El valor del punto de vista
En El proceso, historia de un golpe la directora María Augusta Ramos se apoya en la cronología de la destitución de Dilma Rousseff, pero lejos de pretender un relato objetivo del impeachment toma posición en el “cuartel” senatorial y jurídico del PT.
“Cuanto mejor es el villano, mejor la película.” Lo dijo Alfred Hitchcock y es verificable: por aquello de la fascinación del mal, el héroe puede ser más o menos, pero el villano no. Tiene que dar miedo, asco, indignación. ¿A qué vienen héroes y villanos, propios de un western o de un thriller, a la hora de hablar de El proceso, documental que testimonia los poco menos de once meses del proceso de destitución de Dilma Rousseff por parte del Senado brasileño? En primer lugar, como se sabe desde hace rato, todo documental es una narración que pone en juego, algunas veces más que otras, mecanismos propios de la ficción. En el caso de El proceso, un relativo suspenso, derivado de la sucesión de presentaciones y votaciones y morigerado por el hecho de que, salvo que se habite en una burbuja, se conoce el final. Lo que tracciona muy fuertemente la dramaturgia del documental dirigido por la nativa de Brasilia Maria Augusta Ramos son los héroes, que están todos de un lado, y los villanos, que están del otro. ¿Maniqueísmo, parcialidad? No, punto de vista. El proceso no está narrada desde ambos lados –los que propician la destitución de Dilma y los que están por su absolución– sino únicamente desde el “cuartel” senatorial y jurídico del PT.
Presentado en la sección Panorama de la Berlinale y ganador en el Festival de Documentales de Madrid y en el reciente Fidba porteño, el noveno documental de Ramos es pura cronología. Se inicia en octubre de 2014, cuando Rousseff es reelecta, y de allí en más se sumerge primero en la votación por el impeachment (3-12-2015) y luego en las reuniones de las principales “lanzas” del PT en la Cámara y del equipo de defensores de la Presidenta, así como en las sucesivas sesiones y votaciones senatoriales. Hasta llegar a la votación final, el 31 de agosto de 2016, con el posterior discurso final de Dilma, fusión perfecta de músculo, corazón y cerebro político (pero sin permitir que se derrame una lágrima, ni que se pierda la sonrisa), hasta alcanzar una coda, a mediados de 2017, cuando el Presidente Temer es acusado de corrupción y sin embargo no es llevado a juicio –la inversa exacta de su antecesora, juzgada sin que hubiera una acusación clara–, mientras su gobierno lleva adelante un cruento programa de restauración liberal, que no se diferencia demasiado del de Mauricio Macri en la Argentina. Cada tanto, sintéticos carteles informativos van marcando los hitos más importantes, de modo de poner en contexto lo que se ve.
Lo que se ve son los senadores del oficialismo y la oposición, tanto los “del llano” como los que presiden la comisión por la destitución, que son todos opositores. Aparece allí un hombre algo encorvado, de aspecto reptiliano, como de Sr. Burns, que más tarde, cuando la Corte Suprema lo remueva de su cargo de Presidente de la Cámara, como consecuencia de las investigaciones del Lava Jato, dirá “Yo no pienso renunciar, ni a este ni a ningún otro cargo”. Es Eduardo Cunha, uno de los promotores del impeachment presidencial: Villano Nº 1. En su primera aparición, una senadora elonga en medio del recinto, como una María Amuchástegui del Senado brasileño. Es la abogada y Profesora de Derecho Penal Janaina Paschoal, que después de hacer su acusación a la Presidenta “confesará” que al verla por televisión lloró (contraplano perfecto a una senadora oficialista que contiene una sonrisa sarcástica) y luego termina levantando de un manotazo violento una Constitución (en una edición como de colegio secundario), diciendo, con ojos húmedos, que ése es su libro sagrado. Villana Nº 2, rubro culebrón de la tarde.
En su alocución final, Janaina volverá a llorar, y el defensor oficial (Héroe Nº 1) va a desenmascarar admirablemente esa representación circense. Entre una cosa y otra, un periodista la entrevistará, presentándola como “la gran Janaina” y refiriéndose a Dilma y los suyos como “todos esos criminales”. Finalizada la entrevista, abrazo y beso. Y después está la reunión de Janaina con un pastor y una fiel antiabortistas: los cultos suelen volcar la balanza electoral en Brasil. El contraplano previo vinculó a villana Nº 2 con heroína Nº 2. Se trata de la senadora del PT Gleisi Hoffman, rubio timonel en medio de la tormenta, que parecería capaz de no perder la calma ni aunque pusieran en prisión a un ser querido. Es lo que sucede, de hecho, cuando como parte del Lava Jato arrestan al marido, sin haberlo citado antes. El juez que lo hace es discípulo de… Janaina Paschoal. Decíamos que el Héroe Nº 1 es el Defensor Oficial, un tipo alto y apuesto llamado José Eduardo Cardozo, uno de esos abogados de thriller judicial de Hollywood, capaces de tomar el argumento más brillante del rival, retorcerlo como el cuello de un pato y devolverlo convertido en un espantajo. No se citará ninguno de sus dichos, porque todos ellos están entre los momentos más imperdibles de El proceso y deben presenciarse en vivo.
¿Pero esto es sólo un enfrentamiento entre héroes y villanos? Desde ya que no. Cada uno tiene sus argumentos, y por allí pasa la dialéctica que el espectador deberá navegar. Dialéctica de espacios, también: entre el ajetreo de las reuniones, debates, discusiones y disputas, Ramos fotografía en planos fijos los inmensos espacios vacíos y aislados monumentos del poder brasileño, en la futurológica o lunar Brasilia. Estos espacios y monumentos recuerdan los de una película llamada The Parallax View, aquí conocida como Asesinos S. A. (1974). En ella, un periodista investigaba una muerte ocurrida en Washington, que conducía a una vasta conspiración global encabezada por una compañía multinacional de alcance impreciso. Esa película fue dirigida por Alan J. Pakula, que también dirigió La elección de Sophie. Film que se menciona aquí, parecería que no por casualidad.