LOS ARRABALES DE DISNEYLANDIA
El cine de Sean Baker mira de frente las miserias del mundo contemporáneo, pero a diferencia de la mayoría de sus colegas del presente, lo hace eludiendo los dos caminos que parecen inevitables: no hay regodeo miserabilista, pero tampoco un paternalismo culposo que busque la salida fácil. Lo que aparece en el recorte que hace Baker son seres humanos, con sus miserias y sus pesares, pero lejos de buscar la conmiseración o la lástima del espectador. En esa operación despojada de los vicios de cierto cine verista, Baker encuentra una verdad que es cinematográfica en el sentido que lo suyo no es documental sino una evidencia artificiosa de lo real. Y en Proyecto Florida ese artificio es un condimento fundamental, por cuanto los personajes habitan un espacio lindero, cercano, arrabalero al sueño americano y plástico que representa Disneylandia.
Halley, su hija Moonee, el conserje Bobby, todos habitan una suerte de monobloc colorido que parece salido de una pesadilla kitsch. Ese lugar, circundado por calles que tienen nombres como “Los siete enanitos”, es un territorio que limita con el parque de diversiones imaginado por el Tío Walt, espacio que opera como horizonte imposible de estos personajes: madres solitarias, abuelas que se hacen cargo de los hijos de sus hijas, niños que rondan por ahí ajusticiando al mundo desde su impávida ingenuidad. Todos viviendo de la asistencia social, de laburos ingratos o de changas subrepticias que surgen entre la resaca de la industria turística. Los niños son la clave aquí: la película arranca con Moonee y sus amigos matando el tiempo muerto, escupiendo los autos de los vecinos, generando el caos con ese desquicio desprovisto de moral de la infancia. Y ahí el primer giro que muestra a Baker como un director que no sólo elude las convenciones, sino que además está muy seguro de su cine, de lo que quiere contar y cómo hacerlo: el castigo a Moonee y sus amigos no llega, y ese episodio determina el comienzo de un vínculo de amistad entre la madre de Moonee y la mujer a la que le escupen el auto. Así Baker relativiza nuestra mirada moral, nuestro mundo edificado en base a reglas de conducta y rigidez. O, en todo caso, cuando la ley se hace presente en el film, no sólo lo hace torpemente, sino que ya es demasiado tarde.
Desde aquella secuencia inicial, Proyecto Florida trabajará en paralelo el mundo de los niños y el de los adultos, que colisionarán cada tanto. Aunque en verdad, lo que registra Baker no es más que una adultez consecuencia de infancias rotas: ahí está Halley, como cometa errante atravesando el cielo de una película que nunca la juzga aunque exponga sus contradicciones (y acá me viene a la memoria el personaje de Amy Ryan en la enorme Desapareció una noche de Ben Affleck). Esa marginalidad que es la sustancia principal sobre la que Baker trabaja pocas veces se vio tan libre, tan desprovista de sentencia. Proyecto Florida cobija a esas criaturas aún cuando las exponga, pero es fundamentalmente el punto de vista de los niños el que permite que todo sea visto desde un lugar si se quiere más amoral: lejos del juicio de los adultos, aunque conscientes de lo que puede ocurrir (Baker no es tonto, se centra en la infancia pero lo suyo no es infantil), Moonee y sus amigos transitan los pasillos de esa vecindad rozando todos los peligros imaginables. Cuánto de todo eso los afectará el resto de sus vidas es algo que la película no se anima ni a intuir, aunque se puede filtrar a través de lo que reflejan los personajes adultos. Proyecto Florida es una película en presente, por eso ese final falso y escapista, un viaje al mundo de los sueños para huir del horror circundante: tal vez Moonee logre atrapar el caldero con oro que hay al final del arcoiris.
Por último, destacar la presencia de Willen Dafoe como el conserje Bobby. El actor nos tiene acostumbrados a sus personajes apesadumbrados, a bucear en universos bastante sórdidos, por lo que su presencia nos genera un ruido en medio de la humanidad del relato de Baker: pensamos, constantemente, que su personaje va a quebrar hacia algún lugar oscuro. Es una tensión que le suma a la película. Sin embargo, eso no sucede nunca y Dafoe nos regala una de sus actuaciones más sinceras y desprovistas de cualquier exageración. Es una actuación mínima, rodeada de gestos mesurados, que construye un personaje entrañable que desde su lugar trata de contener y proteger a los demás, aunque su tarea pueda resultar infructuosa. Es un detalle más del ojo humanizante de Baker, que no sólo humaniza a sus criaturas sino también al propio cine como herramienta que puede retratar la realidad sin distorsionarla ni convertirla en un espectáculo inmoral.