“El prófugo” de Natalia Meta: notable transposición de la novela de C. E. Feiling
Luego de su ópera prima, Muerte en Buenos Aires (2014), era difícil predecir qué camino tomaría la incipiente filmografía de Natalia Meta. Demasiado industrial para señalar rasgos “autorales”, aquella película resultó una buena carta de presentación que también contó con el acompañamiento del público. Fue, en definitiva, un debut con un exponente del género policial al que se le adosaron algunas singularidades, principalmente condensadas en la exploración del ambiente gay de un Buenos Aires en la década del ’80. Su segundo opus ratifica su eficacia para la construcción de climas, pero en esta oportunidad redobla la apuesta; El prófugo (2020) resulta un meticuloso relato sobre el límite entre el sueño y la vigilia, la cordura y la locura, que encuentra en la corporalidad de Érica Rivas todo el pathos que una actriz de su temple es capaz de ofrecer.
La secuencia inicial nos muestra a Inés (Rivas) en pleno trabajo de doblaje en castellano neutro de una película oriental, en lo que parece ser un encuentro sadomasoquista. La tonalidad de la imagen, la sensación de extrañamiento del lenguaje y la multiplicación del filme doblado en el vidrio que la separa del operador funcionan como signos de la materialidad con la que trabajará El prófugo. Realidad y fantasía. O, tal vez, intromisión de una realidad alterna en la vida de una mujer que reparte su tiempo entre el trabajo y lo que se supone que es su vocación: el canto lírico en un coro.
Inmediatamente después del comienzo, la película se interna en la vida amorosa de Inés; le alcanzan un par de diálogos y actitudes de su novio (interpretado por Daniel Hendler) para mostrar que se trata de una relación que no funciona, debido a la conducta controladora e invasiva que ella tiene que soportar. Un viaje a una playa paradisíaca y una tragedia hasta entonces impensada define un cambio brusco en el devenir de los hechos, con la aparición del título ya avanzado el metraje.
Ya de nuevo en Buenos Aires, Inés empezará a desarrollar un problema en su voz, lo cual implica conflictos con su trabajo y con su espacio de expresión artística. La aparición de un personaje diametralmente opuesto al que fue su novio (un afinador de instrumentos interpretado con meticulosa gracia por Nahuel Pérez Bizcayart) suma elementos de extrañeza en este thriller psicológico, que lo es no sólo por indagar en la subjetividad de su personaje principal, sino por trabajar sobre lo disruptivo, elemento que pone al espectador en la necesidad de entender qué es lo que está viendo cuando todo lo estable deviene inestable. La llegada de su madre (Cecilia Roth), lejos de cumplir con el objetivo de traer algo de paz y compañía, opera como una nueva intrusión en su esfera cotidiana (una más).
El prófugo, transposición de la novela de culto de C. E. Feiling, El mar menor, consigue desprenderse de aquel texto y, al mismo tiempo, enaltecerlo con una verdadera operación de reescritura. Meta se toma todas las libertades narrativas para profundizar su propuesta estética, en donde en la escisión entre lo real y lo aparente cobra espesor el diseño de sonido. Y en ese terreno cuenta con el talentoso aporte de Guido Berenblum, al que se le suman los meticulosos trabajos en arte de Ailín Chen y en fotografía de Bárbara Álvarez. El universo de la película se nutre del giallo, pero también de algunas películas de Brian de Palma como Blow out (1981) o Femme fatale (2002). No obstante, más allá de estas influencias El prófugo resulta una película pletórica en ideas, con una identidad que queda impregnada luego de su visionado porque, al igual que Inés, el espectador también se desconcierta pero no puede dejar de ver y de oír, por más que las imágenes y los sonidos no encuentren un referente inmediato.