Sean Baker construye una obra de una consistencia asombrosa desde la periferia de la falsa gloria de Hollywood, filmando en los márgenes y con total independencia. Proyecto Florida confronta el entretenimiento normalizado y mercantilista del universo Disney con la realidad que no muestran los folletos turísticos, exhibiendo un rechazo claro y contundente a cualquier estigmatización, complacencia o moralina. La película transcurre entre los hoteles rosas, amarillos y púrpuras que ocultan con la pintura las grietas de sus paredes y balcones, y los negocios de baratijas dónde se pueden comprar entradas y souvenirs a precios reducidos. La energía vital de los protagonistas es contagiosa, los colores fluorescentes y las luces de neón son una bofetada insolente a la miseria, los movimientos febriles de la cámara captan el ambiente con una fuerza y una sensibilidad apabullantes.
Los niños crecen a la sombra de Disney World, escupiendo a los parabrisas de los coches de los vecinos, mangueando a los turistas para comprarse un helado, tirando un pescado a la pileta para ver si por casualidad resucita y transformando cualquier recoveco en una cueva mágica. Moonee pasa la mayor parte de su tiempo entre juegos, travesuras y amigos de paso. La pequeña hace frente a todos los adultos que la retan con facilidad por su comportamiento. A pesar de la gravedad involuntaria de alguna de sus metidas de pata, la niña genera una empatía irresistible: su propensión ilimitada a producir diversión provoca un arrebato singular que linda con la pura genialidad.
Halley, la madre de Moonee, es una mujer joven que ha erigido un soberano desprecio a las normas como baluarte para su frágil dignidad. Ella siempre se ríe de los otros, de su existencia timorata, de la alienación de sus hábitos y de su lógica anodina. Sin otro horizonte que el presente inmediato, sale de su habitación solo para una fiesta o para ganar algunos dólares cuando llega la hora de pagar el alquiler. Halley es alegre y se presta a todos los juegos de los niños, pero se niega a integrar un mundo adulto que no le deja otra opción que una vida de esclavitud moderna. Halley es una niña, por eso los chicos la adoran y por el mismo motivo no puede hacer nada por ellos. Sean Baker adopta el punto de vista de sus jóvenes personajes y nunca juzga su modo de vida precario, excesivo, marginal y festivo. La película posee un ritmo narrativo frenético y un crescendo dramático asombroso que culmina de un modo desgarrador y sublime. La secuencia final es notable. El gesto puede parecer ingenuo, pero hay algo profundamente perturbador en ver a esas dos pequeñas dar la espalda a las leyes del mundo adulto para abrazar la utopía de una infancia perpetua.