Desde la propuesta inicial o, si se quiere, la síntesis argumental, se ve auspicioso el estreno de “El prisionero irlandés”. En principio por el marco histórico elegido: Las invasiones inglesas de 1806 y 1807. A flor de piel no se recuerda un abordaje con este marco salvo aquella “La muerte en las calles”(Leo Fleider, 1957), cuyo punto de conexión con éste estreno podría ser, ante la falta de presupuesto hollywoodense para recrear todo a gran escala, el hecho de enmarcar la acción dramática en un ámbito reducido. Llámese un caserón, como en aquella oportunidad o un rancho en San Luis, tal el presente caso. En resumen, aquí no hay guita para hacer “Dr. Zhivago” (1965), de modo que el ingenio y la plata que hay deben (tienen que) alcanzar.
Con algunas ilustraciones que parecen salidas de la enciclopedia “El tesoro de la juventud”, se cuenta, durante los títulos, que al vencer a los ingleses los prisioneros eran llevados al interior del país para alejarlos de la zona portuaria de Buenos Aires (colegida como la posible vía de escape), para luego resolver su destino.
Así, un pelotón (es una forma de decir) a cargo del Capitán Lucero (Manuel Vicente, sólido como siempre) se desvía a un destacamento (es una forma de decir) en San Luis con tres prisioneros entre los cuales está el soldado Connor (Tom Harris). Lucero no trae buenas noticias para Luisa (Alexia Moyano). Su marido cayó en combate, ha quedado viuda y pese al consejo de todos decide quedarse en su chacra y pelear su terruño. Este “no querer irse”, sumado al “tener que quedarse” de Connor, será el epicentro de una incipiente historia de amor.
Contando con todos los elementos del western clásico a su favor, esos que aportan a la empatía del espectador con la dupla protagónica es extraño que los directores Carlos Jaureguialzo, Marcela Silva y Nasute elijan una mención leve a los mismos. La posibilidad de un malón, los mandatos sociales para con una mujer sola, factores geográfico-ambientales, la hostilidad hacia una relación “improcendente” entre supuestos enemigos de bandera o siquiera un terrateniente que reclame derechos sobre la propiedad (el hermano del difunto)… Todo esto se insinúa y hasta se muestra en algún pasaje, pero no pasa de ahí. Por el contrario, la elección del eje dramático consiste en los conflictos internos de Connor y Luisa. El primero, por ser un irlandés, metido en un ejército que no lo representa (instalando otra invasión inglesa –a Irlanda- con muchos más años de historia), y ella por estar irreparablemente enamorada de un invasor que en realidad es más bueno que el Quaker.
Nada de malo hay en esto, por cierto. De hecho estamos frente a dos muy buenos trabajos actorales. Alexia Moyano se carga al hombro su personaje y lo hace transitar a gusto y piacere por varios estados con una seguridad notable. Por el lado de Tom Harris hay un buen aporte de nostalgia en su impronta. Que los guionistas le hagan preguntar dónde queda el mar a un tipo que salió en barco de Inglaterra y sabe que el sol se asoma por el este no es su culpa. Es harina de otro costal.
Yendo al grano, la historia, o mejor dicho la relación dentro del guión, funciona por peso específico de la construcción coyuntural de la primera media hora.
Un punto de giro agregado a los 75 minutos podría hacerla parecer larga para la decisión que se tomó al principio de alejar de la pareja los factores antagónicos. No por esto “El prisionero irlandés deja de ser una película que, ojala, se transforme en otro de los primeros ladrillos para que el cine argentino aborde más seguido temáticas ubicadas en la riquísima fuente de contenidos de la historia argentina.