RARA, COMO OBSESIVA
En 2014 Natalia Meta estrenó Muerte en Buenos Aires, película que este crítico votó como uno de los peores films de aquel año. Policial ochentoso que intentaba recrear un submundo de reviente porteño, pero absolutamente fallido en su kitsch a destiempo. Lo que sí sobresalía era la capacidad de la directora para construir una iconografía visual potente, que si bien ponía a la película más en el terreno de lo publicitario que en el cinematográfico, no dejaba de tener su encanto. Muerte en Buenos Aires era una serie de imágenes lustrosas sin una red que las contenga adecuadamente, y se desplomaba por la prepotencia audiovisual que exhibía sin ton ni son. Siete años después Meta vuelve con una película que, otra vez, tiene imágenes poderosas, una producción cuidada con una estética que define un mundo en apenas un par de planos, pero que a diferencia de aquella sí logra trascender esa superficie para profundizar en aspectos psicológicos de sus personajes y edificar un relato que es puro clima. Es una película obsesiva en sus procedimientos, meticulosa, el marco ideal para el profesionalismo que la realizadora exhibe en cada rubro técnico.
Basándose en la novela El mal menor de C.E. Feiling, Meta construye un relato que tiende múltiples lazos con un universo cinematográfico también sostenido en lo estético, como es el giallo, y que a su vez involucra aspectos sexuales imbricados con el terror y el thriller psicológico como podrían hacerlo un Alfred Hitchcock o un Brian De Palma. Inés (una Erica Rivas perfecta) es una mujer que trabaja haciendo el doblaje de películas de terror Clase B y además canta en un coro. Pero una tragedia vivida durante unas vacaciones con su pareja, un tipo bastante controlador, termina por poner su mundo patas para arriba, primero en forma de pesadillas que padece como demasiado vívidas, y luego con voces que comienzan a acecharla y que terminan interfiriendo en su trabajo. Lo que surge ahí son aspectos vinculados con los miedos y las represiones, con los tabúes, y que ponen a la protagonista en un espacio de absoluta introspección. Meta en vez de explorar el costado más vulgar y previsible del género, lo que hace es contener la explosión todo lo posible con el fin de imbuir a su personaje (y por ende al espectador) en un clima cada vez más enrarecido. Así, El prófugo es un relato que parece transitar espacios reconocibles para el público seguidor del cine de terror cuando en verdad se va poniendo sumamente críptico.
No solo por su apuesta a géneros pocos frecuentes en el cine argentino (el fantástico, el terror psicológico), sino por la ambición de sus formas y la precisión de su puesta en escena, El prófugo es una absoluta rareza dentro de la cinematografía local: hay que buscar otra película que como aquí sepa encontrar el espacio acorde a fondo y forma, y que lo utilice con criterio y rigor cinematográfico. La de Meta es una película que no se parece a casi nada que se haya filmado por estas tierras y que aun abordando temas actuales como la violencia masculina, toma distancia del panfleto o la bajada de línea obvia, para sumergirse en un relato que da pocas explicaciones y que hasta puede resultar sumamente incómodo en su resolución y su reflexión sobre el deseo y su asimilación. La última escena de la película no solo es perfecta, sino que involucra el arte popular de una manera imprevista para un relato que hasta ese momento demostraba un academicismo inclaudicable. Una película llena de sorpresas.