El castillo mágico
Proyecto Florida retrata la marginalidad en las orillas de Disney World con una estrella de Instagram y una nena de siete años como estrellas absolutas.
Kissimmee es una pequeña ciudad del estado de Florida, a unos 30 kilómetros de Disney World. Ahí está el Magic Castle, un hotel cuyo nombre hace alusión al parque de diversiones cercano aunque parece un poco irónico: está lejos de ser un castillo, y no hay nada de magia ahí. En una de sus habitaciones viven Halley (Bria Vinaite) y su hija Moonee (Brooklynn Prince). Halley es una madre casi adolescente, tatuada, que vive sacándose selfies, fumando, saliendo a bailar con sus amigas y tratando de sobrevivir como puede; Moonee es una nena de unos siete años, hiperactiva, que corretea por todo el hotel y sus alrededores junto con sus amigos sin demasiada vigilancia de sus padres.
Lo más cautivante de Proyecto Florida es, sin dudas, ese mundo marginal que pinta su director Sean Baker. Como lo que dijo León Tolstoi sobre las familias felices y las desdichadas, asomándonos al universo de Halley y Moonee nos da la sensación de que cada familia también es pobre a su manera. Y que no es lo mismo ser pobre a 30 kilómetros de Disney que serlo en el Chaco o en Calcuta; y que tampoco es lo mismo ser pobre pero blanca, que ser pobre y para colmo negra.
La marginalidad que pinta Baker es, en ese sentido, una especie de marginalidad light. Lo que el Brandoni de Esperando la carroza llamaría “una pobreza digna”. Claro que nunca hay dignidad en la pobreza, en la falta de trabajo y de perspectivas de futuro, y la genialidad de Proyecto Florida está en dar cuenta de esta complejidad con una naturalidad perfecta. No conozco Kissimmee pero la película me convenció de que es así como me lo muestran. Si es así, bien; y si no, doble mérito. Y la hazaña está en el hallazgo de los actores: todos debutantes menos Willem Dafoe, con las extraordinarias Vinaite y Prince a la cabeza, la primera descubierta en Instagram y la segunda una “veterana” actriz infantil de publicidades.
Todas las películas sobre la pobreza (y aunque no me convence el reduccionismo de decir que Proyecto Florida es una película sobre la pobreza, en un punto lo es) tienen su carga ideológica: producto del capitalismo, de la corrupción o de lo que sea; con mayor énfasis en las causas o en las consecuencias, todo depende de las ideas de quienes las llevan a cabo. Y esta en particular, que transcurre cerca del corazón del capitalismo, con sus diners, sus golosinas de colores flúo, sus perfumes baratos y sus carteles de neón semiquemados, parece decirnos que el capitalismo se dobla pero no se rompe: ahí, aún los pobres pueden comer todos los días y tener smartphones, tomar gin tonic en la pileta y salir a bailar. El sistema es despiadado pero funciona, te golpea pero cuando estás tirado en el suelo te cura las heridas.
Gran parte de ese tono melancólico pero no del todo pesimista proviene del punto de vista: como se imaginarán, casi todo lo vemos con los ojos de Moonee. Pero a medida que avanza la historia, adivinamos que sus gritos, sus risas y sus travesuras son una manera de evadirse, de vivir en el presente absoluto en el que todavía no hay que pagar la pieza ni conseguir la plata para comer mañana, y mucho menos terminar el verano e ir a la escuela. Pero el tiempo avanza y, claro, vamos a ver que todo es menos light de lo que creemos.
Proyecto Florida puede verse como un coming of age doble: el de Halley por un lado y el de Mooney por el otro. Las dos se divierten a su manera y como pueden, hasta que hacia el final la realidad (y el Estado, que funciona pero es inhumano) las golpea y se derrumban. Se habló mucho, bien y mal, del final: Sean Baker eligió desprenderse del tono naturalista (y hasta pasó del 35mm al iPhone 6 Plus) y lanzarse al vacío en una secuencia audaz que cierra una película única.