Injustamente relegada en la disputa por los premios Oscar (recibió apenas una nominación), la nueva película del director de Tangerine es una historia de un humanismo extraordinario: cine en estado puro.
El realizador Sean Baker empezó a llamar la atención con Take Out (2004) y Prince of Broadway (2008). En ambos films, vistos en el BAFICI, se entreveían las bases principales de un estilo humanista distintivo, un norte estético y ético que terminó de explotar en Estrellita / Starlet (2012) y sobre todo en Tangerine (2015), y que ahora alcanza su punto máximo en Proyecto Florida.
Baker entrevera realismo social y un profundo amor por sus personajes en esta historia que gira alrededor de las vivencias de Moonee (Brooklynn Prince) y dos amiguitos durante el inicio del verano, cuando el calor de Florida se vuelve pegajoso y el tiempo libre, una variable dilatada. Los tres viven en habitaciones de hoteles de las afueras de los parques temáticos de Disney que sus familias (monoparentales, con las madres y abuelas a cargo, sin padres a la vista) pagan semanalmente, con lo justo.
Los chicos hacen lo que cualquier chico en sus vacaciones: vagabundean, se entretienen con lo que tienen a mano y, claro, se mandan unas cuantas macanas. Macanas que la jovencísima mamá de Moonee, Halley (Bria Vinaite), no está muy dispuesta a reconocer como tales.
En ese contexto donde la ayuda social se vuelve fundamental para comer y la contención está ausente, sobresale la figura de Bobby (Willem Dafoe, único rostro reconocible de un casting plagado de debutantes), gerente del hotel pero también protector de peligros externos y padre putativo de esos chicos para los que, sin embargo, el mundo es un espacio de juego y diversión.
Filmada en 35 mm. y nominada al Oscar en el rubro de Actor de Reparto (Dafoe), Proyecto Florida se apropia de ese punto de vista infantil y lúdico, nunca pueril, para aplicarlo a un relato libre y luminoso que acompaña a los chicos en sus aventuras. Incluso parecen ser ellos quienes arman la trama, con sus microaventuras diarias en las que la dureza de la realidad no es motivo suficiente para menoscabar a la alegría.
Baker construye un retrato social sobre seres marginales sin miserabilismo ni condescendencia, siempre mirándolos de frente y nunca desde la supuesta superioridad que para muchos cineastas implica la posesión de la cámara. En una época de películas deslocalizadas y genéricas, resulta imposible imaginar el relato transcurriendo en un lugar distinto al que lo hace. Ese componente geográfico particulariza aún más a este film que emociona con nobleza y sin golpes bajos: cine en estado puro.