Celulares para el apocalipsis zombi
Los teléfonos disparan una señal maléfica. Sonámbulos y asesinos, atentos al sonido del ringtone. Una vuelta al mundo zombi.
Es llamativa la demora de esta película, de cara a un libro que ya tiene diez años. Cell rima con Hell, decía Stephen King sobre su novela, cuando todavía la telefonía celular era una novedad. El maestro del terror se divertía con la noticia tecnológica, a la manera de un contagio. Una señal maldita, oída y replicada a través de cuantos telefonitos hubiese, desataba un salto evolutivo pero demencial, protagonizado por hordas. O algo parecido.
El libro estuvo dedicado a otros dos maestros: George Romero y Richard Matheson. Cell, de hecho, es la combustión resultante entre la película La noche de los muertos vivos (1968) y el libro Soy leyenda (1954). El mismo King aclaraba en la solapa, a la manera de un último hombre en la Tierra, que no tenía celular. Como un héroe solitario, en extinción, que miraba cómo los comportamientos ajenos mutaban hacia algo diferente. Vista desde la actualidad, aquella novela puede pensarse como el ejercicio literario sobre un miedo ya pasado, o que se ha concretado.
Vale decir, el descontrol de la masa al que parece aludir King se revela en el libro como programático. Se trata de grupos cuyo desconcierto dura sólo un corto tiempo. Después surgen sus patrones de conducta, que dejan entrever algo mayor. El derrotero del personaje principal -Clay Riddell, historietista- tiene que ver con este lento descubrimiento, mientras busca dar con el paradero de su hijo. Hábilmente, King fundía zombis con caminantes tecnificados, hoy pasibles de ser ejemplificados con cuantas nuevas aplicaciones se quieran.
Por eso, la tardía versión al cine de Cell, estrenada aquí con el título El pulso, llama la atención; aun cuando sean ciertas sus marchas y contramarchas, entre las cuales supo figurar el director Eli Roth (Hostel), finalmente reemplazado por Tod Williams (Actividad paranormal 2). Igualmente, un rasgo sobresale y no es cualquiera: el propio Stephen King participa del guión. Pero no alcanza.
No alcanza y está lejos de rozar el gusto cinéfilo, escabroso y hermoso, que primaran en películas como Creepshow (1982), fruto de la colaboración King/Romero, o la primera versión al cine de Soy leyenda: Seres de las sombras (1964), película maldita y repudiada por el propio Matheson (guionista allí), pero en blanco y negro y con Vincent Price. (Vale reverla.) Se citan estos ejemplos porque El pulso se decide por la reconstrucción en clave mínima, con presupuesto reducido y pocos personajes. Elección estética que la articula con los films de la serie B, pero sin aquella altura estética.
El film de Williams reitera las premisas del libro de King, pero se nota la falta de verosímil: durante su estancia en el aeropuerto, Clay (John Cusack) observa cómo los tranquilos pasajeros devienen bestias sin control. Se golpean y suicidan. No tardará en estrellarse un avión contra el edificio. La relación terrorista es inevitable, el nido violento que supone la sociedad y sus normas también. Pero la plasmación es bien pobre, propia de un telefilm de poca monta. Muchos efectos digitales, sin credibilidad. En este sentido, El pulso se sitúa cerca de El apocalipsis (2014), una película berretísima, con Nicolas Cage vuelto piloto comercial, en medio de una profecía cumplida: los inocentes desaparecen, quedan en la Tierra los corruptos. La película es tan elemental como reaccionaria, pero elige tomar sus limitaciones de manera falsamente seria. Lo que culmina por provocar una rara avis, como si se tratara de un film de los Monty Python.
El pulso, en cambio, se toma en serio y, curiosamente, culmina por parecer reaccionaria, dada su condena a la nueva tecnología. Hay un movimiento inverso entre aquel film y éste, cuando todo debiera indicar lo contrario, con Clay convertido en detractor del uso de celulares. En este camino de huida y búsqueda -del hijo-, el dibujante tendrá alucinaciones compartidas con sus nuevos amigos: Tom (Samuel L. Jackson) y la joven Alice (Isabelle Fuhrman), quien acaba de matar a su madre; los tres, una nueva familia.
Mientras el trío procura organizarse, un personaje fantasmático se revela de manera recurrente, al reiterarse como piezas descompuestas en los sueños. Su revelación progresiva atará cabos sueltos, mientras involuntariamente evoca el desenlace de Venecia rojo shocking, de Nicolas Roeg. El momento contundente, en este tren de relaciones, será el arribo de Clay a la casa de su ex-mujer. El tan temido reencuentro -que puede entenderse de cara a ella como también a su hijo- tiene su protagonismo y temida resolución parcial.
Todo sucede tan rápido, que no hay tiempo de congeniar con ninguno de los personajes. El único que es capaz de aportar cierta simpatía, propia de su hacer, es Samuel L. Jackson. Pero Cusack exhibe un rostro que ya resulta prototípico y céreo, todavía retenido en cierta imagen jovial que ya no le va.
El momento final, por todo esto, es de lo mejor de El pulso. Pero, se decía, no alcanza. Para llegar allí, la película se exhibe como una repetición de modismos ya conocidos y mejor reformulados por otras películas, cómics, y series televisivas. Un King bien menor, lamentablemente.