Una película buena
El cine del finlandés Aki Kaurismäki se reconoce: colores, tono, calma, mundo con límites precisos, una sabiduría que incluye el absurdo, un poco de tango y alguna otra música nostálgica y hasta algo de rock, humor con sordina. A estas alturas, una marca registrada ya hace rato.
Conocí sus películas –junto con las de su hermano Mika, (antes se decía “el cine de los Kaurismaki”, aunque con el tiempo Aki, el menor, se destacó notablemente)– en un ciclo en la sala Lugones en los noventa. Las que más me gustaron de ese programa fueron La chica de la fábrica de fósforos y Yo alquilé a un asesino por contrato. Esta última estaba protagonizada por Jean-Pierre Léaud, es decir, el actor-ícono de la Nouvelle Vague, el actor de Truffaut, de Godard y hasta de la película que quizás haya marcado la muerte del movimiento, Le maman et la putain de Jean Eustache. Con Kaurismäki, Léaud también actuó, aunque no de protagonista, en La vie de bohème (1992). A esa película, filmada en París con una mezcla de actores franceses y finlandeses, seguramente se refiera el protagonista de El puerto (Le Havre) cuando habla de su vida pasada bohemia en París. El protagonista de Le Havre es Marcel Marx (André Wilms). En La vie de bohème, Wilms, uno de los “bohemios”, también se llamaba Marcel.
Pero Le Havre no es sobre la bohemia, es sobre la bondad, la camaradería, que en la película se adueñan del pequeño mundo de los personajes: la bondad, la amabilidad como resistencia, la política como acción microscópica (este Marx es un zapatero, y no cree en eso de “zapatero, a tus zapatos”). Los pequeños gestos, las pequeñas ayudas: fundamentos de la vida comunitaria de un vecindario nada lujoso de la ciudad portuaria del norte de Francia del título original. La película combina un tema actual como el de la inmigración –ilegal y también desesperada, urgente– africana hacia Europa con un ambiente que no parece de esta época: hay teléfonos antiguos, nada (o poco) de tecnología “moderna”. Hay una referencia a un “error informático” y un llamado, malvado, desde un celular, irrupciones, interrupciones del fluir de la vida, una vida menos bohemia que llena de bonhomía. El llamado malvado lo hace Jean-Pierre Léaud, que en un brevísimo papel parece echar una sombra mitad siniestra y mitad risueña sobre su pasado como adolescente fugitivo en Los 400 golpes. Desson Howe, en el Washington Post, dijo en 1993 que “ver una película de Kaurismäki es haberlas visto todas, pero igual hay que verlas todas”. Sí, también hay que ver Le Havre, y aclaro que entre las últimas de Kaurismäki, El hombre sin pasado se me había hecho, y lo digo como defecto, “demasiado kaurismäkiana”, con demasiado automatismo autoral. Pero Le Havre es menos abigarrada, más aireada, y además de ser una buena película es una película buena.
Algo más: hace algunas semanas escribí a favor de Los Vengadores y algunos de los comentaristas sacaron a relucir sus anteojeras estéticas al querer establecer que si a uno le gusta una película industrial de las caras aparentemente no le pueden gustar películas de autores prestigiosos o de jóvenes promesas que trabajan con presupuestos muy inferiores. En fin, no voy a explicar ahora la noción de autor, ni la de política de autor y tampoco la historia de los autores en la industria y su reconocimiento. Tampoco quiero explicarles nada a esos lectores, sólo quiero llamar la atención sobre la estrechez de miras, el tribunismo, la negación irracional de algo en función de la afirmación fanática de otra. A todo esto ayuda, por supuesto, términos pavotes como “cine pochoclero” o “cine arte”, meras etiquetas que –sin querer o queriendo, o sin querer queriendo– son dañinos y ayudan a obturar acercamientos más libres hacia un arte tan variado como es el cine, que es arte en Kaurismäki y es arte en Los Vengadores, entre infinidad de otras encarnaciones.