Hay películas documentales cuya temática las transforma en imprescindibles, urgentes. Con el tiempo quizás recordemos lo que nos querían informar, servirán como documento de época, pero probablemente no las recordemos como acontecimientos estéticos. El contenido, en estos casos, abruma a la forma. Dicho esto, trataré que el análisis no se vuelva puramente argumental (y hasta político) pues esta es una reseña cinematográfica al fin y al cabo. Pero vamos a empezar con el contenido para luego reflexionar de qué manera se plasmó en la pantalla.
Los documentales que tratan problemáticas políticas y sociales siempre son leídos de distinta manera según el lugar que nos cabe en el mundo como espectadores. De esta manera, estoy seguro que la lectura que se nos impone como habitantes de Argentina es harto particular respecto al europeo, por ejemplo, e incluso a otros latinoamericanos. El comienzo (como el final) son casi los únicos momentos en los que vemos al pueblo en las calles, pero con pocos planos la directora nos deja bien claro cuál es el país que está observando. Un drone avanza por un amplio sendero yermo con el Congreso al final y dos grupos de personas separados por vallas y ese vacío. Un país divido, mirando a sus gobernantes desde veredas opuestas y una amplia grieta entre ellos. Nos suena, ¿no?
A partir de allí comenzamos a informarnos sobre el proceso de destitución que es llevado a cabo por el Congreso contra Dilma Rousseff y asistimos a los argumentos principales, superficiales, básicos de ambas partes en disputa. Las razones de uno y otro lado son tan comparables con la realidad Argentina a partir del caso CFK que por momentos parece una farsa de la historia que comienza como tragedia para convertirse en aquella: de un lado, el populismo levantando la bandera de los humildes y de la militancia sesentista/setentista, transgrediendo (supuestamente) normas burocráticas en pos del bienestar general acusando a la oposición de golpe institucional; del otro, la derecha neoliberal tildando de ladrones a los populistas, de chavistas y de no respetar las normas republicanas. El gran ausente en el debate: una tercera posición, una izquierda real.
El documental es de género netamente político en el sentido institucional del término. Casi no aparece la calle, muy pocas veces aparecen las voces populares y siempre cuando están en las cercanías de ese poder burocrático. La intriga palaciega desplaza la situación real, el pueblo se vuelve un número (o varios números) y no tenemos la chance de confirmar empíricamente los argumentos de ambos bandos. Es un relato de la post-verdad, lo que importa es cómo cada uno pueda imponer su posición.
Con una producción de gran escala y una cámara que se introduce en lugares privilegiados, O Processo muestra, a fin de cuentas, no el juicio político contra Dilma sino el proceso por el cual el neoliberalismo trata de instalarse en un país gobernado por el populismo. La narración es clara, vasta y no intenta ahorrar tiempo en detrimento de la profundidad. Se sabe y pretende la minuciosidad del documento. Los pocos momentos en que se corre de su lugar informativo son de los mejores del filme: el planteo como personaje de la opositora Janaina Paschoal. En ella se detiene para raspar la superficie y encontrar momentos sublimes como el trato hasta cholulo con un periodista o cierta inocencia infantil cuando se la ve con papeles en la mano tomando una chocolatada.
La narradora trata de hacerse invisible pero está bien presente en el montaje, quedando muy clara su posición sin siquiera rozar lo panfletario, lo que es un logro mayor. De esta manera asistimos a un ensayo sobre “la grieta” como estrategia regional (esta lectura quizás sólo nosotros podamos hacerla) y las propias limitaciones de un populismo que no puede dejarle al futuro menos de 11 millones de desocupados con una de las peores distribuciones de la riqueza de la región. Esa autocrítica está presente entre los defensores de Dilma, dato diametralmente opuesto a la situación vernácula, pero pensando estratégicamente podría ser hasta su debilidad. Entre dos posiciones encontradas sin que ninguna pueda dar soluciones reales, prefiriendo cada quien “el mal menor”, hay un intersticio esperando a ser ocupado, esa posición intermedia que, más allá de esta cualidad, no podrá ser menos radical, pues para vencer las limitaciones del populismo y enfrentarse a la derecha deberá romper con todos los poderes conocidos, en última instancia, con EL poder.
Por Martín Miguel Pereira