El entramado del poder
En El Reino (2018), Rodrigo Sorogoyen narra vertiginosamente la caída de un funcionario público en España tras una serie de escándalos que lo salpican directamente. El film se centra en un resonante caso de corrupción, emulando varios episodios ocurridos recientemente en España durante el gobierno de Mariano Rajoy, que la clase dirigente intenta esconder y aislar para que la lógica putrefacta de la política no ensucie a todo el entramado del poder.
Cuando una serie de escuchas y videos salen a la luz, Manuel López Vidal (Antonio de la Torre), un político con muchas aspiraciones, cae abruptamente en desgracia. Su Partido intenta endilgarle toda la culpa de los actos delictivos denunciados pero el hombre, desesperado y acorralado, se niega a seguir las directivas de las elites, que pretenden aplacar la opinión pública con la vista puesta en las elecciones del año entrante, y emprende la búsqueda de pruebas que le permitan negociar con mayor amplitud o al menos no caer solo. Todo tipo de variopintos personajes execrables de la política y los medios se encuentran en una trama de corrupción que no tiene límites y expone a empresarios, funcionarios, periodistas y financistas.
El guión de Sorogoyen junto a Isabel Peña explora la cuestión de la corrupción política desde su relación íntima con el capital y los medios masivos como un entramado de poder cuya misión es la de perpetuar los mecanismos clientelares como una maquinaria en la que el Estado y los empresarios tienen un entendimiento tácito con raíces arraigadas en cuestiones de clase para con la finalidad de mantener sus mutuos beneficios al margen de la ley.
A través de un tono pedagógico muy logrado y con un mensaje moral y ético muy claro, el film trabaja distintas cuestiones como el efecto de la corrupción en las dinámicas familiares de los corruptos, la mirada del ciudadano común, el sentimiento de comunidad de los corruptos, la sensación de los corruptos de ser más “vivos”, más inteligentes y merecedores del botín que el resto, y la falta de reflexión de las acciones delictivas que se cometen, como si fueran ejercicios cotidianos que se perpetúan en un eterno movimiento.
A través de distintos tonos, la película recorre la dinámica policial y el registro documental pero siempre prima el discurso político y la verborragia de parte de unos personajes que son expuestos en todo su patetismo a la mirada de una cámara feroz que no los perdona ni los exonera. Con una serie de primeros planos intimidantes, Sorogoyen crea una obra urgente y desesperada al igual que su protagonista, un hombre que creía tenerlo todo y descubre rápidamente que no tiene nada. Las excelentes actuaciones revelan personajes tan metidos en la corrupción que sólo buscan morigerar los daños a su imagen pero nunca arrepentirse.
El film no alude a ningún partido político en particular y menciona que el entramado de corrupción salpica a todas las facciones, pero claramente la acción remite al Partido Popular, los herederos de la dictadura franquista: de por sí el título, El Reino, realiza una metonimia entre el Reino de España y el “reino de la corrupción” que cobija el país transcontinental, y la corrupción política como un reino en sí mismo que engloba a los otros.
El Reino es así un film impactante por su veracidad impúdica respecto del clientelismo en el país ibérico en el que se destaca la música tensa de Oliver Arson y la fotografía amenazante de Alejandro de Pablo, dos puntos muy altos de una obra con gran tensión y un argumento muy atrapante que sacude los cimientos del pacto corporativo entre el capital, la política y los medios masivos, empresas con un régimen especial al fin y al cabo.