La guerra oculta
Richard Linklater vuelve a las pantallas, esta vez con una película producida por Amazon, cuyos tentáculos no parecen conocer límites.
En un principio puede parecer una propuesta atípica para este director. Se trata de una película de guerra, cuando él, gamberradas al margen, se ha ocupado siempre de desmenuzar, en plano corto, las relaciones humanas, los sentimientos complejos y muchas veces inaprehensibles de sus protagonistas.
Sin embargo estamos ante una guerra extraña, en la que no escucharemos ningún disparo, ni veremos una gota de sangre, ni presenciaremos el sufrimiento de las trincheras o el esfuerzo físico de los combatientes. Por no ver ni siquiera veremos, salvo en los informativos que la televisión emite, el rastro de ningún muerto o herido. Pero sí, es una película de guerra, una guerra siempre presente, que va más allá de lo obvio, y que se alza como una fuente inmensa de dolor, porque como dice Sal en un momento dado (qué gran personaje, y qué gran actor detrás de él), «dolor es dolor».
Es una película de guerra y es mucho más, porque la gran virtud de esta obra es la multitud de capas que va superponiendo hasta alcanzar una densidad extraordinaria. Sin apenas esfuerzo (aparente) va diseminando los resortes que, una vez ensamblados, constituirán un universo que trasciende lo cinematográfico, algo que caracteriza, y que sólo le está reservado, a las grandes películas.
Bajo la forma de una no muy convencional road-movie, Doc y sus dos antiguos compañeros se dirigen a recoger el cadáver de su hijo muerto en la Guerra de Irak. En ese viaje, y en el regreso para enterrarlo, quedará constancia del absurdo de la contienda, de la tragedia que encierra, con referencia siempre presente a la Guerra de Vietnam que los protagonistas vivieron. No se escatiman diatribas contra la situación, y quizá ahí, en el tono en algún momento excesivamente discursivo hacia la mitad del metraje, está la parte menos brillante del filme, por otra parte pródigo en sugerencias veladas y en apuntes llenos de elegancia.
El enfrentamiento entre el coronel sometido a los absurdos procedimientos del ejército y los protagonistas, con esa alusión constante al Presidente de los Estados Unidos, o la crudeza con la cual se les presenta la disyuntiva de aceptar o no la compañía del amigo del soldado fallecido, así como el recuerdo de los poco honorables comportamientos que ellos mismos protagonizaron, trazan un perfecto mapa de la crudeza del tema abordado.
Sin embargo el aspecto bélico posee siempre el contrapunto de la humanidad de sus actores, de sus miserias y pequeños heroísmos, de la verdad con la que dotan a su actividad. Y del olvido que sufren.
En esta ambivalencia encontramos el comportamiento en Vietnam de Doc y sus amigos, y la persistencia, a pesar de todo, a pesar de la traición implícita, de su amistad. Como también la manera de morir del recluta, cuando se dedicaba a repartir material escolar entre la población iraquí, ejecutado por la espalda mientras compraba, como era ya rutinario, un refresco, y la consiguiente reacción descontrolada de sus amigos. Todo ello lejano al heroísmo que se quiere impostar y contra el que el padre del fallecido se rebela.
Todo ello está filmado con un respeto, una elegancia y una contención admirables. Cuando Doc consigue, con su insistencia, ver el rostro destrozado de su hijo, la cámara se queda a distancia, con sus amigos, evitando profanar un momento tan íntimo, y al mismo tiempo colaborando en esa ocultación pública del dolor.
Por otra parte, los lugares en los que transcurre la acción, desde la gelidez metálica del depósito de cadáveres a las oficinas o las casas por las que se desenvuelven, están dotados de un ambiente pulcro, acogedor, que insiste en ese olvido de la tragedia que está asolando los cimientos de la sociedad. La manera de filmar, la puesta en escena, se tornan cómplices, a la vez que delatan, la estrategia oscurantista de los responsables de la contienda. No anda muy lejos esta manera de presentar la acomodada sociedad americana de los paisajes urbanos que ofrecen en sus películas Tim Burton (aunque sin su carga de sarcasmo) o los hermanos Coen.
lejano al heroísmo que se quiere impostar y contra el que el padre del fallecido se rebela.
Todo ello está filmado con un respeto, una elegancia y una contención admirables. Cuando Doc consigue, con su insistencia, ver el rostro destrozado de su hijo, la cámara se queda a distancia, con sus amigos, evitando profanar un momento tan íntimo, y al mismo tiempo colaborando en esa ocultación pública del dolor.
Por otra parte, los lugares en los que transcurre la acción, desde la gelidez metálica del depósito de cadáveres a las oficinas o las casas por las que se desenvuelven, están dotados de un ambiente pulcro, acogedor, que insiste en ese olvido de la tragedia que está asolando los cimientos de la sociedad. La manera de filmar, la puesta en escena, se tornan cómplices, a la vez que delatan, la estrategia oscurantista de los responsables de la contienda. No anda muy lejos esta manera de presentar la acomodada sociedad americana de los paisajes urbanos que ofrecen en sus películas Tim Burton (aunque sin su carga de sarcasmo) o los hermanos Coen.
A pesar del dolor que se puede percibir en cada fotograma, su resolución no deja un regusto triste. Aunque la muerte siempre esté presente asistimos a una apología de la vida. Pero no de la vida en general, como una grandilocuente categoría filosófica, sino a la vida vivida y aún por vivir, a los restos de un naufragio a los que aún podemos aferrarnos, y en los que reconocemos a otros supervivientes con los que celebramos nuestra precaria existencia. Se trata de la cansada alegría de aquel viejo vaquero que se sienta en la mecedora resguardada por el porche viendo declinar el día. Ford, siempre Ford.
Quizá a Richard Linklater le faltaba, para su total consagración, una opera magna, la contundencia de una película cuyo alcance fuera más allá de las escaramuzas minimalistas que hasta ahora nos había ofrecido, sin que ello signifique un menoscabo en cuanto a su calidad. Esa obra ambiciosa e incontestable es La última bandera. Sin renunciar a sus claves estilísticas, a sus intereses de siempre, ha sabido elevarlos a una dimensión que lo lleva a entroncar, por fin, con el cine de los grandes maestros.