"El prófugo", o la materia de las pesadillas
La película consigue una gran adaptación del texto de Charlie Feiling, cruzando la realidad con lo onírico de un modo inquietante para la protagonista y el espectador.
Si hubiera que buscarle un universo de pertenencia a El prófugo, segundo trabajo de la cineasta Natalia Meta que tuvo su estreno en la competencia oficial de la última Berlinale, tal vez el más apropiado sería el de las pesadillas. Porque no es el terror y tampoco el género fantástico (aunque elementos de ambos orígenes aparecen con claridad) lo que define la atmósfera de esta película, sino la particular claustrofobia que producen los malos sueños. Esos que fuerzan al soñador a permanecer encerrado en su propia angustia, sin salida a la vista. Y no solo porque las pesadillas de Inés, la protagonista, son un elemento fundamental dentro de la diégesis, manifestándose ya en las primeras escenas, sino porque esa sensación, cruza de vértigo y agobio, es trasladada con éxito al auditorio.
La película misma comienza de modo pesadillesco. La escena inicial transcurre dentro de la cabina de un estudio de grabación: es que Inés es cantante lírica, pero se gana la vida como artista de doblaje. Parada frente a una pantalla que reproduce un film de terror sádico de origen oriental, ella debe interpretar los jadeos, gritos y súplicas de una mujer que está siendo agredida en lo que parece ser una sesión de sadomasoquismo. La proyección se multiplica, arrojando sus reflejos sobre el rostro de la protagonista y en el cristal que detrás de ella separa al estudio de la sala de control. Lo mismo ocurre con los sonidos, con la voz de Inés pisando la banda sonora original. Esas duplicidades desencajadas no son casuales: su presencia es una primera pista que el guión le brinda al espectador.
Las secuencias inmediatas pondrán de manifiesto que tales desdoblamientos también operan sobre el plano de lo real. El vínculo tenso que Inés mantiene con Leopoldo, su pareja, un tipo controlador y absorbente, será el catalizador a través del cual la realidad será atravesada por una dimensión ajena, cuya primera manifestación llegará, claro, de la mano de una pesadilla. La pareja está en un avión, a punto de irse de vacaciones. Inés está asustada por el inminente despegue y él intenta calmarla, pero su insistencia la pone más nerviosa. Finalmente acepta tomar un calmante. Durante la noche la azafata se acerca a ella y le sugiere que ese hombre, Leopoldo, no le conviene y se ofrece a matarlo. Aterrada, Inés forcejea con la mujer y se despierta, sobresaltada, revelando que se trataba de una pesadilla. Lo que no queda claro es cuándo comenzó.
El prófugo irá acumulando escenas que dejan claro el estado de tensión por el que atraviesa Inés, interpretada con su habitual potencia por Érica Rivas. Una tragedia terminará de sacudir la vida de la protagonista y a partir de ahí el relato se irá poniendo cada vez más espeso y extraño. La llegada de una madre casi tan invasiva como Leopoldo; la aparición de problemas en la modulación de la voz, que es su herramienta de trabajo; el cruce con un hombre que encarna todo lo bueno que el otro no tiene; y una mujer que, casi como una médium, le informa a Inés que hay una presencia que se le ha metido dentro y a la que solo podrá sacar durante el sueño.
El trabajo con lo onírico no es una novedad en la breve filmografía de Meta como directora. De hecho era un elemento estético muy presente en su película anterior, la sorprendente Muerte en Buenos Aires (2014), un policial ambientado en la década de 1980. Para generarlo, la directora no solo se sirve de los recursos visuales, sino que utiliza todo el arco sonoro para generar una sensación de extravío que va consumiendo por igual a la protagonista y al espectador. Trabajada con un nivel de detalle que bordea lo obsesivo, la banda sonora parece efectivamente alimentarse de los peores sueños. A pesar de todo lo anterior, El prófugo también recurre al humor, manejándolo con precisión y un timing notable. Pero siempre poniéndolo a disposición de ese clima enrarecido, nunca como una forma de aligerar el estado de alerta permanente que atraviesa al oscuro relato.