En El rebelde mundo de Mía la respiración agitada se escucha, se siente y está vinculada con la obsesión por el baile, con alguna huida y con el deseo reprimido, tópicos que van construyendo la cotidianeidad de su gris vida en la periferia de Essex
Siempre que se habla de “respiración” en el cine se lo hace de manera metafórica, queriendo destacar el tiempo de la narración, su aliento. Pero pocas veces como en El rebelde mundo de Mía, la respiración se convierte en un elemento dramático a partir de un intenso trabajo con el sonido. La respiración es la de Mía (la notable Katie Jarvis), adolescente de clase trabajadora involucrada en todo tipo de conflictos, peleada con su madre y su pequeña hermana, fanática del hip-hop y con deseos de convertirse en bailarina. Pero El rebelde mundo de Mía es un drama y, para más datos, uno de esos vinculados con el realismo sucio británico. Por eso no habrá aquí posibilidad de cuento de hadas: el miserabilismo y la sordidez estarán a la orden del día.
Decíamos de la respiración. La directora Andrea Arnold (que con este film obtuvo premios internacionales, Cannes sobre todo) trabaja esto de manera expresiva, a partir de poner en primer plano sonoro las exhalaciones de la protagonista. Aquí, la respiración agitada puede estar vinculada con la obsesión por el baile, con alguna huida o con el deseo reprimido, tópicos que van construyendo la cotidianeidad de su gris vida en la periferia de Essex. A Mía, en plena edad del despertar sexual, la respiración se le agitará, más aún, con la aparición de Connor (Michale Fassbender), el novio de su madre. La forma en que la directora muestra esto, cómo pone la cámara continuamente detrás de la protagonista, asemeja al film con algo del estilo de los Dardenne.
Y es precisamente este vínculo el que deparará los mejores y los peores momentos de El rebelde mundo de Mía (de hecho lo de Mía con su madre y su hermana no sobrepasa la explotación de la disfuncionalidad ya cientos de veces vista, sobre todo en este tipo de cine británico). Arnold trabajará la relación, durante muchos minutos, en el límite de la ambigüedad: nunca sabemos bien qué pasa por la mente de ambos personajes, pero Mía y Connor se tienen un aprecio especial, con brotes de ira por parte de ella que bien pueden significar más amor que odio. Para más detalles, estamos en un núcleo familiar donde lo afectivo no encuentra cauce, los maltratos son cotidianos. Esos pasajes, los mejores, llegarán al clímax con una escena notable, donde una actitud aparentemente reprobable es mostrada con la mayor naturalidad del mundo y con conciencia por parte de los protagonistas.
Pero a partir de ahí el film se enredará. Si bien disimuladas y aligeradas, algunas condenas comenzarán a caer sobre los personajes, que parecen no tener forma de salir de su universo reducido y sórdido. Y, para peor, se sumarán elementos (un caballo, un pescado, un perro, un globo) que tienen todos los números para convertirse en metáforas sobre las etapas que va quemando Mía, aceleradamente. Habitualmente este tipo de películas, con un personaje principal tan fuerte, pierden espesor cuando abandonan ese punto de vista. No es este el caso, ya que Mía permanece constantemente en plano. Lo que falla aquí es la sobreescritura del guión, en donde cada movimiento de los personajes se descubre a posteriori como una manipulación para que ese mundo sin salida no sufra ninguna modificación.
Uno duda, por la forma en que Arnold trabaja determinadas instancias, que ese haya sido el deseo de la directora, pero hay por momentos un regodeo en el miserabilismo y una condena excesiva, que impide darle mayor aire a la historia y animarse a dejar algunas situaciones en el marco de la indefinición: la ambigüedad le sentaba bien. Al final de todo, un globo con forma de corazón, por si hacía falta, nos explicará lo que no entendimos.