¿PARA QUÉ HAS VUELTO, MARY POPPINS?
Si el clásico musical e infantil que fue Mary Poppins –que en su momento también representó una consolidación del prestigio para Walt Disney- se sigue sosteniendo, aún con sus desniveles, como un film potente en su despliegue lúdico, imaginativo y creativo, la secuela que es El regreso de Mary Poppins tiene poco y nada para aportar. De hecho, lo que queda patente es su falta de propósito y sentido, más allá de la oportunidad de revivir una propiedad dormida pero que continúa teniendo masividad a pesar del paso del tiempo.
Una de las claves para este sinsentido que es El regreso de Mary Poppins podemos ubicarla en Rob Marshall, un realizador a esta altura especializado en entregar films intrascendentes: Chicago –una de las ganadoras del Oscar más inexplicables de la historia-, Memorias de una geisha, Nine, Piratas del Caribe: navegando aguas misteriosas y En el bosque son todas películas sin otro propósito más que la mera existencia, el estar ahí, para explotar materiales originales previos y facturar. Marshall, a la vez, mantiene una coherencia –algo le tenemos que reconocer- en la forma en que dirige esta secuela: pone la cámara, dejando que los actores desplieguen sus distintos niveles de talento pero sin una voluntad real para construir una puesta en escena mínimamente imaginativa o que se aparte de la norma.
De ahí que muy rápidamente quede claro que estamos una mera repetición del modelo instaurado por su predecesora: otra vez tenemos adultos y niños desconectados –pero con un salto generacional en la familia Banks-, y la niñera mágica retornando para sacudir un poco el panorama a través de canciones, un par de aventuras menores y más canciones. Sin embargo, no hay fluidez, fantasía llevada al límite de sus posibilidades –excepto quizás en un número musical que involucra un baño y un breve pasaje donde se vuelve a convivir con el terreno animado- o una sensación potente de empatía con los protagonistas en pantalla. Y eso es porque Marshall no narra, sino que administra, con un criterio mucho más economicista que cinematográfico: un par de diálogos, una canción; alguna caminata en Londres, una canción; una situación conflictiva, una canción; hasta pasar las dos horas de un relato tan acumulativo como cansino.
En un film que confía demasiado en la nostalgia de su público y en la convocatoria natural que poseen tanto Disney como el género musical, el único valor real lo aporta Emily Blunt, que hace su propia interpretación de Mary Poppins y en esos cambios –entre gestuales y actitudinales- que introduce respecto a la encarnación de Julie Andrews, promueve cierto crecimiento y evolución en el personaje. Blunt es, de hecho, puro carisma y frescura, y cuando la película le deja a la actriz tomar las riendas, insinúa un posible camino estético donde es más relevante el movimiento o la acción que el mero despliegue de vestuario o dirección de arte. Pero son solo insinuaciones, porque El regreso de Mary Poppins ni siquiera cuida apropiadamente ese regreso: hay colores impactantes, encuadres muy cuidados, un elenco multiestelar, hasta un cameo para complacer a los fanáticos, pero también pereza y superficialidad a la hora de encarar una continuación para un clásico y su legado. Marshall, otra vez, nos entrega una película que se limita a existir, y nada más.