Ser padres hoy
Ir a ver El Refugio no parece un buen plan para estos días en que se festeja el Día del padre. Es que si se tienen en cuenta el conjunto de relaciones que habitan el universo de la película de François Ozon, uno seguramente terminaría sospechando que el instinto paternal (y maternal, porque en este tema el francés no distingue sexo) es algo bastante oscuro y egoísta al que mejor no someter a nadie.
La historia empieza con una pareja inyectándose heroína en un departamento lujoso de París. Vemos pinchazos terribles en todas las partes del cuerpo imaginables hasta que los dos terminan en el hospital. El chico muere y la chica, que se llama Mousse, sigue viva y embarazada. Mousse, en contra de la opinión de la familia del difunto, decide tener al bebé, y para eso se recluye en una casa de playa. Hasta ahí llega también Paul, el hermano gay del muerto que va a compartir con ella, en plan extraña pareja, los meses de no tan dulce espera.
Semejantes circunstancias parecen a priori imponer la necesidad de una película oscura. Sin embargo, la puesta no es para nada melodramática. Para situaciones terribles como una maratón de destrucción heroinómana o el velorio de un joven, Ozon nos regala escenas con ventanas luminosas o, en los momentos de más dolorosa soledad, sitúa a sus personajes sentados cómodos en el pasto, frente a un cielo estrellado majestuoso, o junto a la inmensidad tranquilizadora del horizonte marino. Lo mismo hace con la trama. Los diálogos nunca son solemnes y, aunque no abandona el pesimismo, al final (que no vamos a revelar) deja abierta una vía de escape, una posibilidad en el futuro donde las cosas podrían volverse mejores (o no).
En la película hay padres muertos, padres negadores y padres que lo son a la fuerza. También hay una madre autoritaria y otra que, según declara, decide continuar su embarazo solamente por curiosidad, para saber cómo será la cara del bebé y qué color de ojos va a tener. Hay un padre que ya no está y un hijo que todavía no llegó y no parece importar demasiado a la madre: ese vínculo triple se vuelve imposible a fuerza de ausencias y desidia.
Sin embargo, la maternidad existe y decide mostrarse con la omnipotencia y los bríos sensuales de lo físico, desde la tiranía visual de largos planos de esa panza que no para de crecer y a la que todos desean y quieren tocar. También la necesidad de ser hijo se muestra desde el instinto más íntimo y primitivo. En los dos momentos de sexo de la película se reclama esa condición: primero cuando Mousse pide a un desconocido baboso que la levanta por la calle que la acune, y después, cuando finalmente la relación entre cuñados deja de ser platónica, en un ruego borracho de Paul para que la futura madre no lo abandone y lo cuide como a un bebé.
Hay un pasaje de El Refugio en el que Ozon pone en boca de una especie de corifeo a la francesa lo que él mismo piensa sobre lo que debe ser idealmente la relación padre/hijo. Mousse está mojándose los pies a la orilla del mar y en eso la encara Marie Rivière, con ese aspecto eterno y un poco perturbado que la caracteriza. Se acerca como esas viejas pesadas que tocan las panzas y preguntan sobre detalles del embarazo como si les importara. Pero de repente empieza a pedirle, casi a los gritos, que cuide y quiera a su bebé. Le dice que ser madre provoca un dolor terrible, pero que lo ofrezca como un acto de amor al hijo que vendrá. En esta escena que parece gratuita a los efectos de la trama, Ozon nos dice que ser padre no es placentero pero es bello, es un sacrificio que debe ofrecerse por amor y porque así lo manda tiránicamente la naturaleza. Después, en todo el resto de la película, se encarga de mostrarnos que hay gente que no quiere o no puede hacer frente a ese desafío, pero finalmente mantiene la esperanza de que alguna vez alguien decida ponerle el pecho.