Desde la primera escena, en El recuento de daños se aprecia una increíble sofisticación en la construcción de la imagen que se percibe sobre todo en el manejo inteligente del encuadre que aprovecha el off para generar suspenso, la mirada atenta a las superficies de las cosas, y la rara capacidad que demuestra la directora para manejar el movimiento dentro del plano imprimiéndole un dinamismo particular a los objetos (como un coche que viene por la ruta desde el fondo, que en su primera y lejana aparición no es más que la luz proveniente de sus faroles). Hay mucho de sinuosidad que se siente también en otras escenas, como las que transcurren en la casa (el piano, por ejemplo, cobra unas dimensiones estéticas impensadas gracias al trabajo del fotógrafo Gerardo Silvatici) o en el uso del fuera de foco para los planos exteriores de la fábrica. Lástima que en ese universo noctámbulo, hecho de tragedias silenciosas e incertidumbres amenazantes, el guión no alcance a trazar una línea narrativa igualmente potente: los diálogos no siempre suenan bien (en La extranjera, el trabajo anterior de la directora, prácticamente no se hablaba), la información sobre los personajes escasea o llega a destiempo, y algunos momentos (como una pelea que se insinúa sin llegar a materializarse) están forzados y el impacto acaba por diluirse en la apatía general del relato. El recuento de los daños es una película estrictamente para ver, con un universo visual densísimo que invita a ser recorrido lenta y placenteramente, pero a la que no se le puede pedir mucho a la hora de contar. Excepto, claro, cuando se narra estrictamente a través de las imágenes, como ocurre en la brillante secuencia inicial.