El reencuentro (USA)

Crítica de Roger Koza - A Sala Llena

EL DISCRETO (DES)ENCANTO DEL PATRIOTISMO

El reencuentro es una película extraña en la filmografía de Richard Linklater. No es un cineasta interesado en la guerra y las gestas patrióticas, y mucho menos ha contribuido con sus películas a vivificar esa tara cultural que el cine estadounidense se encarga de vindicar sistemáticamente en torno al heroísmo. La superstición cívica consistente en postular que un hombre frente a ciertas circunstancias extraordinarias sintoniza con el reservorio moral de una nación jamás le ha interesado al responsable de Despertando a la vida. Las ideas, en los films de Linklater, se discuten, nunca se imponen.

Los antecedentes del cineasta pueden explicar la manifiesta ambivalencia con la que se desarrolla este drama íntimo y patriótico, en el cual tres veteranos de Vietnam se reencuentran 30 años después debido a que uno de estos acaba de perder a su hijo en otra expedición militarista de Estados Unidos en una tierra lejana. El contexto histórico es la segunda invasión a Irak y la captura de Saddam Hussein; el dilema del relato (y del propio Linklater) es cómo interpretar la muerte del hijo del protagonista en Irak. ¿Fue una muerte inútil? ¿Una contribución a la democracia universal? ¿Un sinsentido disfrazado de heroísmo? Las circunstancias previas a la muerte del soldado son dudosas, y el esclarecimiento de estas constituyen el fundamento para que el padre tome o no una decisión respecto de cómo y dónde enterrar a su hijo. He aquí el presunto centro de gravedad narrativo del film, una inquietud que suele apasionar a los editores de los diarios, los guardianes externos del cine como argumento.

Pero a Linklater no le interesa tanto resolver las tensiones de un argumento sino más bien dispersarse deliberadamente en la conversación y ver cómo esta puede operar en la vida anímica de los personajes. Al respecto, hay un pasaje notable que tiene lugar en un vagón de tren, en el que los tres amigos y un joven militar recuerdan anécdotas de Vietnam, algunas vinculadas a la inexperiencia sexual. El ritmo de la escena, los cambios de tonalidad anímica que transmite y el placer espiritual que les prodiga a los personajes sintetizan el humanismo del director y su profunda fe en la conversación.

Pero El reencuentro es una pieza anómala en el cuerpo de la obra del director. Las criaturas de Linklater suelen ser pacifistas y proclives a alinearse ideológicamente a la contracultura, lejos del rancio nacionalismo que a veces seduce a directores de peso. ¿Cómo filmar entonces una película de soldados? El campo de batalla es aquí propiedad absoluta del fuera de campo. Solamente se sienten y se verifican las consecuencias. Uno de los tres veteranos es alcohólico, el otro un religioso bastante ortodoxo, el tercero un médico, un hombre abatido, y no solamente por la muerte de su hijo en una acción militar confusa. Por cierto, Bryan Cranston, Lawrence Fishburne y Steve Carell brillan como nunca, porque entienden que el lucimiento mayor es aquel que surge de la interacción. Los tres son uno.

El gran tema y el gran esfuerzo de El reencuentro residen en cómo develar las mentiras que se tejen detrás de los relatos de heroísmo. Al respecto, hay dos casos en el film, uno que remite a Vietnam y otro a Irak. En ambos, Linklater desmonta el mecanismo por el que se propaga el mito para sustituir el absurdo de los caídos en batalla. En esto, Linklater se recuesta en la clarividencia de un Sam Fueller: nadie vence en una guerra, nunca, filosofía política que destituye el concepto de enemigo y es por eso entonces que este adquiere rostro. En los dos o tres momentos en donde se ve por televisión el rostro de los iraquíes, Linklater no hace otra cosa que hendir la retórica del enemigo.

Los últimos 15 minutos son indudablemente problemáticos, tanto para la propia lógica del film como también para el resto de la obra de Linklater. Rápidamente, se le puede adjudicar una concesión patriótica y acaso reaccionaria al film, que desdice la lúcida posición con la que trabaja sus materiales con una distancia y una ambigüedad inteligentes. No es una lectura descabellada, y es posible que el peso de la evidencia sea demasiado contundente para contrarrestar ese veredicto. Una carta, por un lado, y la estética y los rituales castrenses, por el otro, son signos de una ostensible univocidad semántica. ¿El inesperado patriota Linklater subvierte al cineasta que reverenció desde sus inicios la rebeldía y el inconformismo?

A veces hay que ir a buscar en los sonidos lo que las imágenes no pueden decir. ¿Cómo? El tema de Bob Dylan que suena en el epílogo desdice lo que en este se representa. Es un tema inadecuado, tanto por su vitalidad rítmica y melódica, como también por lo que enuncia ahí el controversial ganador del premio Nobel. La discrepancia entre la canción y la acción de los personajes permite conjeturar una puesta en escena quebrada entre lo que sienten estos y cómo se posiciona el propio Linklater frente a ellos. O, simplemente, sin ir tan lejos, y restringiendo así la atribución de una voluntad en el autor, se puede indicar que la incompatibilidad señalada, que sí es comprobable, propone una tensión entre dos posiciones ante un solo evento. Lo que resulta indesmentible es que la canción conjura la solemnidad y, al hacerlo, atenúa la tentación de erigir un mito y perpetuar la eficiencia de un rito. No parece ser esta una decisión propia de un cineasta de bandera.