La impunidad al palo
Hay dos puestas en escena que atraviesan la trama de El rati horror show, nuevo documental de denuncia que el cineasta Enrique Piñeyro construyó en base a la investigación periodística previa del periodista Pablo Galfre (ver entrevista) y codirigió junto al director Pablo Tesoriere (Puerta 12 y Futbol violencia S.A): la del cine dentro del cine (el proceso del documental se expone ante los ojos del espectador como la preparación de un alegato contra las pruebas incriminatorias) y la de inventar una causa policial, plantando pruebas para condenar a un inocente y así mantener intacta la impunidad de la policía y, de su aliado más cercano, el Poder Judicial.
De esta forma comienza esta historia de terror real que lamentablemente no tiene un final feliz y deja un gusto más que amargo a todo aquel que la vea en calidad de espectador o de simple ciudadano de un país donde no hay justicia.
No por casualidad Piñeyro se encarga de establecer un puente dialéctico entre dos hechos -en apariencia diferentes- como el asesinato de los piqueteros Kosteki y Santillán en el puente Pueyrredón y un confuso episodio policial conocido mediáticamente como la masacre de Pompeya, donde perdieron la vida 3 peatones que fueron atropellados por un presunto delincuente perseguido por la policía en un Peugeot 504 negro sin identificación.
Condenado por la vorágine mediática y la opinión pública obediente y cómplice, Fernando Carrera es un emblema de lo que podría denominarse cinematográficamente falso culpable. Su pesadilla, intitulada la masacre de Pompeya por los medios amarillistas y de los otros, comienza en enero del 2005 cuando en un confuso operativo policial lo confunden con un delincuente que manejaba un auto blanco (Peugeot o Palio, de acuerdo a la descripción del comando radioeléctrico que alertaba a la policía) y es interceptado por un Peugeot negro conducido por policías de civil como parte de un operativo cerrojo. Al ver que uno de ellos saca medio cuerpo fuera del coche y le apunta con una itaca, Fernando, comerciante que recién había dejado a sus niños en la casa de su abuela, piensa que lo quieren asaltar y acelera recibiendo un balazo en el maxilar que lo deja inconsciente y por ende le hace perder el control del vehículo avanzando en contramano. Durante un breve trayecto (reconstruido digitalmente por Piñeyro y su equipo con tecnología de alta gama), atropella mortalmente a 3 transeúntes, entre ellos un niño de apenas 6 años y deja 6 heridos. Luego, al impactar su vehículo con el otro del operativo, un Renault 9, la misma policía de civil (algunos pertenecientes a la comisaria 34 señalada por antecedentes de abuso policial) continuó disparando al auto y al propio Fernando que recibió 8 balazos, pero milagrosamente no murió.
A partir de allí, el rumbo de esta historia avanza hacia el terreno de la manipulación y la gran mentira que tiene por objeto convertir, gracias a la ebullición mediática y a la necesidad de borrar toda prueba que pusiese en tela de juicio el accionar policial, a un simple ciudadano que estaba en el lugar equivocado y en el momento equivocado en un asesino serial, sin ninguna prueba condenatoria que no esté viciada de nulidad: no hay pericias sobre las armas de los policías ni pruebas dactiloscópicas del arma que supuestamente tenía el acusado en su poder, entre muchas otras aberraciones jurídicas.
En el proceso judicial y en el derrotero que debió padecer Fernando Carrera quedan manchados abogados, fiscales, falsos testigos y jueces como artífices que participaron activamente para ocultar la verdad de los hechos. No obstante, más allá de la suerte de esta víctima que hoy continúa encarcelada en Marcos Paz y aguarda que la Corte Suprema de la Nación se expida sobre la sentencia, las irrefutables pruebas, que el director presentó junto a personalidades relacionadas con la lucha por derechos humanos como el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel ante el Procurador General de la Nación Esteban Righi para llegar a la Corte Suprema de Justicia, fueron desestimadas quedando en evidencia la connivencia entre el poder policial, el judicial y el estatal.
Resulta demoledor e impactante el film de Enrique Piñeyro, quien utiliza el sentido común; la tecnología de alta gama y los recursos cinematográficos para construir un relato que, lejos de perseguir un ánimo didactista, encuentra el camino adecuado para incorporar material de archivo de noticieros televisivos, información sobre la causa, planteos de hipótesis que terminan por demostrar cada una de las falsedades y complicidades entre los jueces de la causa y los policías involucrados para terminar reflejando –como lo hiciese con Fuerza Aérea Sociedad Anónima- en manos de quienes estamos los ciudadanos comunes. Y eso no es más ni menos que el espejo de un país con un Estado ausente en donde la vida no vale absolutamente nada cuando se trata de mantener un discurso que estigmatiza y sostiene una estructura de poder amparada en la impunidad.
Con esta nueva película, el director de Bye bye life -donde también experimentaba con la puesta en escena los alcances del cine- sintetiza por un lado un estilo propio, dinámico, que no se regodea con el dolor ajeno ni acude al golpe bajo, sino que se alimenta de un saludable cinismo hasta permitirse incluso el uso de marionetas para representar a los jueces de la causa que dictaron este vergonzoso fallo para resaltar el mutismo y la indiferencia frente a las preguntas que no tienen respuesta. Su cuota de ironía lo vuelve original, valiente y honesto por sobre todas las cosas.
Podría decirse que El rati horror show llega al mismo destino que Fuerza Aérea Sociedad Anónima: una obsesiva búsqueda de la verdad cuando todo indica que la única realidad es una gran mentira.