¿Qué diría Pamela Lyndon Travers sobre esta versión de Mary Poppins? ¿Lloraría de indignación, como dicen que hizo con la primera, en 1964? Probablemente. Aunque, si sus objeciones –como se cuenta– tenían que ver principalmente con lo edulcorada y banal de la película respecto del libro, seguramente con esta “secuela” (¿es secuela lo que reproduce, casi, cronométricamente todo lo que sucede en la versión anterior dando alguna “vuelta de tuerca”?) se pondría mucho peor. Y no solo porque aquí nos repiten, literalmente, que “todo es posible” sino también porque el farolero Jack (Lin-Manuel Miranda), personaje que vendría a ser el Bert de Dick Van Dycke (selección de actor que, parece, Travers padeció), es insoportablemente sonriente y positivo todo el tiempo.
Pero bueno, justamente el riesgo que corre Rob Marshall siguiendo tan milimétricamente de cerca los pasos de la película anterior es en el que cae: que la comparación sea permanente, y la falla, casi inevitable. Porque ya hoy no sé si Mary Poppins es una grandísima película, pero de seguro es ampliamente mejor que esta caramelizada versión de la historia de la niñera más famosa del mundo (y eso que Emily Blunt hace un gran trabajo como Poppins).
Esta secuela se sitúa algo más de veinte años después de la historia de la primera película. Son los años 30 en Inglaterra, y Jane (Emily Mortimer) y Michael Banks (grandísimo Ben Whishaw), ya son adultos. Este último habita, junto a sus tres hijos, en la casa que solía ser de sus padres. Recientemente viudo, Michael ha tomado un puesto en un banco dejando de lado su trabajo (y vocación) de pintor. La crisis económica y social resuena en una Londres gris y triste que tiene su correlato en una casa que, de a ratos, también lo está (o eso intenta). Encima, Michael ha sacado un préstamo que se viene olvidando de pagar y, entonces, llegan desde el mismo banco donde trabaja a ordenarle la cancelación del crédito completo o, si no, el embargo de su casa. Los Banks no pueden estar peor… Por eso llega Mary Poppins –quien no ha envejecido ni seis meses– bajando en barrilete desde el cielo, avistada –primero– por el personaje del deshollinador devenido el del farolero (cómo se extraña a Dick Van Dyke y ese rostro capaz de convertirse en miles). Ese hombre, a pesar de que en “Trip a Little Light Fantastic” nos regala un entrañable número musical, es el mayor problema de este relato. Primero, porque Miranda sonríe demasiado, casi al nivel de aquel enorme personaje de Alec Baldwin en Friends, ese Parker insoportablemente alegre. Por momentos dan ganas de que alguien (¿Michael Banks, por ejemplo?) le tire la poderosa frase que Phoebe le dice a Parker al romper con él: “¿En serio? ¿Conocés la palabra ‘mal’? ¿No es todo perfecto? ¿No es todo mágico? ¿No está todo iluminado con el brillo de un millón de hadas?”. Pero en esta película nadie le frena el tono iluminador al farolero. Y en ese sentido, el Burt de la primera película era mucho más real. Tenía una alegría siempre teñida de un dejo de tristeza, logrando un interesante matiz traslúcido en aquella sonrisa que no terminaba de acomodarse en el espectacularmente expresivo rostro de Van Dycke. Aquí, en cambio, Jack es solo un sonreidor, con todo lo que eso implica formal y narrativamente.
Pero, bueno, volvamos a Emily Blunt en su dignísima interpretación de Poppins. Ella, su atinada seriedad, su justa sonrisa y su manejo corporal son seriamente elocuentes y están a la altura de su predecesora. Sin embargo, la película no le hace las cosas fáciles: la música es aburrida, las canciones vacías de emoción (se salva, por poco, “The Place Where Lost Things Go”), y los números musicales, soporíferos. Sí, el de los dibujos animados vuelve al 2D, a la mano alzada, tiene mucho color, ¡qué lindo! ¿Y? ¿Es suficiente eso para aplaudir una secuencia? No en este caso.
En fin, comparaciones aparte, esta película no alcanza a más que a ser recordada por su diseño de vestuario (que le valió una nominación al Oscar), por el bailecito de Van Dyke a los 92 años de edad (cinco minutos en los que consigue mucho más que Miranda en dos horas) y por las hermosas actuaciones de Blunt y Whishaw, resumidas principalmente en dos escenas que muestran su grandeza actoral en sus respectivas reacciones a la mencionada canción “The Place Where Lost Things Go”. Se nota que ambos actores saben de felicidad rasqueteada de tristezas, y ambos consiguen transmitir esa transformación sin acudir a una sonrisa vacía sino encarnando esa antagónica convivencia emocional (de la que, en el fondo, siempre trató de hablar Mary Poppins pero, sobre todo, P.L. Travers) en la mirada y el cuerpo. En todo eso que tiene frente a su nariz y no ve, está la película que se le escapa al Rob Marshall de Nine.