Siempre hay una rosa al final del camino
El aviador morirá pronto. A veces se desmaya, y como le cuesta levantarse lleva siempre un sandwich en el bolsillo. La niña no quiere saber nada con eso. Se rebela, sufre y termina enojada apenas comprueba que en la vida hay ciclos inexorables; ciclos de los que ella forma parte y que no ofrecen escapatoria. Es un viaje, como el del Principito. La nena está condenada a cambiar de piel sin baobabs, zorros, serpientes ni asteroides. Su mundo es de una complejidad diferente pero, a fin de cuentas, sólo se trata de crecer. Y asusta, claro que asusta.
La belleza de esta versión absolutamente libre de “El Principito” es abrumadora. Tan humana, tierna y emocionante como el clásico de Saint-Exupéry, la película se permite metaforizar sobre el tiempo y sus consecuencias, sobre la aventura del descubrimiento y sobre la resignificación de la vejez. Todo en su justa medida.
Mark Osborne, que había dirigido la primera “Kung Fu Panda”, se animó a anclar los dibujos y los textos de Saint-Exupéry en una historia moderna. Una vuelta de tuerca narrativa que, de todos modos, se mantiene fiel al cuento. La soledad del Principito es la de la pequeña y las vías de escape resultan, en el fondo, coincidentes. Son méritos del notable guión que elaboraron Irena Brignull (quien había escrito “Los Boxtrolls”) y Bob Persichetti.
La concepción visual de la película es magnífica. Osborne combinó la animación digital con el stop-motion, técnica que emplea para subrayar los segmentos protagonizados por el Principito. La elección de los colores y sus tonalidades responden a múltiples escenarios: adultos grises, un barrio que es una cuadrícula gigantesca y aburrida, el desierto, mil estrellas que se liberan, una rosa.
Hay un bonus track fantástico: la música de Hans Zimmer, nutrida por melodías francesas chiquitas y deliciosas. Otra de las tantas razones que invitan a chicos y grandes a disfrutar una película hecha a medida.