Una fábula socialista
Agosto será un mes de cine político en Córdoba. Al estreno de “Tierra de los Padres” y “Cuentas del Alma”, la próxima semana le seguirá la reposición de uno de los mejores filmes que haya dado el siglo que transitamos: “Figuras de la guerra”, de Sylvain George. Pero vale la pena anticiparnos a las novedades con el comentario de otra película que aún no ha llegado a nuestras salas (aunque está anunciada para las próximas semanas), destinada también a ubicarse entre lo mejor del año, ejemplo magnífico de la amplitud y vitalidad que puede tener esa categoría que mentamos al inicio de la nota: hablo de “El Puerto”, último opus de Aki Kaurismäki, acaso uno de los filmes más lúdicos y explícitamente políticos del director finlandés, un verdadero autor cinematográfico en el sentido clásico -y político- del término.
Ocurre que a menudo se asocia el “cine político” (categoría que, reiteramos, es redundante porque todo cine lo es, ya que todo filme posee una visión del mundo, y del propio cine) con una estética realista, derivada de una búsqueda testimonial o de denuncia, lo contrario de lo que suele suceder en los filmes de Kaurismäki. El finlandés ha sabido construir un universo absolutamente propio, que aún con las múltiples referencias cinéfilas que contiene es siempre personalísimo, tanto que nos basta ver un par de planos de sus películas para identificar su autoría. Aquí, en su primera incursión fuera de Finlandia, Kaurismäki realiza además una apuesta doblemente desafiante: compone una fábula de tintes socialistas, que contiene una insólita cuota de optimismo para sus cánones cinematográficos, y al mismo tiempo aborda un tema tan acuciante y presente en Europa como es la inmigración ilegal, aunque sin banalizarlo. El resultado es Kaurismäki puro, un filme capaz de ofrecer una implacable lectura del mundo sin renunciar por ello a la esperanza, el humor o la belleza, o mejor a la simple posibilidad de soñar con otro estado de cosas posible.
Los tres planos iniciales del filme sintetizan un estilo narrativo: lo primero serán los sonidos de una estación de trenes, pero el fundido a negro dará lugar a un plano medio de nuestro protagonista, un limpiabotas llamado Marcel Marx (André Wilms, que interpreta al mismo personaje de “La vida bohemia”), que acompañado por un inmigrante oriental mantiene su mirada fija en el piso. Le seguirá un plano de los pies de los transeúntes, que bastará para sugerir el anacronismo y la situación social de Marx: nadie usa ya zapatos, el oficio del lustrabotas pertenece a otro tiempo histórico (algo que enfatiza el tercer plano, que enfoca sus elementos de trabajo). La cámara volverá a Marcel, que sigue mirando al suelo hasta que aparece un cliente potencial, también un personaje de otro tiempo pues semeja un mafioso de cine clásico (que, efectivamente será asesinado poco después en fuera de campo). “Vámonos antes de que nos culpen a nosotros”, dirá Marcel y ése prólogo, que pertenece a otro filme, bastará para explicitar una lectura del mundo, las condiciones de una existencia. Como apunta Marcos Rodríguez en “El Amante”, ese corto policial conseguirá dejar sentada también una posición política y ética: Kaurismäki elige contar las vidas de aquellos que están en los márgenes, que apenas figurarían como extras en una película de género. Por eso, El Puerto será otra cosa, acaso una lúdica impugnación de ese estado del mundo, o una fábula sobre cómo la solidaridad de clase puede enfrentar las injusticias del sistema. Ocurre que Marx dará con un niño inmigrante de África, que escapó de una redada y quiere llegar a Londres: pese a su precaria situación económica, y a que tiene a su esposa internada, Marcel no dudará en albergar al joven y ayudarlo en su odisea. Lo acompañará su pequeña comunidad de vecinos (aunque nunca faltará un delator, el emblemático Jean-Pierre Léaud) y hasta el propio comisario a cargo del caso tendrá algunos gestos amistosos, aunque quizás oculte otras intensiones.
Auténticamente popular y formalmente refinado, la lucidez política del filme podría pasar desapercibida por ese supuesto romanticismo social, aunque en realidad Kaurismäki mantiene su mirada crítica e inclemente del mundo. Véase si no el tratamiento que le dan los medios a la noticia: “¿Armado? ¿Será de Al Qaeda?” Titula un diario al informar del escape del joven; poco después, se mostrarán imágenes reales de los noticieros sobre las revueltas en Calais, cruce central para la inmigración africana (y objeto del documental de George citado al inicio). Si bien los poderosos quedarán fuera de campo, las consecuencias de sus acciones estarán siempre presentes, así como también los efectos de la injusta distribución del dinero (que cobrará un protagonismo inusitado en el filme). La estética pop de Kaurismäki, con esos colores vivos y esa fotografía que cruza ráfagas de luz en el plano para emular al cine clásico, servirá para acentuar también el carácter artificial de la fábula. Hasta el típico humor absurdo del director se encuentra atravesado por la situación de clase y se vuelve más negro aún: “Sólo cabe esperar un milagro”, le anuncia el médico a la mujer de Marx: “No en mi barrio”, le contesta Kati Outinen. Sólo el legendario pesimismo del director finlandés se encuentra dosificado, pero en este caso por una legítima y necesaria fe en la solidaridad de clase y en el humanismo intrínseco de los desplazados.
Por Martín Iparraguirre