Prisionero de sus decisiones
El historicismo no es una práctica habitual del cine argentino. Por eso, la aparición de un film como El prisionero irlandés resulta una rareza absoluta, y mucho más el tratamiento de los grandes temas que hace la obra de Carlos María Jaureguialzo y Marcela Silva y Nasute. Porque El prisionero irlandés aborda ese período ubicado entre las invasiones inglesas de 1806 y la declaración de independencia de 1816, pero lo hace centrándose en la figura de una mujer, viuda de un militar muerto en combate, y el vínculo que establece con un soldado irlandés, dejando la épica de las batallas en un inteligente fuera de campo. Con un trabajo formal que la acerca al western y un abordaje temático que la exhibe como un drama romántico, la película utiliza la historia como contexto y marco, con el fin de hablar de nociones de patria y soberanía, alejándose de la gloria del triunfo y estando más cerca de aquellos que acompañaron los procesos desde el lugar de víctimas y desterrados.
La mujer se queda en su casa de campo de San Luis, desoyendo los consejos que la instan a mudarse a la capital: no es bueno que una mujer sola críe sus hijos en ese contexto. El soldado y rehén, es utilizado como mano de obra y ayuda a la mujer en sus tareas: es tanto un extraño para los argentinos como para los ingleses que lucharon a su lado; un irlandés cuya patria quedó totalmente desdibujada. El film incorpora, además del encuadre y lo paisajístico como un personaje más, otro elemento fundamental del western melancólico: la espera. La historia está atravesada por una serie de muertes que quiebran la paz del bucólico paraje donde habita la mujer. Muertes que, por otra parte, llevan consigo la cruz de que la patria y la independencia se van construyendo con sacrificios… y pilas de cadáveres.
Lo curioso del film es que por una decisión evidente de los realizadores, toda esa sangre, toda esa guerra y ese conflicto bélico permanece en un espacio off inescrutable (es como la versión anémica de Pandillas de Nueva York). Por un lado se evitan cuestiones de producción difíciles de asimilar, pero fundamentalmente impide que el relato caiga en discursos declamatorios y apueste más por una épica interior, ínfima, donde las víctimas (y a su vez victimarios si pensamos en su relación con los “indios” que rondan por allí como un peligro latente) exhiban el dolor de la pérdida constante que el proceso conlleva. A contramano de los relatos históricos, El prisionero irlandés es un film sin triunfadores.
Claro está, la película también elige ese recorte porque le interesa contar esa historia de amor entre el prisionero y la viuda. Y tal vez allí encuentre algunas limitaciones, dado que ese tono apagado con el que se cuenta la Historia grande, también se entromete en el romance. Y si bien es digno no caer en melodramas intensos, lo cierto es que esa pasión que aparentan vivir los personajes no se traslada al relato. Así, la frialdad del paraje termina siendo un poco la que le da tono a la película: y las emociones no fluyen como deberían, en un final que resignifica la idea del mártir (la presencia de lo religioso es constante en el film) y que si bien alcanza a construir un mito, no termina por hacer vibrar las cuerdas del drama. Un film atendible, aunque prisionero de algunas de sus decisiones.