Podrán cambiar la geografía y el idioma, pero el escenario del nuevo film de Aki Kaurismäki permanece inalterable. Sus personajes de siempre, esos eternos y entrañables perdedores dispuestos a renunciar a todo, con excepción de su dignidad, ya no viven en las desangeladas urbes del norte europeo. Ahora hablan en francés, residen junto al Mediterráneo, en un arrabal próximo al puerto de El Havre.
Esta mudanza es la única novedad en un mundo en el que nada cambia. Al menos en apariencia, porque Kaurismäki parte -como es su costumbre- de una realidad en donde las penurias y las aflicciones se encarnan con triste persistencia en la piel de las mejores personas. Pero en esta ocasión, a contramano de anteriores planteos, su mirada profundamente humanista incluye visos de esperanza y de optimismo frente a la adversidad.
De un lado aparece el maduro Marcel Marx (André Wilms, magnífico en su ascetismo), un escritor que sacrificó el éxito para conservar su obstinado espíritu bohemio y por eso sobrevive a duras penas lustrando zapatos y vive a la buena de Dios en una casucha junto con su cariñosa mujer, Arletty (la enternecedora Kati Outinen), que para colmo está enferma de cáncer. Del otro, un desvalido niño africano (Blondin Miguel, pura expresividad), que perdió todo en medio de una incierta y arriesgada travesía con destino final en Londres, donde vive su madre.
Con la delicadeza y la sensibilidad de las que sólo son capaces los realizadores que tienen una mirada certera, precisa y coherente, Kaurismäki consigue que el espectador no pierda de vista las miserias materiales, morales y espirituales del mundo real. Pero al mismo tiempo nos conduce, con un espíritu en el que se mezclan la fábula y el cuento de hadas, a través de un viaje en el tiempo, hacia un cosmos ideal y nostálgico que protege a las víctimas de los abusos y les permite recuperar y compartir todos los rasgos de humanidad que la dura realidad cotidiana logró escamotearles.
Esa convicción se refuerza con algunos detalles dignos de mención. Hay, por ejemplo, personajes cuyos nombres adquieren resonancia propia (con Marx y Arletty, aquella musa del cine de Marcel Carné, a la cabeza) y también una presencia decisiva de glorias del cine francés en distintas etapas, como Jean Pierre Léaud y Pierre Etaix
No hay en Kaurismäki otra declaración que la de manifestar su fe y su confianza en la capacidad humana para reencontrarse con lo mejor de su esencia. Fiel a su identidad, el realizador finlandés elude la denuncia y el manifiesto político expreso. Prefiere dejar al descubierto lo que no le gusta (como el calvario que soportan los inmigrantes clandestinos) con las marcas y los signos de su genuino lenguaje cinematográfico, desde el humor surgido de la situación más absurda hasta la rara poesía que emana, increíblemente, de los personajes y las situaciones más asépticas y austeras.
Kaurismäki nunca necesitó hablar y mostrar de más. Pero esta vez su proverbial sobriedad hace que los buenos, al final, tengan su premio. Una recompensa que puede adquirir ribetes de milagro en el más amplio sentido del término. También para el espectador, que contempla todo lo que ocurre con el corazón tibio y una tierna sonrisa en los labios.