EL PROYECTO FLORIDA
(The Florida Project, 2017; Dir: Sean Baker)
Premiada por asociaciones de críticos de distintas ciudades del mundo e injustamente ignorada para los premios Oscar (apenas obtuvo una nominación por Mejor Actor), llega a las salas argentinas la nueva película de Sean Baker, el joven director neoyorkino que sabe mover con habilidad y frescura ciertas piezas habituales del llamado cine independiente, como lo ha demostrado en las anteriormente estrenadas Starlet (2012) y Tangerine (2015).
En este caso, sobre un guión escrito junto a Chris Bergoch, sigue los pasos de una traviesa nena que habita un hotel barato junto a su joven madre. El objetivo de los guionistas es claro: en esa modesta residencia –algo así como la comunidad de El Chavo, más prolija y colorida pero con vecinos conviviendo de manera igualmente ruidosa y hostil–, junto a una madre que parece no haber abandonado aún los desplantes propios de una adolescente sin responsabilidades, la niña encuentra en los juegos con sus amigos y su fantasía un escudo a los problemas que la rodean. En un momento asoma un arco iris, en otro un improvisado festejo de cumpleaños es interrumpido por providenciales fuegos artificiales: de esa manera, sin recurrir a efecto alguno, el film roza lo maravilloso.
A Baker le gusta inquietar con lo políticamente incorrecto, de hecho los chicos hablan y se mueven por la vida de manera tal que dejarían con la boca abierta a las abuelas de otros tiempos, y ni hablar de la madre, una tal Jancey (Bria Vinaite), desprolija y fumadora compulsiva, capaz de proponerle a su pequeña hija una competencia de eructos en un bar o de salir a buscar dinero sólo cuando le hace falta (y sin demasiados límites morales para conseguirlo). Desde ya, Jancey podría entenderse con los protagonistas de Starlet y Tangerine, repitiéndose aquí el retrato nervioso de personajes a veces irritantes pero más o menos queribles. En comparación con esa incómoda figura materna, resultan tranquilizadores los otros adultos, sobre todo el bienintencionado administrador del edificio (Willen Dafoe, de modales, tonos de voz y vestuario ajustados a su rol), que trabaja ayudado ocasionalmente por su hijo (Caleb Landry Jones, visto en ¡Huye! y Tres anuncios para un crimen).
Por momentos, El proyecto Florida parece El mago de Oz pasado por ácido. También una fábula concebida para discutir problemas y derechos de la niñez. En este sentido, pueden objetarse algunos facilismos: es raro que la nena (por lo que come y cómo lo hace) nunca tenga un malestar, que (por las reacciones inmaduras de su madre) tampoco tenga berrinches ni que (con lo lista que es) le haga reproches.
Lo bueno es lo que el director hace con este material, sorteando el peligro de que se convierta en una mera sucesión de pequeñas anécdotas: le imprime toda la gracia de la pequeña Moonee (Brooklynn Kimberly Prince, tan encantadora como hiperquinética) y sus amigos, que ríen, dialogan, lamen helados y rompen cosas como si el rodaje mismo hubiera sido, para ellos, realmente un juego. Sus ocurrencias divierten mejor que los enredos de cualquier comedia demasiado elaborada. Sin dejar de actuar, claro: hay que ver sus caras cuando se empieza a saber que el fuego que encendieron en la chimenea de una casa abandonada trajo consecuencias.
Baker aprovecha, por otra parte, la singular arquitectura de la zona, encuadrando los enormes comercios con forma de fruta o cuidando la paleta de colores, como si los chicos transitaran una gigantesca maqueta, insinuando su universo de fantasía. Hay planos generales cuando se busca generar esa sensación de estar dentro de un gran espacio lúdico, así como planos en movimiento para acompañar las idas y venidas por los pasillos del complejo o los caminos aledaños. Las decisiones del director parecen siempre acertadas, salvo en un final ligeramente efectista por su combinación de música, lágrimas, personajes ajenos al complejo habitacional actuando de manera algo imprudente (no conviene aclarar de quiénes se trata) y una moraleja algo forzada. En Tangerine también había una secuencia emotiva (la de la protagonista cantando en un bar), pero era menos demagógica.
Finalmente, cabe destacar que El proyecto Florida atesora un valor que suele escasear en el cine de ficción contemporáneo: crea un mundo propio, logrando que los espectadores formemos parte de él por casi dos horas.
Por Fernando G. Varea