Otra visita al planeta Aki
En la ciudad normanda de Le Havre aparece abandonado un container con refugiados africanos, a uno de los cuales persigue la policía. Y, a través de la solidaridad vecinal, Kaurismäki deja que prevalezca el deseo de esperanza a toda costa.
En la fonola del bar Le Moderne, ubicado en una esquina de barrio de la ciudad normanda de Le Havre, no se escucha pop francés, algún hit internacional o música de fusión árabe o africana, sino “Cuesta abajo”, de Gardel y Lepera. Y no cualquier versión, sino la original, la de los años ’30, dando la sensación de que la escena se alarga después en la vereda, nada más que para que la voz del Mudo pueda oírse un rato más. Allí termina de quedar claro, por si hacía falta, que Le Havre de Le Havre no es Le Havre, sino Le Havre de Aki Kaurismäki. Es posible que no haya en el cine contemporáneo un autor más fiel, más consecuente con el trazo de su firma que el creador de los Leningrad Cowboys, de Ariel, de Nubes pasajeras o de El hombre sin pasado. Como todas sus películas, El puerto (tal el título con que Le Havre se estrena en la Argentina) no transcurre en este mundo, sino en el planeta Aki. Sin embargo, de todas sus películas, El puerto es, seguramente, la que guarda una relación más notoria y visible con este mundo, en la medida en que aborda uno de esos temas que, en otra época, algún amante de los lugares comunes hubiera llamado “de candente actualidad”: el de los inmigrantes sin papeles de los países pobres. De esos a los que los gobiernos europeos quieren echar al mar.
Nada más parecido a Helsinki (la Helsinki de Hamlet en el mundo de los negocios, La chica de la fábrica de fósforos y Luces al atardecer, al menos) que la pequeña ciudad normanda de El puerto. Las calles solitarias parecen las mismas. Las noches, los vecinos, las barras de los bares, el silencio imperante, también. Es el planeta Aki, con su gente parca y solitaria, sus rostros familiares, su caballerosidad a la antigua, sus perritos compañeros, sus autos, mueblería y gadgets como de los años ’50. Hasta los propios empleos son de otra época: el protagonista de El puerto, Marcel Marx (André Wilms, integrante de la troupe Kaurismäki desde La vie de Bohème, 1990), es zapatero, oficio casi tan extinto como el de deshollinador. El de El puerto es el barrio a la antigua, con su panadera, el almacenero, la dueña del bar y hasta el delator, que parece salido de El cuervo, de Clouzot (un Jean-Pierre Léaud cada día más triste). Tan a la antigua que (ver entrevista) ese barrio dejó de existir como tal en cuanto terminó el rodaje de El puerto.
Pero ya en la primera escena, la aparición de un inmigrante asiático, vendedor ambulante con papeles falsos, anuncia que personajes de otro mundo se han inmiscuido, como fantasmas, en esa foto de medio siglo atrás. Unas escenas más adelante se suman a la foto un grupo de inmigrantes provenientes de Gabón, extraviados en un container, camino a Londres. “Armado y peligroso”, dicen las primeras planas de los diarios sobre el chico que escapa de la policía, y poco después se verán, en un noticiero de televisión, imágenes de la represión policial a un campamento de refugiados, a kilómetros de allí, en Calais. Una represión tan real que un documental exhibido el año pasado en el Bafici (Qu’ils reposent en révolte) está enteramente dedicado a ese episodio.
El cine de Kaurismäki, que en su etapa clásica halló en el absurdo y en un romanticismo de fondo, cuidadosamente acidificado, vías de escape (o de consuelo) ante el fatalismo dominante, a partir de El hombre sin pasado, no por nada su película más vista, fue dejando entrar dosis de esperanza hasta entonces impensadas. Dando un paso más en ese sentido, la solidaridad vecinal de El puerto, la camaradería popular frente al despiadado poder político, el deseo de esperanza a toda costa –al precio del cuento de hadas– arrima el cine de Kaurismäki, caracterizado hasta ahora por su austeridad, ironía y pesimismo, a zonas que parecían muy distantes: la idealizada Marsella popular de Marius y Jeannette y otras películas de Robert Guédiguian (no por nada aparece aquí Jean-Pierre Darroussin, uno de sus iconos) y hasta la combativa Gran Bretaña proletaria de Ken Loach, a quien no casualmente el creador de los Leningrad Cowboys cita con asiduidad en entrevistas recientes.
En paralelo con el costado social-solidario, El puerto narra una segunda historia: la de la relación amorosa entre el zapatero y su esposa (Kati Outinen, emblema definitivo del cine de Kaurismäki), que conduce de lleno a lo que podría llamarse “melodrama hospitalario”. A diferencia de melodramas previos (La muchacha de la fábrica de fósforos, Juha sobre todo), caracterizados por su seca crueldad, asoma aquí una corriente sentimental, que vincula a Kaurismäki con otro referente que parecía poco afín. Si su cine siempre fue, por su hierático estoicismo, keatoniano, la sentimentalidad de El puerto explica que el realizador más influyente sobre Kaurismäki sea en la actualidad, según él mismo ha confesado en entrevistas, el Chaplin de Luces de la ciudad o Candilejas.
Pero la crudeza à la Bresson sigue estando. No sólo en la frontalidad de la cámara y los brazos frecuentemente caídos de sus personajes, sino en la búsqueda de pureza visual que lo lleva a relacionar objetos y miradas, en planos-detalle brutalmente fijos y por cortes abruptamente directos, para extraer de allí sentidos. Véase la primera escena, con su ecuación: mirada hacia abajo del protagonista + zapatillas de los paseantes + caja y pomadas de lustrar, que presenta en tres planos personaje y situación. O el otro sorprendente plano-detalle, que revela esa variante del “en casa de herrero, cuchillo de palo” que es un zapatero de zapatos sucios.