Con El puerto, Kaurismäki viene a demostrar que no hay temas buenos o malos, que todo depende de la mirada del que filma. Inmigración ilegal, represión policial, marginalidad, enfermedades mortales; El puerto tenía todo para ser una película potencialmente nefasta. Pero el finlandés no es de esos misántropos que discursean cómodamente sobre los males de la sociedad: Kaurismki, a pesar de todo, confía en el mundo y en sus habitantes, y esa confianza se traduce en una puesta en escena que se resiste a ser un pretendido sucedáneo de la vida y apuesta fuerte a encontrar (y crear) la belleza allí donde otros directores se regodearían con la precariedad y la miseria.Esa fe del director se percibe en la manera con que pinta un barrio pobre de Le Havre y a sus vecinos: los colores y la luz, saturados y claramente artificiales (chillones, atractivos), parecen gritar en cada plano que se está ante una película. Por eso impresiona el fragmento de noticiero que se ve en un bar: esa estética televisiva, desprolija y agitada no entra en el horizonte cinematográfico de Kaurismäki.
Decíamos confianza en el mundo. A contramano de la gran mayoría del cine actual, Kaurismäki no habla de individuos sino de vecinos. El grupo humano que acompaña a Marcel y lo ayuda aparece en múltiples ocasiones y lugares: la estación de tren donde trabaja el protagonista, el bar, la panadería, la calle, el hospital y el recital a beneficio. Ese estar en diferentes espacios signa el clima colectivo que reviste toda la película, y algunos de los momentos más logrados ocurren cuando un outsider se integra momentáneamente a esa cálida comunidad, como cuando Idrissa conoce finalmente a la esposa de Marcel, el inspector Monet avisa del peligro y ayuda en la fuga de Idrissa, o el solitario y deprimido Little Bob acepta tocar para colaborar con la causa.
Los que disfruten (si es que tal cosa es posible) del cine de mercachifles como Iñárritu probablemente se sientan desorientados frente a El puerto. Una vez más, Kaurismäki abjura de cualquier pretensión de realismo al uso. Lo suyo no es la supuesta constatación de una idea profílmica (el mundo es un lugar terrible en el que solo hay sufrimiento) sino un comentario sobre la vida que solo puede enunciarse dentro de los límites del cine; el extrañamiento, lejos de proponer distancia y llamar a una reflexión desapasionada, hace que nos involucremos todavía más con las penas y los deseos de los personajes. El final, luminoso y esperanzador, habla de un cineasta en plena madurez que no necesita apelar a golpes bajos o lecciones de vida. En todo caso, si en El puerto hay algo parecido a una lección hay que buscarla en la manera en que el director construye un universo propio y toca temas de actualidad sin utilizarlos para generar impacto fácil, y en cómo observa a sus criaturas sin aplastarlas bajo la puesta en escena, siempre dejándoles el espacio necesario para que respiren y nos convenzan de la honestidad de su misión.