Después de 54 años, Mary Poppins, el personaje de P.L. Travers, regresa a la pantalla grande. Intentando emular al clásico de Robert Stevenson con Julie Andrews, a la nueva producción de Disney, dirigida por Rob Marshall, le falta la magia y el encanto de su predecesora.
Hay películas que no necesitan ni remakes ni secuelas. En realidad, ninguna lo necesita, pero bien es sabido que algunas de estas reinvenciones modernas fueron bastante superiores a lo que se esperaba de ellas y le brindaron nuevos aires a obras que quedaron inmortalizadas en el tiempo. Fue el caso de Tron: el legado, por ejemplo, cuya visión no perjudicó a la original sino que la amplificó generosamente.
En el caso de Mary Poppins, un triunfo era una meta utópica. La magia del film original es imposible recrearla hoy en día: porque la interacción de animación y actores ya no es revolucionaria, porque la reconstrucción de una historia seudo victoriana-infantil no tiene el impacto de aquel entonces ni genera la misma empatía, y porque el encanto que le imprimía la novel (era su primera película) Julie Andrews combinado con la química con Dick Van Dyke y un notable elenco secundario eran únicos.
Aun así Disney se animó a realizar una secuela 54 años después y lo que, en apariencia, debía ser lo más difícil de revivir, termina siendo su única salvación. Era bastante previsible que el simplón de Rob Marshall no pudiera transmitir magia genuina a la narración, pero más allá de la torpe puesta en escena, el elemental montaje y la básica reconstrucción visual de la obra original, Disney acierta con el casting. Lo que no significa que sea suficiente para ver un producto digno porque el guion es tan desastroso, caprichoso y poco imaginativo que todo el esfuerzo interpretativo, y talento, que le imprimen Emily Blunt, y especialmente, Lin-Manuel Miranda, termina banalizado cuando, a la salida del cine, uno empieza a buscarle coherencia y cohesión a la narración.
Inglaterra. Década del ’30. Michael Banks (Ben Whishaw, sorprendiendo con un personaje muy adulto y con el tono adecuado para un film infantil) ha crecido y es cajero del mismo banco en el que trabajó su padre ya fallecido. Su esposa murió hace un año y se quedó solo con sus hijos: una pareja de mellizos y otro niño. Tiene deudas y el banco se puede quedar con su casa a menos que pague todo lo que debe antes de que finalice la semana. La solución cae literalmente del cielo: Mary Poppins regresa para cuidar a los niños, mientras él y su hermana (una desperdiciada Emily Mortimer que aporta simpatía a un personaje nulo) buscan las acciones que los pueden salvar de perder el hogar donde se criaron.
Esta premisa tiene muchos problemas. Uno de ellos es su previsibilidad. Queda bastante claro desde la primera escena dónde se encuentran las acciones. Rob Marshall intenta en vano engañar al espectador. El segundo problema reside que los niños son bastante inteligentes, ordenados y disciplinados. No se comprende demasiado porque necesitan a Mary Poppins, más que para refregarles en la cara con canciones que no tienen la sutileza y creatividad de la primera película, lo que el público entendió desde el principio. Por supuesto, todo se resuelve a último minuto, a los ponchazos y con bastante arbitrariedad.
Entre la nostalgia y la autorreferencia, a la película le falta criterio, magia y encanto. Porque una cosa es el encanto que le puede aportar la sonrisa y la actitud del elenco, y otra lo que ya viene impregnado desde el guion. Rob Marshall puede ser un gran coreógrafo, pero nunca supo solucionar una sola puesta de cámara en toda su filmografía. Desde Chicago a El regreso de Mary Poppins sus números musicales son completamente teatrales. El elenco canta y baila dentro de un escenario que no oculta su artificio, y él pone las cámaras, principalmente, en la platea. Más allá de la interacción de actores con animación tradicional (que remite a la de la película original) toda la puesta pareciera ser la de un gran musical de Broadway. De hecho, con el mismo elenco, y quizás el mismo guion, en Broadway funcionaría mucho mejor que en el cine. Tampoco es muy diestro para hacer un film infantil o darle un timing humorístico a la historia. Y el drama carece de emoción y suspenso.
Como se decía más arriba, Emily Blunt se pone a la altura del desafío porque hace fácil lo difícil, chiquito lo exuberante y tiene un talento innato para cantar y moverse. Sin embargo, su visión o composición del personaje es completamente distinto al que hizo Andrews. La legendaria actriz le imponía calidez y mucha más simpatía y humanidad a Mary Poppins. Blunt lo interpreta quizás más cercano a la visión de Travers, más fría y adulta. No se mueve tan espontáneamente en el mundo animado como lo hacía Andrews. Son puntos de vista diferentes pero, en este caso, por más que realmente sea una gran y versátil actriz, Blunt queda unos puntos abajo de Andrews.
Esto no se aplica a Lin-Manuel Miranda quien, en su debut como coprotagonista de un largometraje musical, demuestra todo el talento que lo hizo famoso en Broadway, e incluso le aporta algo de la estética rapera de su musical Hamilton a la canción Trip a Little Light Fantastic como guiño a su fans. El tema, que intenta emular a la coreografía de los deshollinadores, es el mejor número musical del film. Por otra parte, Miranda no intenta comparar su estilo al de Dick Van Dyke (aunque el personaje es prácticamente igual al del cómico estadounidense) sino que remite mucho más a Gene Kelly, aportando un poquito de frescura a un film sin ideas.
Rob Marshall también intenta poner algo de su pasado en El regreso de Mary Poppins: una de las primeras coreografías tiene el estilo único de jazz que creó Bob Fosse, a quien Marshall admira y cita constantemente. Sin embargo, es tan grande el contraste entre la danza del resto del film con el número de Fosse, está tan descolgado y separado del resto de las coreografías que cabe preguntarse cuál fue la intención de Marshall al incorporarla. La justificación es el capricho.
Y de caprichos está lleno el film: la pobre Meryl Streep demuestra una vez más su versatilidad para una secuencia incoherente con el resto de la narración, forzada e impuesta solamente para que la actriz de La dama de hierro haga lo suyo, pero no hay ninguna justificación narrativa para que aparezca. En el final aparecen dos leyendas nonegenarias cantando y bailando con el resto del elenco y tampoco hay demasiada coherencia al respecto.
La enorme Julie Walters también sufre el síndrome “¿para que la pusieron?”. Su personaje influye poco y nada en el conflicto, por más que ella aporta una enorme calidez y simpatía. David Warner, uno de los mejores villanos de la historia del cine, también aporta un poco de talento a un elenco demasiado grande. Colin Firth sale un poco mejor parado como el inescrupuloso banquero que quiere quedarse con la casa de los Banks. Salvo él (que ya había demostrado en Mamma Mía que no podía cantar demasiado) el resto del elenco sale bien parado en los números musicales.
Tampoco el trío de niños se destaca. Apenas el más chico tiene la empatía y el encanto necesario para emocionar un poco al público. Los “mellizos” son bastante apáticos. Posiblemente, este sea el único error del casting.
Las canciones son lindas pero demasiado didácticas y explícitas. Les falta el perfil lúdico de los temas originales. Son pegadizas, pero completamente olvidables. En ese sentido, la banda de sonido instrumental de Marc Shaiman es un poco más inspirada y vale la pena quedarse hasta el final de los créditos para escuchar cómo va mechando algunos acordes de los temas de la película de 1964 con la instrumentación original del 2018.