Medianeras Envejecer tiene siempre algo de despedida. Para quien envejece, y para quien ve a otro envejecer. La cima del mundo es, con altibajos, un sentido retrato de ese tipo de despedida enmarcado en una relación madre-hija. Ellas -la madre y la hija- son Anastasia Amarante (quien, años más tarde, participaría en el programa La Voz) y Cecilia Cavotti. Anastasia tiene 20 años y un aluvión de vida por delante. Está creciendo (envejeciendo, como todos) y siente que debe tomar decisiones. Quiere prosperar como cantante, quiere estudiar música, quiere formar una banda, quiere trabajar y liberarse pero sin dejar a su madre de lado… Su madre es Cecilia, quien convive con Anastasia (a quien llama Pepi), deja en claro que la mantiene y la cuida. También le da distintos consejos, por ejemplo: que estudie algo que genere plata, que componga canciones que le gusten al público, que no se quede embarazada y que use menos maquillaje… Ellas pasan bastante tiempo juntas y vemos que su relación es muy cercana: Cecilia incluso es mánager de Pepi. Ambas se escuchan, se observan, se entienden e, incluso cuando no concuerdan, se nota que disfrutan de hacerse compañía. Anastasia tiene 20 años pero cree que se le acaba el tiempo. “Siento como un reloj de arena gigante que me va diciendo: se te está acabando, se te está acabando, se te está acabando”, le dice a su madre, quien le responde: “Tenés 20 años, si vos tuvieras 30 yo te diría, che, mirá, andá viendo otra cosa. Pero no tenés 30. Que te tenés que mover, sí, porque te vienen pisando los talones”. Cecilia, que también adoró cantar (pero en un coro porque, según su hija, les temía a los escenarios), es un poco aquel reloj que modela la percepción del tiempo que tiene esta joven. Ella no presiona a su hija pero le exige mucho, no la atosiga pero la mira como a una imagen especular o, al menos, como a una segunda oportunidad. Anastasia tiene 20 años y escribe cartas para su “Yo grande” (sic), sale con amigas y se saca selfies en el baño, le consulta a su mamá si se delinea o no los ojos, y tiene una cajita musical adonde suena algo que podría ser una canción de cuna… Anastasia no es adulta pero tampoco es adolescente. Y esta película, apoyada cómodamente en la medianera que hay entre la ficción y el documental, tampoco es ni una cosa ni la otra. La muchacha, y la película, van y vuelven entre dos territorios que les son propios pero no conquistan ninguno. La película es consciente de esto y nos muestra que la muchacha está adquiriendo esa misma conciencia, que eso le pesa y que, entonces, siente que debe elegir. Jazmín Carballo trabaja por transmitir lo que todo esto genera en Anastasia. Así, durante todo el relato, intenta remarcar ese aire melancólico -como de despedida- con una cámara que le está bastante encima a la joven y que la muestra, varias veces, observar a su madre con detenimiento, como si estuviera por abandonarla. De hecho, hay particularmente una escena en donde todo esto se hace carne: vemos a Pepi en el jardín de su casa, de espaldas y a contraluz. Y vemos a su madre barriendo, de frente a Pepi (y a nosotros) y con su espalda hacia el portón que da a la calle. Anastasia mira con estudiosa quietud a su madre barrer, y entonces confirma su raquítica duda: para llegar a la puerta, debe atravesarla (a su madre). Esto imprime en el relato un clima nostálgico donde la fotografía tiene un papel importante, sobre todo en las escenas donde la directora de Los besos se concentra visualmente en el cuerpo (o en partes del cuerpo) de la joven. Ahí entonces se perciben los aires a bildungsroman que tiene esta película, que no llega a ser un relato de iniciación pero que sí plantea la idea de un próximo destete y de algún tipo de crecimiento en su protagonista. La cima del mundo debe su título a una conocida canción que Anastasia y su mamá cantan juntas al final del relato. Empieza Pepi, mientras baila con su gato y le pide a Cecilia que se sume. Ella acata el pedido de su hija y cantan un rato. Suenan bien juntas. De pronto la joven calla y prefiere escuchar a su madre. Ya sin bailar, ella la mira con algo de pudor mientras la adora en silencio… Anastasia, entonces, ya decidió.
¿Qué diría Pamela Lyndon Travers sobre esta versión de Mary Poppins? ¿Lloraría de indignación, como dicen que hizo con la primera, en 1964? Probablemente. Aunque, si sus objeciones –como se cuenta– tenían que ver principalmente con lo edulcorada y banal de la película respecto del libro, seguramente con esta “secuela” (¿es secuela lo que reproduce, casi, cronométricamente todo lo que sucede en la versión anterior dando alguna “vuelta de tuerca”?) se pondría mucho peor. Y no solo porque aquí nos repiten, literalmente, que “todo es posible” sino también porque el farolero Jack (Lin-Manuel Miranda), personaje que vendría a ser el Bert de Dick Van Dycke (selección de actor que, parece, Travers padeció), es insoportablemente sonriente y positivo todo el tiempo. Pero bueno, justamente el riesgo que corre Rob Marshall siguiendo tan milimétricamente de cerca los pasos de la película anterior es en el que cae: que la comparación sea permanente, y la falla, casi inevitable. Porque ya hoy no sé si Mary Poppins es una grandísima película, pero de seguro es ampliamente mejor que esta caramelizada versión de la historia de la niñera más famosa del mundo (y eso que Emily Blunt hace un gran trabajo como Poppins). Esta secuela se sitúa algo más de veinte años después de la historia de la primera película. Son los años 30 en Inglaterra, y Jane (Emily Mortimer) y Michael Banks (grandísimo Ben Whishaw), ya son adultos. Este último habita, junto a sus tres hijos, en la casa que solía ser de sus padres. Recientemente viudo, Michael ha tomado un puesto en un banco dejando de lado su trabajo (y vocación) de pintor. La crisis económica y social resuena en una Londres gris y triste que tiene su correlato en una casa que, de a ratos, también lo está (o eso intenta). Encima, Michael ha sacado un préstamo que se viene olvidando de pagar y, entonces, llegan desde el mismo banco donde trabaja a ordenarle la cancelación del crédito completo o, si no, el embargo de su casa. Los Banks no pueden estar peor… Por eso llega Mary Poppins –quien no ha envejecido ni seis meses– bajando en barrilete desde el cielo, avistada –primero– por el personaje del deshollinador devenido el del farolero (cómo se extraña a Dick Van Dyke y ese rostro capaz de convertirse en miles). Ese hombre, a pesar de que en “Trip a Little Light Fantastic” nos regala un entrañable número musical, es el mayor problema de este relato. Primero, porque Miranda sonríe demasiado, casi al nivel de aquel enorme personaje de Alec Baldwin en Friends, ese Parker insoportablemente alegre. Por momentos dan ganas de que alguien (¿Michael Banks, por ejemplo?) le tire la poderosa frase que Phoebe le dice a Parker al romper con él: “¿En serio? ¿Conocés la palabra ‘mal’? ¿No es todo perfecto? ¿No es todo mágico? ¿No está todo iluminado con el brillo de un millón de hadas?”. Pero en esta película nadie le frena el tono iluminador al farolero. Y en ese sentido, el Burt de la primera película era mucho más real. Tenía una alegría siempre teñida de un dejo de tristeza, logrando un interesante matiz traslúcido en aquella sonrisa que no terminaba de acomodarse en el espectacularmente expresivo rostro de Van Dycke. Aquí, en cambio, Jack es solo un sonreidor, con todo lo que eso implica formal y narrativamente. Pero, bueno, volvamos a Emily Blunt en su dignísima interpretación de Poppins. Ella, su atinada seriedad, su justa sonrisa y su manejo corporal son seriamente elocuentes y están a la altura de su predecesora. Sin embargo, la película no le hace las cosas fáciles: la música es aburrida, las canciones vacías de emoción (se salva, por poco, “The Place Where Lost Things Go”), y los números musicales, soporíferos. Sí, el de los dibujos animados vuelve al 2D, a la mano alzada, tiene mucho color, ¡qué lindo! ¿Y? ¿Es suficiente eso para aplaudir una secuencia? No en este caso. En fin, comparaciones aparte, esta película no alcanza a más que a ser recordada por su diseño de vestuario (que le valió una nominación al Oscar), por el bailecito de Van Dyke a los 92 años de edad (cinco minutos en los que consigue mucho más que Miranda en dos horas) y por las hermosas actuaciones de Blunt y Whishaw, resumidas principalmente en dos escenas que muestran su grandeza actoral en sus respectivas reacciones a la mencionada canción “The Place Where Lost Things Go”. Se nota que ambos actores saben de felicidad rasqueteada de tristezas, y ambos consiguen transmitir esa transformación sin acudir a una sonrisa vacía sino encarnando esa antagónica convivencia emocional (de la que, en el fondo, siempre trató de hablar Mary Poppins pero, sobre todo, P.L. Travers) en la mirada y el cuerpo. En todo eso que tiene frente a su nariz y no ve, está la película que se le escapa al Rob Marshall de Nine.
Esta nueva entrega sobre los transformers, que afortunadamente no está dirigida por Michael Bay sino por Travis Knight (más ligado al mundo del cine de animación), es una especie de precuela en donde nos cuentan cómo llegaron los autobots a instalarse en el planeta Tierra: Cybertron está en guerra, los Decepticons luchan contra los Autobots, y, para proteger a los suyos, Optimus Prime envía a Bumblebee a buscar refugio en un nuevo planeta adonde los demás lo seguirán cuando el robot amarillo encuentre un lugar indicado y lo proteja. En esta película, entonces, vemos los primeros pasos de un transformer en estos pagos y presenciamos, además, cómo Bumblebee pierde la voz es y también cómo adquiere la forma del beetle amarillo que será, tiempo más tarde, descubierto por Charlie (Hailee Steinfeld), una adolescente que vive en San Francisco. Ella es quien bautiza al robot con su conocido nombre y ambos forjan una amistad que, por momentos, se asemeja no solo a la de E.T. (película a la que esta, de una u otra forma, cita) sino también a la de un amo con su mascota (aquí Bumblebee tiene bastante de perro, y eso es lo más flojo del relato). Estamos en los 80 y la película hace bastante alarde de la temática cultural ochentosa. No solo en los clarísimos gustos musicales de la chica, sino también en los programas de televisión que ve su familia (Alf, por ejemplo) o en las películas que ella tiene en VHS (The Breakfast Club, también citada en varias partes del relato). Por momentos, esto parece una especie de Adventureland mucho más bruta, aunque no por eso mala. Bumblebee es adorable, y lo mejor es que se aleja de las cinco películas de Bay, donde el CGI no genera mucho más que una montaña rusa de metal comprimido y uno termina mareado entre tanta parafernalia de hojalata contra hojalata. En esta película no está la dama escultural y despampanante (que tanto le gustaba a Bay a la hora de crear personajes), está la chica-heroína, la chica más de verdad. Esa es Charlie y tiene 18 años, dato que le da un toque muy importante al relato, imprimiéndole una personalidad. Sí, por momentos demasiado ingenua pero, principalmente, una personalidad adolescente (con todo lo que ello implica). Bumblebee sueña, sufre y siente mientras narra, y parece que eso es algo que siempre le faltó a la saga de Transformers: ser más humana. Por eso el film de Knight elige partir de la etapa etaria más crítica de un ser humano y, desde allí, acompañar con un humor que funciona y que va de la mano de ese tono adolescente que casi siempre está en la medida justa. Es cierto que, de a ratos, casi todo lo que pasa alrededor de Charlie es aniñado e ingenuo pero la película no se toma esto muy en serio sino que lo presenta con risa y algo de ternura, sin burlarse pero casi como, adrede, queriendo desbordar de emoción. Y es que en el fondo toda ciencia ficción tiene algo de mágico, y eso es lo que esta película se encarga de llevar de la apariencia al corazón, y del choque a la emoción, logrando un relato mucho más humano, mucho más mundano. Y, sí, mucho más centrado en sus protagonistas humanos que en sus protagonistas extraterrestres (principal crítica de muchos fanáticos de Transformers). Sin embargo, aunque la relación entre este autobot roto y esta chica rota sea un poco literal, resulta hermosa. Porque mientras se arreglan entre sí, sucede que nos entretienen, nos emocionan y nos recuerdan lo buena que está la amistad. Y también sucede, claro, que hay algo de lucha, porque vuelven los Decepticons y entonces intervienen los humanos pero, sobre todo, los humanos adolescentes. Ahí es donde entra Memo (Jorge Lendeborg Jr.), el vecino de Charlie, quien hace tiempo quiere invitarla salir pero no se anima a hacerlo. Este es un personaje al que le falta desarrollo pero que rellena momentos con humor y ese toque de nerdismo infaltable en toda película de ciencia ficción. Además, Memo tiene una de las mejores líneas de la película, esa que define un poco la actitud de este relato entero: después de violar la ley, entrar en una base militar, rescatar a un Transformer, “enfrentarse” a soldados y presenciar (desde muy lejos) la pelea entre Bumblebee y dos Decepticons, Memo–algo lastimado- mira a un comandante que le cuenta que “el mundo ya fue salvado” y le responde: “¿Podés llamar a mi mamá?”. Entonces la película se enciende, porque tiene mucho de eso que aquella frase sintetiza: de personajes que no pueden solos, que necesitan ayuda sobre todo porque necesitan tiempo. Para crecer, para sanar, para aprender pero, principalmente, para encontrar su espacio y construirlo como mejor les salga, ya sea a base de canciones, de películas, de fotos, de filmaciones caseras, de recuerdos o, incluso, de piezas de metal, pero siempre en compañía de seres (humanos o no) que vuelvan grato ese proceso.
Bohemian Rhapsody empieza mostrando cómo Farrokh Bulsara (Rami Malek), un tipo nacido en Zanzíbar que vive en Inglaterra junto a sus padres y que luego será Freddie Mercury, va a un boliche a ver a Smile, la banda del “astrofísico” Brian May (Gwilym Lee) y del “dentista” Roger Taylor (Ben Hardy). Allí conoce a Mary Austin (su eterna novia) y empieza el camino por lo que será su mundo para siempre. Farrokh (o Freddie) trabaja de maletero en Heathrow pero, al abrirse el puesto de cantante de Smile, pasa a ser eso: el vocalista dientudo y bocón que la rompe en el escenario. Y de allí pasa, casi sin escalas, a formar Queen, ya con John Deacon (Joseph Mazzello) en el bajo. Entonces empieza esta aventura que es un biopic sobre aquella legendaria banda que marcó la historia de la música pero también la historia del amor en mil sentidos. Porque claro que Bohemian Rhapsody ahonda en la huella que Queen dejó en la historia musical del mundo: sus logros, su potencia creativa, sus innovadores shows, videoclips, álbumes y canciones. Es Queen, es la eterna reina de las bandas de rock. No obstante, la película también viene a destacar la marca que estos cuatro tipos, y sobre todo el cantante, han dejado sobre la pasión: Freddie Mercury fue el amor libre y desprejuiciado, el amor por el arte, por la música, por su público, por el sexo (esta es la pata más floja del relato), por la diversión, por sus amigos y, sobre todo, por la vida. ¿O alguien ha olvidado la forma en que Mercury cantaba mencionando a la muerte cuando él sabía que se estaba muriendo? ¿Cómo no recordar la manera en que bailaba, se movía y amaba todo eso, implorando que el espectáculo continuara? Freddie era un show permanente, un show que exudaba pasión por lo que hacía: vivir. Y tocar música, claro. En ese aspecto esta película le hace justicia a Queen como grupo, porque aunque sea cierto que es mucho más una película sobre su cantante que sobre toda la banda (era de esperarse, ¿no?), igual consigue retratar la pureza del vínculo que unía a estos músicos. “Somos familia”, dicen en algún momento del relato. Pero no, son algo distinto, son más que eso. Ellos se eligen. Son amigos. De una lealtad extrema, de una conexión profunda, de una sensibilidad compartida hasta la médula. Y lo que más emociona de Bohemian Rhapsody es ver el retrato de ese vínculo, el rasgo fino de esos lazos que unían a May, Taylor, Deacon y Mercury. El film conmueve enormemente con la reconstrucción que hace del puente que se tendía cada vez que los cuatro entraban a un estudio de grabación, pero también con cómo logra hacernos ver la intensidad de esa relación que se fundaba en la música pero la trascendía. Es cierto que Brian Singer (a quien echaron del proyecto cerca del final y reemplazaron por Dexter Fletcher) por momentos retrata al resto de la banda como demasiado naive, pero creo que está claro que la película intenta adoptar la perspectiva de Mercury, quien podía verlos de ese modo. Sobre todo cuando empezaba a abordar los márgenes de un sistema en el que no le interesaba meterse, pero en el que él creía que sus amigos encajaban perfecto. También es cierto que el tema de la sexualidad de Freddie se subestima (es casi imposible hablar de este artista sin ahondar en cómo su sexualidad influyó en su arte), que la película es miedosa a la hora de abordar el mundo del sexo y que todo lo relacionado con el SIDA aparece como un castigo a la vida que el cantante decide llevar adelante. Pero sucede que así lo vivieron muchas personas en esa época: la entonces llamada “peste rosa” para varios se sintió como una plaga castigo. Muchos de los que contrajeron SIDA en esos años, educados por familias que venían de un trasfondo religioso, represivo o conservador, al enterarse de su enfermedad sintieron que pagaban un precio por ser felices (felicidad que sus educadores claramente vincularían a la culpa). El film parece seguir esa línea pero no por eso apoyarla, aunque sí tal vez mostrar el modo en que pudo llegar a sentirla su protagonista. Y es que por momentos, a Bohemian Rhapsody parece contarla el propio Freddie. No por nada la secuencia inicial tiene a la cámara casi encima del cantante. Lo vemos caminar de espaldas detrás de escena. Freddie está por subir al escenario de aquel Live Aid del ’85 y por volver a tocar con sus amigos después de una separación de años. Nosotros lo vemos muy de cerca, no hay cámara desde su subjetividad pero le estamos encima. Podría decirse somos y no somos él: caminamos el trayecto hacia el escenario viendo a la gente que se cruzó en el camino, la cortina cerrada y esa multitud extasiada detrás. Y saltamos nerviosos antes de entrar. Esa identificación está, de allí que se vincule tanto la etapa de apogeo, éxito y felicidad de la banda a la porción heterosexual de la vida de su cantante. Por tanto, enoja que se deje para la parte donde él empieza a vivir más libremente todo lo negativo que le sucedió. Sin embargo, no pienso que (como se ha dicho) la película sea homofóbica, aunque por momentos sí resulta llanamente estúpida. En esos segmentos el relato peca de tuerto, de querer seguir una línea narrativa imberbe que termina por fagocitar el rico núcleo de la historia que no es otro que el de cuatro tipos reunidos para festejar a través de la música. Y eso se nota más que nada en las escenas que nos muestran a los integrantes de Queen juntos, especialmente en algún estudio de grabación o sobre el escenario. Cuando Queen es Queen -esa familia que no era Mercury y tres más sino cuatro amigos- Bohemian Rhapsody celebra de la misma forma en que, por ejemplo, celebraba Excursiones de Ezequiel Acuña pero, en este caso, con una bazuca hacia la sutileza. Ambas son una celebración de la amistad y, entonces, del amor. Y a todo esto se suma Rami Malek, cuya interpretación de Mercury es de un nivel de compromiso y obsesión impecables. Malek da miedo al principio (parece que la prótesis dental va a comérselo vivo), pero a los diez minutos de película su actuación empieza a brillar, a extasiar. Su cuerpo es el de Mercury, sus movimientos son cada vez más perfectamente los del cantante. Y el resto del casting es impecable también, porque más allá del parecido con los integrantes de la banda, cada actor tiene una especie de timing ideal en sus intervenciones, aún en las escenas en que el guión –a cargo de Mc Carten- se pasa de malo. Justamente, quizá el guión tenga la mayor culpa de los momentos más patéticos del film (aquel en donde Freddie se festeja su creación mientras escribe, por ejemplo), pero también es responsable de hacernos reír varias veces (en realidad potenciadas por el perfecto timing de Malek, de Gwilym Lee o de Tom Hollander en la piel de Jim Beach). Por eso digo: Bohemian Rhapsody tiene cientos de problemas (empezando porque no se aparta un centímetro de la típica fórmula biopic: inicio humilde, descubrimiento, éxito, crisis egomaníaca, redención), pero también tiene algo que la enaltece, y eso es la manera en que retrata las distintas formas de amor que rodearon a Freddie Mercury. Con la amistad a la cabeza (entre compañeros, entre ex novios), el relato nos regala lo que más nos gusta ver en este artista: su pasión por el momento en que se mostraba; por ese instante en que vida, amistad, música y público acontecían al unísono. Entonces él era feliz, entonces sucedía Queen, y entonces disfrutábamos todos.
Dolores Deier es una persona y es un personaje. En el fondo, y en cierta medida, todos lo somos. Pero ella es ambas cosas masivamente: Dolores (Lali Espósito) está acusada de haber asesinado a su mejor amiga, Camila Nieves. Ambas vivían en la zona norte de Buenos Aires, venían de familias acomodadas y habían sido compañeras de colegio. Unos meses antes de la muerte de Camila, habían tenido una fuerte pelea por un video sexual en el que participaba Dolores y que su amiga había hecho circular por redes sociales. Supuestamente reconciliadas, ambas organizaron una fiesta que tuvo lugar la última noche que se vio a Camila con vida. Drogadas, alcoholizadas, “enfiestadas”, esa madrugada todas sus amigas dejaron la casa de Camila a excepción de Dolores, quien se quedó a dormir ahí. Esa mañana su amiga apareció cubierta de sangre, muerta en un sillón, y Dolores tenía todos los números para convertirse en su asesina. Esta película empieza cuando se acerca el juicio que tiene a Dreier como única sospechosa del crimen acaecido dos años antes y cubierto por todos los medios del país. Obviamente, a Dolores la conoce medio mundo. Y, como todos los que -de una u otra forma- tienen una vida pública, ella ha pasado a a ser una construcción de cientos de relatos. Todos nosotros, atravesados por los medios, las redes sociales o, simplemente, la mirada de quienes nos ven por la calle, nos convertimos en un conjunto de relatos sobre quiénes somos. Es que, pública o socialmente, terminamos siendo lo que otros cuentan que somos, y también lo que nosotros mismos contamos que somos en espacios como las redes sociales, que nos regalan una otredad momentánea. No obstante, ¿podemos manejar el relato sobre nosotros? ¿Podemos incidir en sus interpretaciones? De todo esto habla la parte más aburrida de Acusada. De la verdad mediada, mediatizada, socializada, de esa que ¿deja de ser verdad? Puede que sí, puede que no. Y también puede que nunca haya existido. Pero la situación de Dolores frente a “la verdad”es diferente, porque en un asesinato siempre hay un único relato cierto, una única verdad objetiva: la que posee el asesino (el único que sabe quién fue y cómo), y que, posiblemente, nunca se conozca. En realidad en Acusada no importa la opinión pública, solo importa la opinión de Dolores. Pero la película tarda en descubrirlo. Entonces anda vagando mucho tiempo, ignorando a un personaje que quiere respirar pero está viviendo bajo el agua. Recién cuando el relato descubre que la riqueza no está en el “tema” sino en otro lado, eso que al principio parecía su eje (la opinión pública, la construcción de verdades) pasa a un décimo plano. Entonces Espósito gana cancha y arrasa con todo. Es cierto que su Dolores por momentos agota y que Lali no tiene la misma fuerza en todas las escenas: está genial en algunas y horrible en otras. La sobreactuación de su corporalidad encorvada, de su paso lento, de su pesadez poco natural, impostan su tristeza, su depresión, su andar, su ser entero. Y todo es como demasiado en su pequeño cuerpo. Pero cuando la actriz despierta, su Dolores sangra. Entonces la película deja de ser un relato sobre relatos (mediáticos, judiciales, familiares) y pasa a ser una película sobre emociones, o sobre un inmenso clima emocional. Gonzalo Tobal sabe de eso: en casi todos sus cortos, pero sobre todo en su largometraje Villegas, el director logra trabajar a fondo la sensibilidad más característica de cada uno de sus personajes, observándolos con el mismo detenimiento con el que les permite desplegarse en el relato. Ahí sucede lo mejor de sus trabajos, en las personas y no en los temas. Pero en aquel mundillo más independiente el director parecía estar más a gusto que en esta superproducción donde, por momentos, se lo nota incómodo. Quizás por eso todo lo más “espectacular”, en el sentido de ostentoso (las escenas del juicio, la entrevista televisiva) es lo menos interesante de Acusada. Quizás por eso lo mejor sucede en los milimétricos espacios entre los personajes, sobre todo en los espacios que acontecen en esa inmensa casa-cárcel familiar, donde la fotografía del gran Fernando Lockett es clave para subrayar la dual sensación de vacío e invasión permanente. Ahí se crea ese clima denso y agobiante que pasa a protagonizar la película. Ya Hitchcock (maestro del tema del falso culpable) le dijo a Truffaut en su famosa entrevista-libro El cine según Hitchcock: “Nuestro principal trabajo es crear una emoción, y nuestro segundo trabajo es mantener esa emoción”. Aquí Tobal crea un clima emocionalmente abrasador, lo trabaja con excelencia y lo mantiene, generando ambientes de una angustia tan opresora que duele y pesa sobre el espectador. Entonces, con Sbaraglia (en un gran papel de padre paranoico, sobreprotector, enloquecido) a la cabeza, esta película consigue sostener esa emoción que se vuelve como una peste contagiosa que se esparce por donde sea que vaya Dolores. Cada uno de los movimientos de esta joven exuda dolor, un dolor que carece de vida y que, por lo tanto, es mucho más insoportable. Lo peor del dolor de la protagonista es que ya no la conmueve. Dolores ya no siente, solo acontece (la escena de la lectura del veredicto, donde ella ni siquiera escucha qué se ha resuelto, no hace más que reforzar este tormento de dolor vacío y, por lo tanto, absurdo). Hay un único momento en donde ese clima se quiebra por un rato: Dolores está en el campo familiar y se encuentra con su padre. En ese lugar donde la familia pasaba sus ratos de ocio y distensión está escondida la única evidencia que podría salvar o condenar a la acusada. Y es allí donde Dolores y su padre (en una hermosa escena con la cámara moviéndose alrededor de un aljibe) por fin hablan con sinceridad, sin ajustarse a un relato. En esa escena (literalmente) corre aire, sopla viento, y Dolores respira. Ambos personajes -los mejores de esta película- conviven y detienen el tiempo narrativo para relanzarlo más tarde, al volver a esa casa inmensa, al tribunal oscuro, a las miradas juzgantes y a una realidad que, más allá de lo que diga la sentencia del juez, nunca dejará de asfixiar. Queda claro, aunque al final se recurra a una poco sutil metáfora para subrayar el contraste realidad-relato, que la clave en Acusada no es la verdad ni los intentos por apropiarse de ella. Lo crucial aquí es que nadie del entorno de Dolores sabe cómo ella se siente. Ni siquiera después del tan esperado y trabajoso triunfo. Por eso el clima de agobio es un protagonista más del film. Porque sucede como por fuera del resto de los personajes, trabaja en forma independiente de ellos. Y ahí Tobal consigue que Acusada triunfe, pues ha creado emociones y las ha mantenido hasta la secuencia de créditos. Y después.
En One Of Us, documental que cuenta la historia de tres “desertores” de una de las comunidades judías más ortodoxas (la Jasídica) de Nueva York, Ari se pregunta sobre Dios. El tiene 18 años y, hace poco, decidió cambiar su estilo de vida. Entonces cuenta que por hacerse y hacer preguntas, quienes antes eran sus amigos hoy no lo saludan. A este planteo, un anciano miembro de ese grupo religioso responde: “La forma que tenemos los jasídicos de ver las cosas es no profundizar en temas filosóficos, como la existencia de Dios y… esto tiene que ver con hacer algo y hacerlo en forma repetitiva (…), eso ha funcionado por miles de años”. El documental, dirigido por Rachel Grady y Heidi Ewing, y producido por Netflix, cuenta la lucha de estas tres personas por abandonar la comunidad en la que nacieron y las duras consecuencias que eso tiene en sus vidas. Porque no sólo pasaron a descubrir un mundo en el que no sabían, por ejemplo, googlear, también se dieron cuenta de que, fuera de su grupo jasídico, eran seres socialmente incompetentes. Desobediencia, primer largometraje de Sebastián Lelio luego de su “ingreso a Hollywood” con el Oscar por Una mujer fantástica, también trata sobre un grupo de judíos ortodoxos pero no se mete tan a fondo en la religión. A Lelio le interesa poco ahondar en los dogmas, las leyes, las costumbres o las normas judías, él prefiere contar una historia sobre cómo funciona el amor (entero, con todas sus caras y variantes) en este tipo de comunidades. Esta es la historia de Ronit (Rachel Weisz), Esti (Rachel McAdams) y Dovid (Alessandro Nivola). La primera, hija de un importante rabino de Londres, abandonó su comunidad judía hace algunos años para mudarse a Nueva York y llevar una vida secular. Su padre no volvió a hablarle. Tampoco lo hicieron sus amigos o sus familiares. Pero, un día, aquel rabino muere y alguien le avisa a Ronit, quien vuelve a Londres para despedir sus restos. Allí se encuentra con que todo sigue igual excepto por una cosa: Esti (su gran amiga, romance y amor adolescente) y Dovid (su gran amigo y fiel aprendiz de su padre) hace años que son marido y mujer. La película entonces navega, más que nada, por los sentimientos de ambas mujeres porque, claro, lo subversivo es que una mujer ame a otra, no que un judío ortodoxo ame tanto a una mujer que llegue a “aceptar” aquel amor y, entonces, se cuestione la vida entera. Caer en el camino fácil del lesbianismo prohibido lleva a Leilo por un camino de varios clichés que solo conducen a desperdiciar al valiosísimo personaje del enorme Alessandro Nivola: Dovid, quien sufre la transformación más profunda de los tres protagonistas de esta historia. De esa gran falta Desobediencia solo se salva porque Rachel McAdams entrega la mejor interpretación de su carrera. La película cubre a Esti con ropas y pelucas, pero esta actriz la descubre: ella arrastra la mirada como si a Esti le pesara, incluso camina y se mueve casi arrastrando la pasividad con que ha tomado el matrimonio, y esa vida, como (en palabras del propio padre de Ronit) la “cura” de su homosexualidad. Lelio respeta tanto el trabajo de McAdams que, salvo puntuales excepciones, la muestra en planos que no la invaden y que, en cambio, le permiten trabajar con ese cuerpo que carga como encogido o succionado hacia adentro, casi como queda su pelo cada vez que ella se quita la peluca. Más allá de eso, la relación entre Ronit y Esti no surca la película demasiado. En realidad, lo que más altera el orden (el del relato, pero también ese status quo judío del que tanto se habla en One Of Us) aquí es el amor de Dovid por Esti, tan intenso que hasta conduce a que el aspirante a rabino acepte, primero, que su esposa embarazada de su hijo no lo ama y, segundo, que le gustan las mujeres. El vínculo entre ellos es lo único que lleva al verdadero cuestionamiento del sistema en el que están inmersos, tanto que hasta hace que Dovid ya no pueda defender ciegamente la propuesta de esa religión. Ahí está Desobediencia, en ese hombre que ama tan intensamente que hasta cuestiona el manual que le rige la vida desde el nacimiento. Desobediencia está en ese tipo que, al borde de asumir el mando de una comunidad religiosa, admite que su credo puede estar equivocado. Desobediencia está en el abrazo entre Ronit, Esti y Dovid afuera de la sinagoga, escena que sintetiza esta película entera y que no habla de un amor lésbico (como la han marketineado, incluso llamándola Jew Is The Warmest Color) o heterosexual, sino que habla, simplemente, del amor.
La soledad es la primera acompañante del cinéfilo. María Álvarez seguro sabe de eso y en esta película habla de la soledad y de la cinefilia en términos enormes, si hasta reinventa topográficamente a esta última reemplazando dos de sus grafemas (y lo mejor es que deja el tilde en la e, toda una declaración de principios).Con la soledad, aunque ya no se mete en la morfología de la palabra, Álvarez hace algo similar: en esta película convierte el compasivo preconcepto de la “solitaria viejita” en el de una aventurera que sale todos los días a recorrer historias en oscuridades donde elige estar sola. Es que en Las Cinéphilas nos presentan a seis ancianas: las españolas Paloma y Chelo, las uruguayas Lucía y Leopoldina (española-uruguaya, en realidad), y las argentinas Estela y Norma. Las seis amantes, del cine.Las seis, perseguidoras de películas. Las seis, ávidas asistentes a centros culturales, filmotecas, cinematecas y lugares donde –según Chelo- están las “descuajeringadas: solteras, viudas, solas, divorciadas, separadas… y todas muy mal humoradas”. Sí, estas seis mujeres viven solas y varias de ellas admiten “no tener a nadie”, pero aunque esta película aborda esa soledad, también la excede. Porque la única que importa aquí es la soledad cinéfila, esa hermosa soledad que sentimos –y buscamos- en la sala de cine. Allí, a oscuras y rodeados de personas, hay algo que nos hace sentir especialmente solos. Y nos encanta. Y nos aterra. Entonces llega esa suerte de escalofrío que nos invade el segundo antes de que empiece una película y quedemos obnubilados frente a una pantalla de luces y sombras que siempre nos recuerda lo glorioso que es estar solos aun rodeados de gente. Es que hay algo en el ambiente de esas oscuras salas que nos hace sentir también únicos. En Las Cinéphilas Álvarez retrata ese momento en una hermosa escena donde el silencio y la oscuridad (que en una sala de cine son siempre sonido y luces) iluminan la unicidad del rostro de quien mira como si estuviera solo: allí están, iluminadas por la pantalla, cada una de estas seis mujeres convirtiéndose en la encarnación de aquella ansiada soledad cinéfila que nace para morir, pero que es constitutiva de cualquier cinefilia. Aquí, la cámara de Álvarez es respetuosa pero, a la vez, muy curiosa (la escena en que Leopoldina espera a su cuidadora en la puerta del cine es un claro ejemplo de ello). La directora consigue que estas mujeres nos muestren, y que sus entornos nos muestren, una historia. Todo este documental funciona así: bajo la firme huella de una cineasta que -como en el título de este, su primer largometraje-simultáneamente esconde y destapa su presencia. Álvarez nos presenta a estas mujeres y nos presenta su cinefilia, pero además nos presenta sus vidas, sus casas, sus formas. Y nos presenta, claro, sus citas con el cine. Porque para ninguna de ellas ir al cine es menos que un evento: lo planifican, lo piensan, lo mapean, lo celebran. Algunas (Lucía y Chelo) se emperifollan como para encontrarse con un amor: su forma de arreglarse para ir al cine tiene que ver con la edad de estas mujeres y con la época en que fueron jóvenes, pero también con esa soledad a la que uno engalana (porque la combate y la festeja a la vez) cuando va al cine. De hecho, todas ellas van solas al cine (incluso Leopoldina, la más anciana de ellas y quien tiene cuidadora, va sola). Y tanto importa esa soledad que la directora nos muestra cómo Paloma y Chelo están juntas en la cafetería esperando que empiece la película, pero después se separan al entrar a la sala. Ellas eligen sentarse aparte. Y Álvarez, luego de mostrarlas tomando café y charlando a las risas, se encarga de mostrarlas así: sentadas no al lado, sino una en la butaca de adelante de la otra. Ahí está, la soledad y el cinéfilo abrazándose en la experiencia colectiva que nos regala respetuosamente (cuando no hay pochoclos) la sala de cine. Pero Las cinéphilas también traza una línea más baziniana, esa que tiene que ver con el cine como tesorero del tiempo y, entonces, del recuerdo. Hay una escena en que Lucía (el más grandioso de los seis personajes de este relato), la esposa de Jeremy Irons, aquella que charló con Woody Allen acerca de un cuadro de Klimt, dice que, gracias a la película, ahora está en paz con la muerte. “Gracias a ustedes (…) quedo viva”, le dice Lucía a la directora, como exaltada por la idea de trascender el tiempo. Y todas ellas, las seis mujeres de esta película, van al cine no a pasar el tiempo sino, por el contrario, para apropiarse de él y detenerlo. Y entonces yo pienso en Coco, esa maravilla de Lee Unkrich y de Pixar que nos habla del folclore mexicano, ese que endiosa al recuerdo y lo propone como motor del tiempo de los muertos. En Coco, la música sostiene el recuerdo. En Las Cinéphilas, el cine sostiene el recuerdo. En ambas la soledad (la de morir, la de ir al cine) es la piedra sobre la que se construye toda una sobrevida.
Belleza ortodoxa Sexy por accidente es una especie de cuento de hadas moderno. Hay encantamiento, hay transformación, hay seres de otro mundo (las modelos, las diseñadoras, los herederos de fortunas) y hay seres del mundo común y corriente (las amigas de la protagonista, por ejemplo). Es que en esta historia, Renee (Amy Schumer) odia su aspecto físico, es muy insegura y se la pasa admirando a las chicas flacas y tonificadas del gimnasio. Ella se avergüenza de su cuerpo y eso se refleja en cómo vive a diario. Cansada, una noche pide un deseo: cambiar de apariencia, ser “hermosa”. Y, luego de golpearse la cabeza por caer al piso en una clase de spinning, Renee vuelve en sí viéndose diferente. Aunque luce igual, ella se mira al espejo y ve que su deseo se hizo realidad: ahora es hermosa, tanto que cree que ni sus íntimas amigas lograrán reconocerla. Entonces Schumer se hace carne protagonista: su panza, sus brazos, sus tetas, su culo adquieren personalidad, ocupan espacio y se hacen notar, pasando a ser los personajes secundarios de esta película (de, hasta ahora, paupérrimos personajes secundarios). Frente a nuestros ojos el cuerpo de Renee vive, disfruta, brilla. Y por ahí se gesta una narrativa casi sin querer: panza bailarina, tríceps movedizos, culo que se esparce, piernas que sostienen todo eso que nos cuenta más historias que esta película entera. Entonces, por ejemplo, vemos la escena en que Schumer está en su nuevo trabajo, cruzando una suerte de baldosas montadas sobre agua (es que es una oficina muy cool). Ese cruce de escalones acuáticos dura menos de cinco segundos, pero es monumental la forma en que esta actriz consigue, en un respiro, decirnos tanto sobre su personaje. Es que Renee se construye en cada rincón del cuerpo de una Amy que sabe cómo hacerlo trabajar. Cuando su panza, sus piernas, sus brazos, sus tetas, su cara toman verdadero protagonismo, nos damos cuenta de cuánta vida les falta a los cuerpos de quienes se muestran como Renee se muestra en Sexy por accidente. En la escena del bikini contest, la panza de Schumer se mueve con la música, cada porción de sus brazos rebota y se balancea en conjunto. Todo eso nos cuenta algo, expresa una forma de vivir que el relato luego subraya de forma poco inteligente (haciendo a la protagonista pedir bastones de mozzarella o salir corriendo al heladero inmediatamente después de tener sexo). Además, la película se va haciendo cada vez más pudorosa, cada vez más moralista, cada vez más ortodoxa. Porque, claro, “es todo una cuestión de actitud” nos remarcan una y otra vez (por si no captábamos de qué iba el relato). Y en esa repetición, van tapando cada vez más el cuerpo de Schumer. Se lo van olvidando. Y entonces la película se cae, se revienta contra el piso de la autoayuda y queda plana como calcomanía barata. Se ve que a los guionistas de Jamás besada el sillón de directores los abruma. Por suerte llega Michelle Williams (gran asomo a la comedia con su Avery LeClair) al rescate y les regala grandes momentos de aire fresco. Pero no alcanza: Schumer, aquella comediante que se burla de cada milímetro del estúpido mundo, queda absorbida por la empalagosa corriente del “sí, se puede. Claramente, en todo esto, resuena el ahora políticamente correcto Hollywood, ese que ha pasado a escuchar y valorar a las mismas mujeres que siempre existieron, a esas que todavía le dan de comer. El imperio renueva su manual de modales y ahora sufrimos todos. ¿Y ahora quién podrá ayudarnos? Si ni Amy Schumer alcanza… ¡cuán cansador es cuando el cine le tiene miedo a ser cine!
Jeff Bauman perdió sus dos piernas en el atentado de la maratón de Boston, en 2013. Estaba esperando a su ex novia (quien corría) cerca de la meta, donde fueron ambas explosiones. Esta película, basada en el libro que el propio Bauman escribió luego del hecho, cuenta la historia de Jeff sin quedarse en el golpe bajo, el llanto o el dolor: David Gordon Green (director de la hermosa Prince Avalanche) se concentra más en lo satelital del atentado y no en el atentado mismo, y, sobre todo, se concentra en las personas. Más fuerte que el destino (Stronger) abre con un plano de alguien visto a través de la mirilla de una puerta que luego se abre dejando salir al propio Bauman (gran Jake Gyllenhaal). Es decir que desde el primer segundo Gordon Green nos señala que esta película les pertenece a sus personajes pero, también, a sus actores. Porque Más fuerte que el destino es una película de actores. La cámara se mueve siempre pensando en ellos porque, claro, su principal material narrativo está en ellos. Casi todo lo que sucede en este relato nos lo enteramos porque pasa en el rostro, en el cuerpo, en la respiración de alguno de sus intérpretes. De hecho, de la propia presencia de Jeff en el lugar del atentado nos enteramos a través del rostro de su ex-novia Erin (gran Tatiana Maslany). En la película hay muchas escenas con Jeff presente en un lugar donde no se lo ve pero donde sí vemos a las personas que están a su alrededor. El director nos muestra a quien ve algo, antes de mostrarnos lo que esa persona ve. Así sucede que nos muestran, por ejemplo, a la novia del protagonista en el hospital, con la cara contra un vidrio, llorando, tapándose el rosto, o a la madre de Bauman haciendo algo similar, pero recién varias escenas más tarde nos muestra a Jeff en la cama, sin piernas. Casi toda la película de Gordon Green trabaja así, yendo de lo particular a lo general: de la persona a la situación, del quién al qué, del alguien a lo que lo rodea. Sin embargo, y como dije unas líneas más arriba, en la primera escena de Más fuerte que el destino vemos a una persona a través de la mirilla de una puerta. Alguien lo está mirando, claro. Entonces, en esos primeros segundos de película, sucede justamente lo inverso a lo que sucede en las casi dos horas restantes: en esa apertura vemos primero lo que ve Jeff y luego al propio Jeff. Y es que, justamente, ese es el viaje que nos propone este relato: ir desde el protagonista a quienes lo rodean, a quienes lo miran vivir. Y ese comienzo, esos pocos segundos que dura aquella escena de la mirilla, sirven para que la película ponga en evidencia el mecanismo de su relato. Después, Bauman pasa a ser un personaje a observar. No interesa tanto cómo se siente ese protagonista sino cómo hace sentir (eso se ve perfectamente en los planos que elige Gordon Green para componer la escena de sexo). Y esa es una importante decisión por parte del director, quien elige dónde cortar, cómo encuadrar, cómo manejar el fuera de campo para poner el énfasis en cómo Jeff repercute en los demás. La escena de la falsa masturbación es, quizá, el ejemplo más claro de todo esto: Gordon Green nos muestra que, al intentar levantarse de la cama la primera vez que despierta después del accidente, Jeff se cae al piso. Pero ahí el realizador corta y pasa directamente a un plano de la madre, quien (desde afuera del cuarto) solo escucha los sonidos que hace su hijo. Green nunca nos muestra cómo el protagonista resuelve la situación, cómo se levanta o qué pasa con él. Eso no importa, solo importa qué ocurre con quienes hacen de satélites a su situación, con quienes miran desde afuera. Lo que pasa en la película es lo que les pasa a ellos, los personajes circundantes al sobreviviente del atentado de la maratón de Boston. Y a través de ellos el director nos lleva a lo que le sucede también al protagonista. Esa elección del modo de contar es vital para eludir el golpe bajo, el regodeo en el dolor que sufre Jeff por su nueva discapacidad. Y aunque la película tiene otras fallas, eso lo vemos muy poco. De hecho, la única escena donde Gordon Green se instala en el sufrimiento solitario de Bauman viene precedida por una pelea con Erin en la que se nos intenta poner del lado de ella, lo cual logra que nos importe menos ver al pobre tipo arrastrándose (literalmente) por la calle para llegar a una puerta. Más fuerte que el destino tiene dos claves, una es la elección de los actores: tanto Gyllenhaal como Maslany, pero también todo el grupo de personajes secundarios que los acompañan están impecables en sus papeles. El jefe de Bauman es un pequeño gran personaje interpretado por Danny McCarthy, y ni hablar de Miranda Richardson en el rol de la madre de Jeff. Esa mujer, que tiene un timing perfecto, logra que dicha madre alcohólica, invasiva e inmanejable tenga las proporciones de ternura y estupidez tan exactas como para que su personaje sea indispensable en la película y en la historia. La segunda clave de Más fuerte que el destino es el manejo del fuera de campo, que implica la forma de narrar mencionada. Así, la atención se centra mucho menos en el sobreviviente Jeff Bauman que en quienes lo miran sobrevivir. Y ahí brilla el talento de David Gordon Green, quien, aunque no logra una película sobresaliente, sí consigue demostrar que las historias tienen muchas veces el corazón por fuera del cuerpo.
Publicada en la edición #284.