tras considerarse estafado por el veterinario del perro de Sixto, cuando le hace un favor a su amigo internado, y después de perseguir al perro durante varias cuadras, Jorge acude desconcertado a la presentación de Taruffa (Silvio Soldán), un mentalista español que descubre el origen de la timidez de Jorge y deja salir al bromista recalcitrante que el tímido treintañero lleva adentro. Cuando Jorge escucha el hipnótico sonido de dos vidrios al chocar o el ruido del tono telefónico se transforma en otra persona, un héroe vindicador que alegra los días de Sixto, primero con una grabación de una broma telefónica al gravoso veterinario y más tarde a otros personajes ominosos de fauna argentina, en general pequeños comerciantes que se aprovechan de sus clientes. La película de Bendesky recupera los inicios de las bromas telefónicas de Tangalanga para crear una obra que se asienta en la década del sesenta del siglo pasado para narrar una historia sin prisas, defraudando a conciencia y alevosamente a todo aquel fanático de los insultos telefónicos del ilustre bromista nacional, pero brindando a la vez un buen relato romántico, nostálgico, que homenajea a la ternura de las bromas del personaje más que su costado escatológico. El Método Tangalanga cautiva con las buenas actuaciones de un elenco compuesto por Martín Piroyansky como Tangalanga, Julieta Zylberberg como la chica que anhela descubrir al héroe detrás del teléfono, Alan Sabbagh como el amigo que lo anima a hacer más bromas, mostrarse en público y vencer la timidez, Rafel Ferro como el empresario manipulador, Luis Machín como un jefe exigente, Luis Rubio como el enfermero compadre y el siempre exagerado Silvio Soldán en un papel a su medida, todos personajes que buscan generar tanto risas como pequeñas lágrimas de alegría en una película pensada para homenajear sin ofender y burlarse sin agredir, una forma de recordar a Tangalanga un tanto antojadiza pero válida al fin y al cabo, que funciona y cuadra con los inicios de las bromas de di Risso que circulaban entre amigos y círculos que apreciaban el atrevimiento de transformar un aparato de comunicación en un instrumento del humor.
La cena está servida El conocido director de series televisivas Mark Myrod ofrece en El Menú (The Menu, 2022) una ingeniosa película que discurre sobre los conflictos de clase actuales entre trabajadores y empresarios en Estados Unidos a partir de una premisa que sorprende al espectador por su ferocidad, pero que reviste un carácter conservador, incapaz de atisbar cualquier forma de transformación social. Un grupo de doce personas de gran pasar económico que pueden pagar el elevado cubierto del restaurante del aclamado chef Slowik (Ralph Fiennes) acuden a la Isla de Hawthorne para compartir una experiencia culinaria en el exclusivo y costoso establecimiento, pero la cena se convertirá en una pesadilla cuando el chef confronte con los prepotentes comensales en una performance gastronómica y social planificada con muchos meses de antelación por el reconocido cocinero y sus colegas. Como un homenaje al maravilloso film de Peter Greenaway, El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y su Amante (The Cook, the Thief, his Wife and her Lover, 1989), la película se divide en capítulos representados por los platos que ofrece la cocina de Slowik, un menú de pasos cuidadosamente creados a partir de la selección de productos que la isla ofrece, siempre buscando mantener un balance entre la naturaleza y sus habitantes e invitados. A la velada del caprichoso chef acuden un grupo de tres socios de un fondo de inversión poseedor de la isla y el restaurante, un acaudalado matrimonio de la tercera edad con más hastío y antipatía que amor, una ampulosa estrella de Hollywood venida a menos junto a su joven ayudante, una crítica culinaria y su adulador editor, un joven petulante con su nueva novia y la madre ebria del chef. El grupo construye un retrato caleidoscópico de las vanidades contemporáneas del ambiente gastronómico y cultural. Hasta la mitad del film Myrod desarrolla con éxito su proyecto, exponiendo las conductas y los diálogos de los fatuos comensales en contraposición a la pretenciosa organización castrense de la cocina de Slowik. Durante la segunda mitad, las intenciones de Slowik se revelan y comienza la confrontación entre el chef y la joven interpretado por Anya Taylor-Joy, que es la única invitada que no estaba en la lista. Myrod aprovecha el buen momento, la presencia y el talento de Anya Taylor-Joy, que se contrapone muy bien con respecto al lastimoso personaje compuesto por Nicholas Hoult y el exigente chef interpretado por Ralph Fiennes. Si Taylor-Joy y Fiennes logran cautivar con sus interpretaciones y soportan los primeros planos del director, el resto del elenco tiene altibajos en papeles demasiado esquemáticos y exagerados, sin matices, que no siempre acompañan del todo bien al relato, que busca escarnecer a los millonarios clientes. La película se destaca también por un gran elenco, que incluye a Hong Chau, John Leguizamo, Janet McTeer, Paul Adelstein, Reed Birney, Judith Light, Aimee Carrero, Peter Grosz, Christina Brucato, Rob Yang y Arturo Castro. Pero la trama es un poco más compleja y remite al desencanto del chef ante el descubrimiento de que sus comensales son un grupúsculo de esnobs deplorables a los que poco les interesan las experiencias culinarias que éste ofrece en su exclusivo establecimiento ya que no aprecian las temáticas ni el amor que los cocineros le ponen a las preparaciones, generando el descontento del chef y sus subordinados/ ayudantes, que de la decepción pasan a la antipatía y de allí a un odio irreconciliable con la vida. El Menú se adentra en una cuestión sociológica que atraviesa nuestra época, el creciente malestar en muchos casos devenido en encono hacia los que se benefician del sistema capitalista, emoción producto de la falta de propuestas e ideas de cambio social, el rechazo visceral a las opciones socialistas o el fracaso de las experiencias revolucionarias convertidas en totalitarias. Esta situación tiene como correlato la acumulación cada vez más inescrupulosa y obscena de riqueza que los trabajadores generan por parte de los especuladores financieros y la incapacidad o desinterés de los trabajadores y los empresarios que producen de realizar cambios significativos en el sistema capitalista, ante lo cual sentimientos pasivos de fatalismo y decepción se imponen como única forma de afrontar un escenario del que no se puede salir sin una gran fuerza de voluntad. Por otra parte, esta cuestión se relaciona en la película con la dependencia del artista para con el patrocinador o cliente, que no siempre aprecia la obra, lo cual alimenta la animadversión del artista hacia las reglas del mundo del arte o en este caso, del universo gastronómico y sus medidas canónicas. Aunque esta es una situación que se vive desde los inicios del surgimiento del concepto de obra de arte, el fracaso en la actualidad del sistema educativo basado en conocimientos generales y el consecuente analfabetismo cultural de los empresarios alrededor de todo lo que queda fuera de su rango de saberes específicos generan en los egocéntricos artistas sentimientos negativos hacia sus mecenas. Para los platos el film recurrió a varios cocineros pero se destaca una cocinera francesa radicada en Estados Unidos, Dominique Crenn, cuyas creaciones culinarias aparecen en distintos momentos en la película recreadas y filmadas con el estilo de la serie documental de David Gelb, Chef’s Table (2015-2022), quien tiene una labor aquí como director secundario. Myrod se mueve bien en la clave satírica del comienzo, pero se empantana un poco cuando tiene que virar al terror. Si lo mejor de El Menú es su trama y el juego que abre a partir de los distintos protagonistas cuidadosamente seleccionados para la velada, la previsibilidad de muchas escenas y la falta de carácter de algunos personajes secundarios no completamente resueltos ni desarrollados, especialmente a partir de la segunda mitad del film cuando se revelan las intenciones del chef y la actitud de los comensales se convierte en irracional y ridícula, constituyen uno de los puntos más flojos de una propuesta interesante escrita por Seth Reiss y Will Tracy, que en un principio fue pensada para que la dirija Alexander Payne aunque finalmente terminó recayendo en Mark Myrod, un director obsesionado con las consecuencias del poder en el comportamiento humano. La película logra ofrecer una historia que se va apagando a medida que las cartas del director son expuestas mediante unas buenas ideas licuadas por el desarrollo errático de la trama, una que los guionistas y el realizador dejan a la deriva hasta estallar en el final.
Realismo mágico autoindulgente El reconocido realizador mexicano Alejandro G. Iñárritu regresa después de sus últimos éxitos, El Renacido (The Revenant, 2015) y Birdman (2014), con una película onírica y surrealista sobre los recuerdos, que a su vez indaga en las tensiones y contracciones de los mexicanos que viven en Estados Unidos encarnadas en un documentalista -obsesionado con la verdad y su trabajo- que revive distintos sucesos de su vida en un entramado enrevesado. Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) es un periodista mexicano radicado en Los Ángeles, California, desde hace casi veinte años, que como muchos periodistas antes que él ha huido de México debido a su peligrosa profesión de buscar y narrar la verdad. A la vez que intenta conseguir una entrevista con un importante funcionario del gobierno de Estados Unidos, Silverio viaja a México con su familia para ser homenajeado en su país antes de la inminente entrega de un importante premio internacional en Estados Unidos que nunca ha sido otorgado a un periodista latinoamericano. En México se encontrará con su madre, su padre fallecido y sus amigos e intentará huir de los elogios, las cortesías, las luces y la confrontación para terminar cayendo en situaciones incomodas de las que intentará escapar mediante pasajes oníricos a través de los cuales recorrerá distintos capítulos de su vida. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) es un film pretencioso y autoindulgente que solo puede ser realizado por un director consagrado como Iñárritu, que se inspira en el realismo mágico latinoamericano y toma la estética de las operaciones surrealistas cinematográficas del realizador polaco Wojciech Has en El Sanatorio de la Clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973) y del cine del director serbio Emir Kusturica para retratar a este pedante periodista mexicano devenido documentalista independiente en Estados Unidos, que se pregunta por la esencia de México a la vez que intenta ser un mejor padre y afrontar las tragedias familiares y la imposibilidad de narrar la verdad en tiempos de posverdad. A través de escenas largas, estéticamente similares a Birdman, con fiestas, bailes, reuniones, diálogos entre Silverio, su esposa y sus hijos, que abusan de los planos secuencia, el protagonista recorre su vida entera en un camino que solo es comprensible hacia el final de la película, momento en que el espectador alcanza finalmente el título del film, “bardo”, en el budismo tibetano una palabra que remite a un estadio de la existencia entre la muerte y el renacimiento, obsesión de Iñárritu en varias de sus obras que aquí se hace carne en su protagonista. El principal problema de la película es su máxima virtud, una cuestión hoy prácticamente imposible de soportar por el desasosegado espectador actual, el intento de abarcar todas las instancias de la vida en escenas que son aparentemente un caos incomprensible que conduce a Silverio de un lugar a otro aleatoriamente, situación que solo al final de la propuesta llega a una coherencia que cierra todas las preguntas e interrogantes que Iñárritu abre alrededor del protagonista. En este recorrido que Iñárritu realiza sobre su álter ego, Silverio Gama, el periodista se sumerge en la muerte de su hijo recién nacido en una metáfora onírica sobre las miserias y las tragedias inexplicables que nos atraviesan todos los días cual indagación sobre las instancias que componen la personalidad de un hombre, la relación con sus padres, con sus hijos, con su esposa, sus colegas, sus amigos, su trabajo, e incluso en las situaciones burocráticas cotidianas como pasar por migraciones en un aeropuerto o entrar a la pileta de un complejo turístico. Cada una de las relaciones y situaciones a las que Silverio es expuesto componen su ser, su personalidad, su relación con el mundo y su particular visión de esta conexión, del relato que Silverio realiza del enlace vital con lo que lo rodea. En varias secuencias que remiten a la obra documental de Silverio, que es combinada con la ficción, el periodista entabla un diálogo acerca de la relación de un inmigrante con su país natal, en este caso particular de un mexicano que vive en Estados Unidos, que ama y odia a su país, que lo critica y defiende a la vez, que lo compara positiva y negativamente con Estados Unidos todo el tiempo, que tiene una relación conflictiva con su conexión inalienable con México. A la vez, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una denuncia de las desapariciones en México, de las relaciones carnales entre los gobiernos de Estados Unidos y México, del poder de las corporaciones y de la imposibilidad del periodismo independiente en nuestro aciago presente. Iñárritu incluso presenta una escena en la que Silverio increpa en uno de sus documentales a Hernán Cortés sobre una pila de cadáveres en un diálogo imperdible entre el presente y el pasado, así las visiones de ambos quedan atrapadas en una dialéctica negativa que solo conduce a una parálisis y a la imposibilidad de pensar un futuro debido a la constante mirada hacia el pasado. También hay una crítica a la incapacidad que el periodismo tiene de abordar las barbaridades que ocurren en el mundo, situación aquí expresada en la compra de la corporación estadounidense Amazon de la región del norte de México conocida como Baja California con la connivencia de los gobiernos de Estados Unidos y México, que buscan convencer a la opinión pública de aceptar este inaceptable contubernio delictivo, tan solo un pequeño ejemplo de todo lo que Iñárritu desarrolla aquí. El guión de Iñárritu junto a su asiduo colaborador argentino, Nicolas Giacobone, responsable de El Último Elvis (2012) junto a Armando Bo, analiza la relación de amor y odio que los mexicanos tienen con su país y especialmente con la enmarañada Ciudad de México, tan encantadora como abrumadora, a la vez que indaga en la condición de los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia Estados Unidos y en la acuciante situación de los desaparecidos, el inquietante desvanecimiento de personas que salen de sus hogares para nunca regresar, episodios diarios que ocurren inexplicablemente en todo México, incluso en la populosa capital a cualquier hora del día, situación plasmada metafóricamente con polémica brillantez. Sin duda alguna el verdadero eje de la película, sobre el que toda la trama se apoya, es la construcción de los recuerdos, ya sean los recuerdos personales o los recuerdos históricos, la retroalimentación entre la verdad histórica y la memoria personal y colectiva, que son la base de las opiniones y las acciones políticas. Iñárritu trabaja esta cuestión con gran maestría, dedicándole tiempo y cuidado a cada escena, en una obra circular que debe ser leída a partir de su final. El protagonista insiste en esto varias veces, indicando que ni en el cine ni en la vida se puede seguir una línea cronológica, que la vida debe ser comprendida y leída más bien en un bucle. La película es un retrato abrumador sobre la vida misma tal cual es, una serie de eventos, muchas veces contradictorios e inconexos, que se convierten en recuerdos poco confiables sobre un pasado cada vez más difuso que siempre regresa, que Iñárritu lleva hacia metáforas fortuitas conscientes y buscadas para enfrentar y discutir con sus detractores en diálogos rebuscados de un hombre harto, que necesita decir sus verdades en voz alta, exponer sus incertidumbres, por ejemplo su crítica feroz al periodismo corporativo mendigador de “me gustas” en las redes sociales, que convierte a la verdad en un valor de cambio. Al igual que en todas las películas de Iñárritu desde su alabada Amores Perros (2000), hace ya veintidós años, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una proeza técnica en la que se destaca su increíble fotografía a cargo del profesional de origen iraní Darius Khondji, responsable del rubro en películas tan disímiles y extraordinarias como Amour (2012), de Michael Haneke, Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher, Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), de Woody Allen, y Delicatessen (1991), de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro. Las maravillosas actuaciones de Daniel Giménez Cacho y Ximena Lamadrid son acompañadas muy bien por Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano, Francisco Rubio y Luis Couturier, que ponen en juego y analizan las contradicciones alrededor del pensamiento, las acciones y el mundo progresista, la construcción de la verdad y la posición del comunicador ante un mundo desigual y complejo que lo asedia y lo corrompe todo el tiempo. Aquí Iñárritu se ha permitido revelar su pensamiento, sus temores y su mirada del mundo más que en cualquier otra de sus películas, lo que es a la vez un problema y un acto de valentía. Al igual que el protagonista el realizador intenta mantener una ecuanimidad y una distancia que le son imposibles y que conducen a una verborragia visceral de la que emergen algunas verdades a medias, muchas reflexiones y preguntas sobre lo que hacemos con nuestras vidas, interrogantes que son el verdadero eje del film, que deberían ser el norte de la existencia, pero que terminan como atriciones ante las oportunidades perdidas y las palabras nunca dichas. En este sentido, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una obra demasiado grandilocuente y nihilista, en la que Iñárritu ajusta innumerables cuentas con sus detractores y su relación con México y Estados Unidos vía una película auténtica aunque no siempre perfecta, donde la ficción y la recuperación histórica se confunden al igual que las personas y la historia general, que busca incomodar al espectador progresista, soliviantarlo de su posición apática y sus opiniones cómodas para arrastrarlo al barro de la vida, un espacio de acción en el que las contradicciones, los remordimientos y las equivocaciones invaden a todo el mundo incansablemente.
Aromas de alegría En un futuro cercano que bien puede ser nuestro presente de manipulaciones genéticas, un grupo de científicos investiga en un laboratorio hidropónico cómo mejorar la resistencia y las propiedades de las flores para presentar los resultados en una feria floral con vistas a la aprobación y comercialización de las nuevas plantas creadas artificialmente en el aséptico y frío recinto empresarial. La realizadora austríaca Jessica Hausner intenta aquí una operación difícil con resultado contradictorio, narrar el intento de supervivencia y reproducción de una planta manipulada genéticamente a partir del comportamiento de los sujetos humanos infectados por un aroma que libera oxitocina del hipotálamo, una hormona que genera sensaciones de placer y se asocia con la formación de vínculos emocionales. En Little Joe (2019) dos equipos compiten en un laboratorio por crear una planta que sobreviva al abandono y la desnutrición producto del descuido de las personas por su trabajo o su ausencia durante el período vacacional. Utilizando un agente infeccioso virósico prohibido en la manipulación genética de plantas, Alice (Emily Beecham), una brillante científica adicta al trabajo y apasionada por la investigación y los descubrimientos científicos, y su compañero de laboratorio, Chris (Ben Whishaw), logran una planta que con unos exigentes e inusuales cuidados es capaz de hacer felices a las personas. La planta termina matando a la cría de la otra dupla científica, compuesta por Bella (Kerry Fox) y Karl (David Wilmot), e infectando al perrito de Bella, Bello, y al compañero de Alice, Chris, y después a su hijo, Joe (Kit Connor). Bella es la primera en detectar los cambios en el comportamiento de los infectados, por lo que sacrifica a su amado compañero canino, pero Alice es reluctante en un comienzo a creer en la capacidad virósica de su invención. Los cambios en su hijo, Joe, y finalmente en todo su entorno hacen que las teorías elaboradas por Bella sean cada vez más plausibles y que Alice comience a ver la realidad a partir de las descabelladas teorías de Bella. El guión de Jessica Hausner y Géraldine Bajard trabaja sobre la interesante posibilidad de que una investigación científica para manipular genéticamente la utilidad de las plantas termine alterando a toda la vida en el planeta, una chance cierta que remite a los cambios que cualquier técnica y tecnología introducen sobre el comportamiento humano, una indagación sobre hasta dónde las extensiones que creamos para ampliar nuestras capacidades no manipulan nuestra esencia, transformándonos y convirtiéndonos en esclavos de aquello que creamos, compramos y/o consumimos, una metáfora del febril sujeto consumista -cautivo de sus pertenencias, servicios y experiencias- que surge como consecuencia del nuevo capitalismo de consumo desenfrenado. Con un tono de terror expresado en escenas de suspenso y una banda sonora de resonancias cacofónicas que incluyen aullidos y ecos percusivos, el film crea escenas con un gran cuidado artístico, frías, esterilizadas, de ambientes minimalistas que remiten a un presente prístino donde todo brilla por su pulcritud insípida e inodora. La clave del film no está solamente en su argumento sino es sus detalles, en una mirada sobre la sociedad que funciona como un espejo para que el espectador se mida a sí mismo. Little Joe discurre sobre familias que no cocinan, que solo piden comida a domicilio, que han olvidado los rituales familiares, que viven para su trabajo, que lo único que les queda son sus mascotas o su soledad, personas que les cuesta pensar y asumir su vida fuera del ámbito laboral. También hay un análisis sobre la relación de la investigación con el mercado, acerca de la aproximación del enfoque científico hacia productos o servicios que puedan ser canalizados a través de las corporaciones. Otro tema importante del film es que revela cómo nos hemos convertido en sujetos complacientes, que no cuestionan nada, que solo buscan el placer inmediato y que ven al que discute el sentido y la misión como un agorero o alguien no comprometido con la meta. La flor viene a convertir ese enojo en una alegría permanente, la felicidad de servir, de tener un sentido, eliminando la frustración y las sensaciones negativas que causan dolor, una visión tan aciaga como real de una sociedad cada vez más adormecida en su capacidad de rebelarse ante las normas establecidas y de oponerse a las condiciones cada vez más opresivas que el poder impone aceleradamente. Little Joe es una película fallida, demasiado reiterativa, con escenas redundantes que podrían ser resumidas sin afectar la comprensión de la trama y que no termina de abordar cabalmente todas las posibilidades que la premisa abre y que a su vez ya estaban presentes en trabajos superiores como The Little Shop of Horrors (1960), de Roger Corman, Invasion of the Body Snatchers (1956), de Don Siegel, y The Happening (2008), de M. Night Shyamalan. Por otra parte, la propuesta elige un camino inusual, muy valiente, abordando la historia desde un argumento evolutivo, sin sobresaltos, sin avances significativos, con escenas típicas de la vida real, cotidianas, de discursos paranoicos o competitivos que son rápidamente desestimados. A pesar de todos los problemas, Hausner construye aquí una película con muchos matices para pensar acerca de la sociedad que estamos construyendo, en los productos químicamente alterados que consumidos y sus consecuencias imprevisibles, alertando sobre los cambios que los avances tecnológicos pueden producir en nuestro entorno y nuestro comportamiento si seguimos en este camino de intentar doblegar por la fuerza a la naturaleza en base a nuestros caprichos.