El rufián melancólico
Hay pocos directores que podrían salir airosos a partir de la utilización de citas cinéfilas tan dispares como Fassbinder, Bresson, Keaton, Capra, Truffaut y Buñuel. Sin embargo, hay uno que sí lo hace; es finlandés y se llama Aki Kaurismäki.
Las primeras imágenes de El puerto son de una irresistible melancolía y, al mismo tiempo, nos colocan en el clima de la película con un delicado y preciso montaje: Marcel Marx, lustrabotas entrañable, se ve envuelto en una situación absurda propia del código gangsteril. Va de un lado al otro, con apenas tres o cuatro panes bajo el brazo que ha recogido por ahí, en algún negocio vecino, hasta llegar a su casa. A partir de allí, su vida se verá envuelta entre dos frentes dramáticos: el cuidado de un niño inmigrante ilegal de Gabón que intenta llegar a Londres para reencontrarse con su madre y la atención de su mujer, enferma de cáncer en el hospital. La trama bien podría conducir al disparate o a los bajos fondos del sentimentalismo más barato. No obstante, el perfecto equilibrio del realizador en la puesta en escena logra hacer convivir diversas fuentes genéricas (desde el melodrama hasta el policial) sin desenfrenos argumentales ni emociones fáciles, lejos de la trampa y del efectismo.
En este sentido, hay en Kaurismäki un gesto muy inteligente de apropiación de la tradición cinematográfica en la que se formó (basta la inconfundible presencia del inmortal Jean-Pierre Léaud). Su paleta de colores opuestos y complementarios, propios de un manierismo clave en los setenta (que recuerdan a las relecturas melodramáticas de Sirk hechas por Fassbinder); las alusiones al cine silente a través de las miradas keatonianas de sus criaturas y de la aparición del genial Pierre Etaix encarnando a un médico; la ausencia de una psicología contaminante y explicativa, sumada a cierto despojamiento, que invocan al maestro Bresson; no impiden que esta película sea un eslabón fértil más de la filmografía del finlandés, una marca registrada en el mejor sentido de la palabra, una obra de autor que, además, añade y profundiza cada una de las constantes que aparecían en sus films anteriores.
Por un lado, el humor como herramienta. Lejos de perderse en situaciones de risa forzada, ciertas líneas de diálogo y momentos donde la tensión es evidente, conviven para crear instantes inolvidables: bares con dos o tres locos perdidos entre música, alcohol y cigarrillos; miradas que se cruzan y la duración apenas extendida de los primeros planos para crear un efecto de extrañamiento, hecho que da lugar a otro elemento de privilegio: el absurdo. Kaurismäki se muestra en forma como un maestro en el arte de evitar el disparate. Su humor es reflexivo antes que banal y el sustituto perfecto para no caer en el mero realismo testimonial. Se da el lujo de establecer una denuncia solapada hacia las formas de discriminación del gobierno francés ante los inmigrantes sin resignar sus principios estéticos y su rigurosa construcción visual. Donde otros ponen palabras altisonantes, una mirada, un titular de diario o una canción son los signos que hacen visible el trasfondo terrible que enmarca la historia.
Por el otro, los insertos musicales son otro rasgo inconfundible. La precisión para incluir temas musicales de estilos diversos es notable. La introducción del tango Cuesta abajo (ya utilizado en Yo alquilé un asesino por contrato, otra desopilante película de Aki) hasta un concierto de Little Bob, en su performance decadente de Elvis Presley, hablan de un evidente eclecticismo que se disfruta sin reparos.
Al mismo tiempo, estamos ante uno de los cineastas que mejor trata a sus criaturas, de una humanidad impresionante y de una presencia cinematográfica como pocas. Basta examinar los rostros y los cuerpos de Marcel y los integrantes del vecindario para comprobarlo. El mismo protagonista es un niño grande, un aventurero a la fuerza, que hace frente a situaciones adversas para tapar su propia imposibilidad de insertarse laboralmente en un sistema que no lo contempla y que lo hace invisible. La grandeza de Marcel no está dada sólo por su cuerpo gigante sino por su inmensidad moral y la solidaridad que impregna en todos los personajes de ese entorno social tan entrañable.
Esto último conduce al costado político de la película. La solidaridad es la única forma de sobrevivir en un mundo que excluye y lo que mantendrá juntos a los desclasados (además de los bares y la música) frente a la feroz globalización, con la enorme satisfacción (antes que felicidad) que otorga el compañerismo frente al individualismo. No hay en la película de Kausimäki televisores ni medios apabullantes, sólo espacios sociales o recitales, donde la gente se congrega, no se aísla. Su melancolía, tantas veces referida en el análisis de sus films, no es la de un director aniñado y llorón (tan común por estas tierras) sino un motivo de creación, de inspiración que nunca da lugar a la derrota. En una conversación en la sala del hospital, el médico le dice a la paciente que “puede haber un milagro”, a lo que ella responde “no en mi barrio”. Estas palabras cargadas de escepticismo y de resonancia social, son eclipsadas hacia el final donde Kaurismäki homenajea a Capra y a Qué bello es vivir. Es allí donde la fábula moral se hace presente y uno entiende que todavía hay esperanza.