En el comienzo, la joven Mousse se droga junto a su amante en un gran departamento parisino. Sólo vemos un par de escenas de la feliz pareja antes de que el director nos sacuda con un primer plano de la aguja de una jeringa introduciendo la sobredosis mortal en el cuello de Louis. Los cambios de género y estilo dentro de la película aparentan audacia, pero en realidad son un síntoma de que, por momentos, François Ozon navega a la deriva. El director busca a tientas un sujeto que nunca termina de definirse, los diálogos tienen gusto a cliché y los símbolos que rodean a sus personajes están innecesariamente subrayados. Sin embargo, la presencia física del dúo protagónico erosiona la pantalla y supera las torpezas del realizador. Todo el atractivo de la película reposa en la ligereza de esos cuerpos consagrados a gustar.
Luego de un par de elipsis abruptas entre el entierro y un cara a cara con su suegra, Mousse llega a la costa vasca y se instala en una hermosa casa cerca del mar. El jardín exuberante que rodea la construcción es el mágico escenario en el que la joven recibe a Paul, el hermano homosexual de Louis. A partir de este momento se abre un paréntesis encantado donde la narración se pierde en el tejido fino de la relación entre Paul y Mousse. Son dos seres que, por fortuna, no se exhiben tan perdidos como indica el guión. Mousse está embarazada, como Isabelle Carré durante el rodaje. Su cuerpo se convierte en el objeto de deseo del director. Ozon se entrega a una fascinación que lo sobrepasa, y la actriz, filmada en primer plano, se torna inquietante. Su rostro se transforma de escena a escena e ilustra un desborde de sensaciones sin que la palabra se interponga. El director filma su cuerpo sobre la playa, en el césped o dentro de la bañadera y se concentra en ese vientre misterioso y significativo. La escena en que su rotunda figura se encuentra con el armonioso físico de Paul traduce por sí sola el sentimiento de un refugio tan benévolo como improbable. Detrás de la cámara que erotiza al personaje de Paul y al actor que lo encarna (con una actuación antinaturalista que evoca a los héroes decadentes de las películas de Rohmer) aparecen los interrogantes sobre su acceso a la paternidad como homosexual. Más allá de los lugares comunes insistentes y alguna alegoría molesta, la imagen de la actriz nos encandila, los colores tornasolados del verano nos conducen hacia ese cuerpo que es a la vez refugio y fuente de temor, hasta desembocar en un epílogo brutal, honesto y conmovedor.