Había que atreverse a revisitar un éxito soldado en la memoria colectiva de muchos como la película de Mary Poppins con Julie Andrews, no solo desde la época de su estreno sino por las repeticiones que lo transformaron en un clásico para varias generaciones. Esta secuela de Rob Marshall, muy respetuosa del recuerdo contó con una deliciosa actriz como Emily Blunt para cumplir con su cometido. Esta versión tan estudiada, tan timorata con el recuerdo tiene lo suyo para conquistar nuevos públicos, después de casi medio siglo. El director de la inolvidable “Chicago” se lanza a su primer musical original concebido para el cine y lo suyo impacta, resulta un poco largo, pero es creativo y por momentos impecable. Por un lado el tono de la inocencia de la niñez, pero también cierta melancolía con el mundo que esa niñera emblemática debe resolver. Esta bien lograda esa unión de ubicaciones de Londres, con conjuntos de estudios y efectos especiales. Por momentos la fantasía barroca puede empalagar, con agregados imaginativos y otros que replican el original. Todo resulta brillante, cargado, pero también muy atractivo. En el pasado el personaje mágico llegaba para solucionar la ausencia de padre, demasiado ocupado. Ahora, 25 años después, con los protagonistas que conoció ya adultos, para paliar la ausencia de la madre de los niños y los problemas económicos del padre. Las canciones clásicas faltan, pero las nuevas tienen su mérito. los números musicales son impactantes y el vestuario atractivo y de colores brillantes. Emily Blunt encaró el personaje con firmeza y mucho encanto, es uno de los puntales de la película, con una cuota de bondad y un misterio que incomoda, hace magia y luego afirma que no fue así. Lin-Manuel Miranda se luce. Colin Firth es un malo tenebroso, casi fuera de tono con tanto color, ritmo e ilusiones del resto del film, una villano de otro film, y el lujo de las apariciones de Dick Van Dyke, Angela Lansbury y la increíble Mary Streep. Una experiencia un poco larga, pero definitivamente regocijante.